sábado, 29 de septiembre de 2018

Carta 3 y 4, Filosofía y Contemplación

DE NIÑA, FRENTE AL MAR
Por Magdalena Reyes Puig




Todos los pozos profundos viven con lentitud sus experiencias, tienen que esperar largo tiempo hasta saber qué cayó en su profundidad
F. Nietzsche

Estimado Leslie, 
Muchas gracias por su carta. Me alegra mucho saber que mi artículo sobre la parresía y el valor de la búsqueda de la verdad ha sido leído y disfrutado allí donde vivieron y pensaron mentes tan brillantes como las de Russell, Wittgenstein y Lord Byron. 
Su conocimiento del idioma castellano es muy bueno, y por eso me sorprende que en su encuentro con Obdulio Varela no haya podido aprehender más que el mero sonido de sus vocablos. Su relato trajo a mi memoria aquellos primeros años en la Facultad de Humanidades cuando un gran profesor nos enseñó que para comprender a Platón había que leerlo y leerlo y leerlo… Mediante un ejercicio paciente y perseverante, nos decía, la música de sus diálogos va armonizando lentamente hasta  decantar en la sinfonía que hace a la comprensión de su filosofía. Por esto, sospecho que aquel sonido que usted discernió en las palabras de nuestro legendario capitán fue un coadyuvante más en el lento proceso de adquisición de todo conocimiento. Estoy segura de que hoy usted podría dialogar fluidamente con Obdulio, de la misma manera que yo he podido hacerlo con Platón. 
El trino de los pájaros puede ser muy bello o, al menos, un recurso útil para llamar la atención. Pienso que como buen cínico, Diógenes se valió de su silbido para ganarse el auditorio, pero no con el objetivo de entretenerlos, sino para revelarles su indolente y lastimosa condición.  El silbido de Diógenes –al igual que la retórica de los políticos- es un arma de doble filo: el medio es siempre el encantamiento, pero el fin varía según la arista que signa el propósito final. Mientras Sócrates y Diógenes seducían a su público para enseñarles el valor de la verdad, en nuestras plazas la autoridad emana de auditorios ávidos de entretenimiento, y se afianza mediante discursos falaces que ceban la pereza intelectual. Pero no debería sorprendernos que el alimento primordial en una cultura que fomenta el uso productivo del tiempo y el valor de la inmediatez sea el pan y circo… En estos términos pensaba seguramente Nietzsche cuando afirmó que la humanidad antes que escuchar razones prefiere ver gestos. 
Coincido con usted en eso de que la Filosofía es, ante todo, “amor y contemplación de la verdad”. Y también con Popper en aquello de que algunos de sus discursos “serios”, tan pomposos como vacíos, empañan y desaniman la pasión original por la verdad. A aquellos,  un “trino de pájaro” a modo de preámbulo no les vendría nada mal.  Sin embargo, gracias al consejo de aquel gran profesor, puedo dar fe de que leyendo y leyendo la “Fenomenología del Espíritu” de Hegel, adentrándose lentamente en esa enigmática profundidad, uno se encuentra de pronto dialogando con él a través de la iluminadora dialéctica del amo y el esclavo. Y le puedo asegurar, Leslie, –aunque quizás esto usted ya lo sabe- que después de escuchar que es el miedo a la muerte lo que define las posiciones de dominio y servidumbre, la perspectiva ante las diversas circunstancias de la vida ya no será la misma.  Los silbidos populistas, y los falsos dilemas con que se adornan, resultan menos cautivadores y convincentes. Porque para el que reconoce y promueve el valor de la verdad, el ser humano no tiene una vida plena alimentándose sólo de pan, y el circo representa el tiempo de las apariencias y el olvido al que recurrimos en tanto que, como la verdad, el entretenimiento también nos es de vez en cuando indispensable.
Por otra parte, quiero agradecerle muy especialmente por introducir a Buber en este fecundo intercambio. No sólo porque es un filósofo a quien admiro, sino también porque a través de su ejemplo del mar encendió una nueva comprensión acerca de mi vocación. 
Permítame contarle que a causa de un estrabismo congénito, siendo yo muy chica, mi madre acostumbraba sentarme frente al mar. El oculista le había dicho que mirar la lontananza era bueno para fijar la visión, y así pasaba yo horas y más horas mirando el mar. Pero ahora pude unir los puntos –como bien aconsejó Steve Jobs- y a aquella imagen de mí misma niña frente al mar pude aunar mis primeras inquisiciones filosóficas sobre el infinito, la incertidumbre, la libertad y la soledad. Claro que Hegel, Buber e incluso Nietzsche vinieron con bastante posterioridad. 
Así, y después de haber rumiado por unos cuantos días las ideas de su carta, permítame decirle que la Filosofía, o cualquier otro medio de búsqueda de la verdad, nace siempre del asombro que nos genera el encuentro con algo que no podemos explicar, como la melodía perfecta en el silbido de un pájaro o la inmensidad sublime del mar. El conocimiento de las leyes de la óptica y de los discursos más o menos serios de la Filosofía vienen bastante después. Pero es cierto, también, que pueden no advenir jamás.  Y entonces quizás todo depende de cómo se perciban los bellos gestos del trinar de pájaros o del ancho mar, porque  -en mi humilde opinión-siempre hay una razón detrás de todo gesto. Pero es probable que Nietzsche tuviera razón, y la mayoría estime la mera gestualidad vacía, confundiéndola con las complejas razones de la verdad. 

