sábado, 29 de diciembre de 2018

Cartas 29 y 30, Sobre el Año Nuevo

ROCKY 2019
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford.

Querida Magdalena:
Cada año que comienza nos enfrenta a la pregunta sobre el futuro: ¿Qué será de nuestras vidas? ¿Quiénes seremos dentro de 12 meses? La pregunta puede parecer retórica pues ¿quién no elegiría la mejor versión de sí mismo, si pudiera? Pero una cosa es elegir esa versión el 1º de enero, y otra muy distinta, llegar al 31 de diciembre habiéndolo logrado. Bien afirma Frank Slade, en Perfume de Mujer: “Cuando, en mi vida, he pasado por encrucijadas… siempre supe cuál era el camino correcto. Sin excepción. Pero nunca lo seguí. ¿Sabe porqué? ¡¡¡Porque era condenadamente difícil!!!” 
Hablando de versiones y proyecciones de uno mismo, en su Poética, Aristóteles fue el primero en descubrir que la estructura de las narraciones nos podía enseñar mucho acerca de nosotros mismos, y que era por lo tanto una forma de autoconocimiento. Luego, muchos han creado paralelismos de ida y vuelta entre la escritura y la vida. ¡Recordará usted la célebre afirmación de Oscar Wilde de que la vida imita al arte! 
Le propongo, pues, que intentemos hacer de nuestras vidas una obra de arte, como si el 2019 fuera un argumento que estuviéramos llamados a escribir; eso, sí, siguiendo las clásicas etapas que plantean los expertos, y que aquí enumero para usted:
Paso 1: La Premisa: Escribamos, en una sola frase, el 2019 que querríamos para nosotros.
¿Qué es lo que nosotros, los héroes, debemos hacer?  ¿Hay algo en nuestras vidas que necesita ser cambiado?Pienso que tenemos tres opciones:
a) Estamos resignados a que todo siga igual. 
b) Nos damos cuenta de que seguramente muchas cosas van a cambiar, lo queramos o no, pero no sabemos qué hacer al respecto. 
c) Queremos nosotros mismos producir el cambio. No cualquier cambio. Sino el cambio que quizás se nos impone como un deber y una esperanza.
El héroe es el que sigue la opción c). Porque su vida no es perfecta y espera algo más grande que está esperando allí, en eso que llamamos futuro y que está adelante, no en la falsa seguridad de su pasado. Por eso, las premisas están, siempre, llenas de esperanza: ¿Será capaz Rocky -ese loser- de subirse al cuadrilátero y pelear por el campeonato del mundo de los pesos pesados?
Paso 2: Debilidad y Carencia: Identifiquemos, dentro de nosotros mismos, el defecto o la tendencia que se opone (y se opondrá) a la realización de la Premisa. Créame: la historia que nos propongamos escribir no dejará de realizarse porque un escuadrón nazi nos ataque con lanzallamas (aunque a veces tendremos que enfrentarnos a los malos), sino porque algo en nuestro interior nos aleje de nuestro surco y de nuestra tarea.
Paso 3: Deseo: Alentemos en nosotros el deseo de pelear. Lo interesante de esta etapa es que verifica que hemos entendido correctamente la Poética. Es decir, que no importa tanto que logremos realizar el punto 1, sino que todo se trata de que superemos el punto 2. Rocky no necesita ganarle a Apollo Creed, sino entrenar, subirse al cuadrilátero y pelear. Esa es su victoria.
Paso 4: El Plan. La etapa pensante. Con las últimas monedas que tenemos en el bolsillo, no compraremos una ametralladora para matar a los malos, sino un cuaderno Moleskine, una linda goma de pan, un sacapuntas de acero y un lápiz HB. Y escribiremos en una hoja de papel, lo que la inteligencia nos dicta: el 2019 paso a paso. (Mickey, el entrenador, protagonizado  fabulosamente por Burgess Meredith, encarna para Rocky la necesaria inteligencia y planificación).
Paso 5. La Batalla. Los héroes sentiremos dolor. Basta con recordar la cara de Stallone después de la pelea. Pero un pensamiento nos reconfortará: no nos fue mal porque quisimos pelear. Ahora sabemos que la cara nos la iban a partir en cualquier caso. Sólo que nosotros tuvimos la inteligencia de rentabilizar la paliza y convertirla en el precio con el que compramos la sabiduría. 
Paso 6. La Auto-Revelación. Estamos en diciembre de 2019. Si hemos seguido los 5 pasos anteriores, somos los felices protagonistas de nuestro argumento. Mas no porque hayamos ganado la Batalla -¡aunque quizás sí la hayamos ganado, oiga!- sino porque, en los términos del Punto 2, hemos conocido que el único enemigo que tenemos, y que debe ser vencido, somos nosotros mismos -o al menos, esa parte de nosotros mismos que el egoísmo y el miedo favorecen.
¡Muy feliz Año Nuevo, Magdalena!