Desde Uruguay le mando un cálido saludo, Leslie, esperando que este fructuoso intercambio pueda continuar. 



Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

A LA NIÑA QUE MIRABA EL MAR

Estimada Magdalena,
Ahora que sé que antes de ser profesora de Filosofía,  fue usted alguna vez una niña que miraba el mar, me atreveré a llamarla por su nombre. Y le agradezco la inspiración y la simpatía que la llevaron a llamarme amistosamente Leslie.
Debo ser sincero con usted: algo en su carta me molestó profundamente. Activó en mí los estratos más mezquinos del rencor, de la envidia y del cansancio que un hombre de mi edad no puede experimentar sin avergonzarse. Porque queriendo ser amable dio usted por sentado, que quien le escribía pertenecía al Trinity College, en Cambridge. Más amablemente aún, mencionó a Byron, a Russell, a Wittgenstein, pensando así empatizar conmigo. ¿Cómo iba usted a suponer que su corresponsal procedía del pequeño y oscuro Trinity College, en Oxford? Porque esta casa nuestra ha sido siempre como esa bodega menor en Burdeos, en la que nadie repara, pero que está justo al lado del Château “Mouton Rothschild”. Todos pasan frente a ella, sin verla y, cuando en alguna rara ocasión alguien se detiene y toca el timbre, sólo es para preguntar si les queda mucho camino para llegar a lo de Rothschild. 
Pero ahora debo dejar de lado mis complejos de inferioridad y regresar a aquella niña, Magdalena, que miraba el mar y luego leería a Hegel y a Nietzsche. Pienso que ha descrito usted muy bien, de ese modo, las dos ruedas de la vida intelectual: la alegría que da el conocer; y el esfuerzo que conlleva. Cuando recuerda usted cómo al entender a Hegel, su perspectiva frente a la vida cambió, no sólo está queriendo decir que finalmente entendió a Hegel, ¡sino también y sobre todo, que se sintió entendida por él! Se puede decir, invirtiendo aquello de The Beatles, en Abbey Road, que “al final, el amor que recibes, es igual al amor que das”.
Ahora me atrevo a pensar que pesa más en usted su encuentro con Nietzsche y con Hegel que su encuentro con el mar. Y aunque cuando yo lo escribo suena terrible, de hecho no lo es. Que la Filosofía nos llegue sobre todo a través de los filósofos, es lo normal. Bien dijo Etienne Gilson que “es posible llegar a ser buen científico sin tener muchos conocimientos sobre la historia de la Ciencia; en cambio, nadie avanzará muy lejos en sus reflexiones filosóficas si antes no ha estudiado la historia de la Filosofía”. 
Hay algunas personas (como usted, Magdalena, y quizás también yo, en menor medida), cuyo destino es recorrer, una letra a la vez, las ideas y los argumentos que han escrito los filósofos que vivieron antes. Pero sería inhumano, sería una frustración extendida y contradictoria, que la felicidad del hombre sólo pudiera ser alcanzada después de haber leído a los filósofos -incluso sólo a un puñado de grandes filósofos, como en mi caso. Me gusta mucho, por eso, el argumento que se lee muy al comienzo de un popular manual académico del siglo XIII: que Dios no fió el conocimiento de la verdad a la sola investigación de los eruditos, ya que por este camino sólo pueden ir pocos, avanzando lentamente y cometiendo no pocos errores. 
¡Esto no significa, en absoluto, que la sabiduría es más barata por docena! Significa, más bien, que todos los hombres están llamados a la felicidad (aunque no en sentido de grado académico).  Ni siquiera los académicos estamos exentos de llegar a la felicidad-no-en-sentido-académico, aunque a veces pensemos que nos basta con citar a Wittgenstein a pie de página para ser felices, simplemente porque al hacerlo sentimos un inmediato y suave fluir de endorfinas. (Le aclaro que, cuando yo menciono a Wittgenstein, me apena siempre dar la falsa impresión de que lo he leído. Y no es que no haya leído nada de Wittgenstein, pero no lo he leído del modo en que un lector desprevenido puede inferir que lo he hecho, por la falsa familiaridad con que lo cito).


Debo terminar. Quizás haya supuesto una decepción para usted saber que soy de Oxford y no de Cambridge. Piense usted  para consolarse que aquí tenemos un Magdalen College, y allí no. Y que el nombre es, desde ahora, el tributo a una niña-filósofo que miraba el mar.

sábado, 15 de septiembre de 2018

Cartas 1 y 2, Parresía, Populismo y Academicismo

¿Verdad o Consecuencia?
Por Magdalena Reyes Puig

“Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestra alma” (Jeremías, 6:16). 

La prédica del profeta hebreo, como todas las grandes intuiciones e ideas, rebosa de pertinencia y actualidad. Un ejemplo de esas sendas fueron las recorridas en la antigüedad griega por los padres fundadores de nuestra cultura occidental. Michel Foucault, para citar un caso célebre, abrazó este consejo dedicando los últimos años de su vida al estudio de la filosofía antigua –especialmente a los filósofos helenistas- en busca de las diversas prácticas que hacen a una buena vida. Sus dos últimos cursos dictados en el Collège de France –“El gobierno de sí y de los otros” y “El coraje de la verdad”, dos auténticas maravillas- son fruto de esta pesquisa. En éstos seminarios Foucault reflexiona y analiza la noción de parresía, que era para los antiguos una cualidad, un deber y una técnica, imprescindible para todos aquellas personas dedicadas al cuidado de los demás. Como guías en el proceso de autoconocimiento y construcción de conciencias, padres, maestros y gobernantes debían cultivar y valerse de la libertad de palabra que habilita al “hablar franco”, y llevarlo a la práctica. “Uno no puede cuidar de sí mismo sin tener relación con el otro. Y el papel de ese otro consiste en decir la verdad.” Aquejados por la humana tendencia a la philautía (amor propio), todos necesitamos un parresiastés que propicie un auténtico autoconocimiento posibilitando así, una genuina auto superación. 
En una reciente conferencia a la que asistí, se mencionó el caso de Claudio “el Turco” García, un ex futbolista argentino que logró vencer su adicción a las drogas luego de contemplarse a sí mismo en una filmación registrada por una cámara que él mismo colocó en su casa. Su philautía le impedía ver la lamentable condición a la que era conducido por el consumo de cocaína, y la cámara ofició de parresiastés para facilitarle el camino hacia una mayor autoconciencia y dominio de sí.