Respuesta de Magdalena Reyes Puig a Leslie Ford

¡FELIZ AÑO NUEVO, LESLIE FORD!

Yo no soy lo que me sucedió. Soy lo que elegí ser.
Carl Gustav Jung

Estimado Leslie,
Alguien una vez comentó que los aficionados a la filosofía somos siempre platónicos o aristotélicos.  Entiendo que se trata de una disyuntiva bastante arbitraria ya que ambos fueron magníficos filósofos,  pero debo confesarle que la obra de Platón genera una resonancia en mi interior, algo que no logro experimentar ante el pensamiento de Aristóteles, salvo una clara excepción: su Poética. Ésta siempre representó para mí un lúcido elogio a la poesía y me enamoró ya en la primera leída. 
Su última carta me gustó muchísimo, fundamentalmente porque en ella rescata algunas de las ideas más fascinantes de aquella obra del Estagirita para consagrarlas a la vida cotidiana.  En efecto,  su invitación a hacer de nuestra vida una obra de arte coincide con la intuición aristotélica de que “la poesía es más profunda y filosófica que la historia”.  Porque mientras la historia narra lo ocurrido en base a hechos concretos particulares –y por tanto se remite fundamentalmente al pasado-, la poesía proyecta lo que podría ocurrir a partir de las decisiones que tomamos y las acciones que emprendemos, en medio de las circunstancias en las que nos encontramos implicados.  En versos de Jaime Sabines, “La poesía ocurre diariamente, a solas, cuando el corazón del hombre se pone a pensar en la vida”. 
Por otra parte, su referencia al héroe me recordó a Emil Cioran, para quien “el verdadero héroe combate en nombre de su destino, no en nombre de una creencia”.  Al pensar en la figura del héroe, por lo general imaginamos a un ser de virtudes excepcionales, exento de error y de moral intachable, alguien que combate a favor de un gran ideal ecuménico. Pero Cioran –y usted también, Leslie- nos arranca de esa idealización (en la que muchas veces nos amparamos para no asumir la responsabilidad de tomar las riendas de nuestro propio destino) para recordarnos que todos podemos serlo si nos decidimos a ser los artífices de ese cambio que nos disponga a vivir la vida que queremos.  
Invirtiendo el título de la brillante autobiografía de García Márquez, podríamos decir que, respecto a la propia vida, hay que “contarla para vivirla”.  De lo contrario, estaremos condenados a ser actores en una historia narrada por otro, como títeres que lamentan su circunstancia y destino, desde el confort de un no tener que alentar y disponer en nosotros el deseo de cortar los hilos que nos sujetan a nuestras inseguridades y miedos.  
En su Poética, Aristóteles afirma que en determinado momento todo héroe trágico experimenta esa revelación a la que usted alude en su último punto, pero no como resultado del toque mágico de una dadivosa hada madrina, sino por obra y gracia de un profuso padecimiento. En esos mismos héroes se inspiró también Nietzsche para catapultar su célebre sentencia: “Lo que no me mata, me hace más fuerte”.  Pero –y este es un detalle que suele pasar desapercibido- para que el sufrimiento nos fortalezca, primero tenemos que poder pensarlo como necesario, o al menos como relevante para la consecución de nuestro objetivo. Porque el dolor también nos puede matar, y lo hace no sólo cuando nos deja exánimes: entre shoppings,  Netflix, Prozac y templos donde reza “Pare de sufrir”, nos creemos capaces de rehusar al sufrimiento, mientras sucumbimos en la desidia de nuestra humana debilidad, sintiéndonos víctimas –y no responsables- de nuestras propias fatalidades.  
Para elegir la mejor versión de nosotros mismos debemos cuestionar a una cultura que identifica éxito con parecer satisfecho o realizado, y no necesariamente con serlo (de hecho, para ser hay que necesariamente parecer aparecer –feliz, claro está- en redes sociales u otros medios).  Por esto pienso que el desafío que nos propone para éste próximo 1 de enero es sin duda el más arduo, porque como bien sugirió Sócrates, “un conocimiento correcto conduce a acciones correctas”: el camino se hace al andar, es cierto, pero siempre y cuando caminemos pensando y eligiendo nuestros movimientos.  