La parresía como práctica se cultiva en tierra fertilizada con el valor de la verdad. Pero no en el sentido de certezas trascendentes o absolutas, sino de la honestidad y franqueza espiritual. Así, incluso en el contexto de un relativismo epistemológico y moral, el parresiastés puede argumentar su perspectiva ofreciendo un fallo legítimo y auténtico. Una mirada que nos permita salir de ese círculo vicioso en el que nos encierra el amor propio y las creencias acríticas en las que, parafraseando a Ortega y Gasset, estamos pero no poseemos. Sin embargo, en la era de la llamada posverdad deslumbra la retórica que busca la aprobación mediante la persuasión, mientras la cualidad del “decir veraz” brilla por su ausencia. Así, entretanto Byung Chul Han diagnostica una sociedad de individuos sumergidos en un narcisismo inhabilitante, los populismos florecen en terrenos donde las personas aplauden discursos que “confirman” sus creencias autocomplacientes y limitadas. La Organización Mundial de la Salud declaró a la depresión como la pandemia del siglo XXI: Galeno desde el siglo II diría que es la patologización de la philautía.    

Los análisis acerca del populismo son abundantes, tanto en el ámbito de la filosofía como de las ciencias políticas. Sabemos que es una estrategia versátil que se puede aplicar en las más variadas ideologías y orientaciones políticas. Sin embargo, hay una característica siempre presente en toda maniobra populista: el discurso dicotómico donde el bien es representado por la opinión popular, mientras el mal está encarnado en toda aquella persona, idea o postura que se presente como alternativa. La falacia del falso dilema se ha instalado en la arenga política, y pasa desapercibida entre ensordecedores aplausos que celebran el regocijo inmediato y la constricción intelectual. 
Hay una anécdota de Diógenes el Cínico que cuenta que estaba en la plaza pública hablando seriamente de temas importantes pero nadie lo escuchaba. Entonces interrumpió su discurso y empezó a silbar como un pájaro, y no pasó mucho tiempo para que la gente se congregara curiosa a su alrededor. Así fue como el filósofo que vivía en una tinaja y buscaba “hombre honestos” insultó a los que lo rodeaban diciéndoles que se prestaban a “escuchar tonterías pero que, en cuanto a las cosas serias, apenas se apresuraban”. La sentencia de Borges, “la estupidez es popular” no es ninguna novedad. Sin embargo, a años luz del ágora ateniense, nuestras plazas públicas agonizan famélicas entre tanto pan y circo, mientras Diógenes, Sócrates, Séneca o Epicteto duermen en anaqueles y bibliotecas empolvadas.  
De cara a las variadas curas sugeridas para paliar el mal del populismo, los antiguos nos muestran el camino de la parresía. La senda de aquel a quien Foucault denominó “héroe filosófico”: no ya el filósofo rey de Platón, sino quienquiera que haga de la verdad un valor, para buscarla y expresarla a través de su forma de ser y existir en el mundo. El auge del fenómeno de la posverdad deviene de y alimenta a la estrategia populista. Si la verdad no importa, ¿qué sentido tiene examinarla? Y así nos encontramos más y más atrapados en las redes de un despotismo blando, alienante y frívolo. La verdad nos libera, y la dicotomía “verdad o felicidad” es tan solo un falso dilema más. 



Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, a Magdalena

LOS TRINOS DE LOS PÁJAROS Y LA ACADEMIA

Estimada Profesora,
Leí con sumo placer su artículo, sobre la Parresía en Michel de Foucault y su relación con los populismos. Conozco el suficiente castellano como para leerlo, pero le contesto en inglés, ya que no sabría expresarme adecuadamente en ninguna otra lengua.
A modo de Πρόλογος, permítame unas palabras de humanidad, antes de incurrir en el feo pecado de aburrirla  con mis comentarios sobre su artículo. 
Supongo que tendrá usted curiosidad por saber, entre otras cosas, porqué leo diarios uruguayos en internet. Puedo decirle esto:
En noviembre de 1986, Montevideo fue una de las etapas de mi luna de miel. Puede sonar extraña esa elección -no tanto ahora, pero indudablemente sí en 1986. La razón es que un muy cercano amigo de mi abuelo (en realidad ambos eran maestros de escuela en Shirley, Southampton), de nombre George Reader, fue el referí de la final del mundo entre Brasil y Uruguay en 1950. Durante muchos años, desde niño, escuché al Sr. Reader narrar el famoso incidente con Obdulio Varela, en el minuto 47 del partido. Y desde entonces, alimenté la ilusión de conocer a Obdulio algún día. 
Cuando en 1986 me casé, viajé e su país, e hice allí las búsquedas pertinentes (todo fue en realidad muy sencillo, gracias a la inestimable ayuda de nuestra embajada). Al final, una tarde, me senté a esperar, junto a mi joven mujer, en unas escaleras de granito rosado, mirando a distancia de varias yardas, a un Obdulio de 70 años jugar a las “bochas”. Transcurrió quizás una hora. Casi de noche, el juego concluyó y me acerqué a saludarlo. No encontré las palabras que había cuidadosamente ensayado. Él no pareció sorprendido (ni muy interesado, he de decir). Me dio la mano, y luego hizo conmigo lo que había hecho 36 años antes con el Sr. Reader: me habló en su propio idioma. Aún recuerdo el sonido de aquellas palabras que no entendí. Se marchó en compañía de un amigo, se subió a un bus, y así el transporte público de Montevideo lo ocultó de mi vista -como las nubes, en la ascensión, ocultaron a Cristo- y lo devolvió al misterio de donde nunca debí intentar llamarlo.
Me parece que no estará usted de acuerdo conmigo en que aquello pudo ser un acontecimiento filosófico. Al menos no en los términos de su anécdota sobre Diógenes el Cínico, que “estaba en la plaza pública hablando seriamente de temas importantes, pero nadie lo escuchaba”, y ganó a su auditorio cuando “interrumpió su discurso y empezó a silbar como un pájaro”. Esto enojó mucho a Diógenes y me parece que también a usted, ya que remata su párrafo diciendo que “nuestras plazas públicas agonizan famélicas entre tanto pan y circo, mientras Diógenes, Sócrates, Séneca o Epícteto duermen en anaqueles y bibliotecas empolvadas”. 
Su argumento es atractivo. Pero me pregunto si lo que añora usted ahí es la sabiduría (que vive en Diógenes, Sócrates, Séneca o Epícteto), o la existencia de un auditorio más amplio para los “discursos serios” propios de la academia. 
Después de años dedicados a la lectura de algunos filósofos (pero no de otros), he llegado a preguntarme qué tiene que ver la Filosofía con ciertas formulaciones “serias”, con ciertos debates académicos y con ciertas expresiones que se contienen en las obras de ciertos filósofos. Coincido con Popper cuando denuncia en Hegel “ese escolasticismo verboso y vacío que rezuma nuestra Filosofía contemporánea” .
No es que las formulaciones y las academias sean algo malo. Pero la sabiduría no es un fruto natural o necesario de los discursos “serios”, sino del amor y de la contemplación de la verdad. Que eso le suceda a veces también a algún filósofo “serio” es casi una casualidad estadística. Volviendo a los términos de la anécdota, creo que Diógenes el Cínico -a estas alturas una víctima indefensa antes mis ataques- se equivoca al no advertir que quizás los hombres necesitan, además de discursos serios, de algunos trinos de pájaro para llegar a la verdad.
No se alarme usted. Entiendo que la Filosofía “vive en una tradición” que ha creado sus propios alfabetos. Y que no toda simplificación es legítima, ni toda verdad cabe en un trino. Quizás podemos usted y yo estar de acuerdo en estas afirmaciones: que no todo trino de pájaro es pan y circo, aunque no todo trino de pájaro es sabiduría.
Terminaré un poco al modo de Martín Buber (que tampoco puede defenderse de mí):
 Mirar el mar. 
Quien conoce el mar ha sido sacado de su soledad por esa presencia (el mar) que él no puede darse a sí mismo. Si, en vez de mirar el mar, su mente se ocupara en las leyes de la óptica que le permiten mirar el mar, quizás estaría dejando de mirar el mar. Y perdería su presencia.
La sabiduría de la Filosofía se identifica más con la presencia del mar que con las leyes de la óptica. Aunque las leyes de la óptica sean indudablemente un tema “serio”, de lo que se trata es de conocer el mar.


Me despido de usted, querida Profesora. De usted que trabaja por mantener viva la Filosofía en la tierra de Obdulio Varela.

Cartas 69 y 70 Primavera lluviosa y Otoño soleado

PRIMAVERA LLUVIOSA EN OXFORD Por Leslie Ford, del  Trinity College , en Oxford. Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene dedos tan pequeñ...