Créame que no se trata de una mera deformación profesional, pero estoy convencida de que nos hace falta pensar más.


sábado, 22 de diciembre de 2018

Cartas 27 y 28, Cuento de Navidad

PIDO SILENCIO
Por Magdalena Reyes Puig

Si hubiera un poco más de silencio, si todos guardáramos silencio… tal vez podríamos entender algo.
Federico Fellini

Estimado Leslie,
En estas vísperas de Navidad quisiera reflexionar acerca del valor del silencio.  
Ya puedo imaginar su desconcierto, ¿por qué del silencio cuando la Navidad representa una ocasión para celebrar? ¿Acaso no es toda celebración motivo de animación y festividad?  Sí, sin duda.  Sin embargo, quisiera explicarle el origen de esta inquietud que afloró en mí a raíz de nuestro intercambio epistolar.  En efecto, uno de los beneficios más disfrutables que éste diálogo me ha deparado es el goce del silencio, tan necesario para la lectura de sus cartas como para la redacción de las mías. 
Un proverbio árabe expresa que “del árbol del silencio pende el fruto de la seguridad”.  Toda gran obra es dada a luz al resguardo del aturdidor bullicio; así, Leonardo da Vinci decía encontrar su mayor inspiración bajo el amparo del silencio.  En el silencio se proyecta la reflexión consciente y profunda,  gestadora de toda verdad.  El historiador y doctor en Filosofía, Yuval Noah Harari, da testimonio de esto; sus más descollantes ideas –plasmadas en las célebres De animales a dioses y Homo Deus- son concebidas en los retiros de silencio a los cuales asiste todos los años en Birmania. No en vano afirmó Nietzsche que los pensamientos que dirigen el mundo caminan en pies de paloma...
Pero la seguridad es una necesidad inherentemente humana, y entonces podemos inferir una cierta pertinencia universal en aquel atinado proverbio.  Así como no podemos “pedirle peras al olmo”, tampoco podemos encontrar certidumbre  en medio del estrépito. Pero debo confesarle que durante éstas últimas semanas me ha sido particularmente difícil sustraerme del ruido para tomar del fruto que nutre nuestro tan fecundo intercambio de ideas.  En medio de este alboroto típico de las semanas previas a Navidad, me encuentro añorando ese silencio que me permite disfrutar plenamente de este diálogo epistolar. 
No me malentienda, Leslie; entiendo que la Navidad representa una ocasión muy especial para la celebración.  Pero cualquier festividad que pueda concebirse auténticamente como tal necesita ser investida de cierto sentido, y la Navidad no es una excepción. 
Al comienzo de esta carta hice alusión a las vísperas, y no porque si nomás. Las vísperas hacen de preámbulo a la festividad y representan, así, un tiempo propicio para reflexionar acerca del sentido que motiva la celebración del preludiado acontecimiento.  Pero en la cercanía de Navidad los árboles del silencio languidecen bajo el abrazo luctuoso de hiedras trepadoras, pletóricas de guirnaldas que incitan al consumo atropellado. En medio de vidrieras y góndolas desbordadas, harto difícil es tomarse el tiempo para pensar y elegir el regalo justo para esas personas especiales con quienes deseamos celebrar la Navidad. A veces pienso que si un ser de otro planeta nos visitara en ésta época del año, bien podría pensar que nos estamos disponiendo a rendir culto a la deidad del consumo irreflexivo y desenfrenado. 
Creo que fue Woody Allen quien identificó a Dios con el silencio, pero el símbolo más formidable del poder que emana del recogimiento fue, sin duda, el genio de Beethoven. Allende a su sordera, Beethoven solía decir que su música era la encarnación del lenguaje de Dios, que le hablaba en el más profundo silencio. 
El silencio no es sólo una condición indispensable para poder reflexionar y tomar decisiones autónomas y significativas. El fruto de su árbol es un alimento para la espiritualidad, esa divinidad que –más allá de credos o ritos religiosos específicos- habita dentro de cada uno de nosotros, conectándonos con lo humanamente significativo.  
Para terminar, y a modo de allegro, no se me ocurre nada más sensible y sensato que invocar a Neruda con su bellísima petición de silencio: Pero porque pido silencio/ no crean que voy a morirme:/ me pasa todo lo contrario:/ sucede que voy a vivirme/ Sucede que soy y que sigo (…) Se trata de que tanto he vivido/ que quiero vivir otro tanto (…) Déjenme solo con el día/ Pido permiso para nacer. 


Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

TAN DE VERDAD



Ha sido, ocurrió, es verdad.
Fue en un día, fue una fecha
que le marca el tiempo al tiempo.
Fue en un lugar que yo veo.
Sus pies pisaban el suelo
este que todos pisamos…
Y aquello que ella me dijo
fue en un idioma del mundo,
con gramática e historia.
Tan de verdad,
que parecía mentira.
Pedro Salinas

Querida Magdalena:
Abro mi respuesta con algunos de los versos de uno de los poetas preferidos de María, mi mujer. Siento que le debo el homenaje de esta poesía navideña, a ella que me enseñó la Navidad.
No quiero parecer exagerado y, menos aún, ingrato hacia el espíritu de la Navidad inglesa en el que, después de todo, crecí. Aún hoy recuerdo con alegría el Oficio de este día, el uso del Book of Common Prayer, las lecturas entrecortada por los himnos venerables y rigurosos. Aún hoy me emociona escuchar al Coro del King’s College (y eso que es de Cambridge) cantar los Carols. Y sigo pensando que nada -ni siquiera la nieve, con la venia de E.E. Cummings- es más adecuado a estos días de diciembre, que la profunda lectura de la Canción de Navidad de Charles Dickens. Ni siquiera la nieve, he dicho; ni las campanillas que suenan al final de Qué Bello es Vivir porque Clarence ha ganado sus alas.
Pero la Navidad no era para mí, quizás, más que un decorado: un poco de nieve y de nostalgia, unos fotogramas en blanco y negro, y unos días de vacaciones con buenos libros. Hasta que conocí a María, nunca había sentido que yo tuviera algo que ver con ese decorado. Inglaterra es, por cierto, históricamente recelosa de los “decorados” de la Navidad: no somos muy del Club del Pesebre. Debe usted recordar, Magdalena, nuestra tradición puritana, iconoclasta, que pretendidamente quería preservarnos de toda esa imaginería sensiblera un poquito idólatra (a juicio de ese mismo puritanismo). Hacia 1600, reinando la primera Reina Isabel (la hija de Henrique VIII y Ana Bolena), se llegó a publicar un Decreto (la Bethelem Ban) que prohibía, bajo pena de muerte, el armado y exhibición de Pesebres navideños.
Pero esa prohibición no ha prevalecido, y María, mi mujer y traductora, pudo traer desde Madrid, con su ajuar de recién casada, un juego de pequeñas esculturas, representando a cada uno de los personajes de Belén. Cuando llega diciembre, igual que a Truman Capote le gustaba hacer dulces y remontar cometas, a ella le gusta componer -ayudada de nuestros hijos- el Pesebre en el hogar de la chimenea. Así que, cuando anocheciendo llego a nuestra casa, junto al río Cherwell, en estos días, ya sé que en el salón encontraré las luces bajas, con la excepción de un suave resplandor sobre el rostro de la Virgen María que mira al Niño Jesús en el pesebre -un pesebre con pajitas de verdad, s’il-vous-plaît
Una tarde de diciembre de hace ya muchísimos años -yo creo que debíamos de ser recién casados- volvía yo a casa del trabajo. (No vivíamos todavía en Oxford, sino en el cottage que nos habían cedido mis padres en Campden Hill Road, en Londres). Durante la subida, desde la estación de High Street Kensington, una ventisca de nieve me había perseguido implacable. Tenía frío en las manos y en los labios, y me sentía tenso y fastidiado. Pero, a pesar de ese estado de ánimo poco favorable hacia lo espiritual, mientras abría y cerraba la puerta lo más rápido que podía, pues temía que el frío se nos colara en casa, noté un silencio especialmente intenso. Hasta ese momento, yo nunca había asociado el silencio con el espíritu, quiero decir con mi espíritu. Pensaba en el silencio como en un espacio vacío que estaba llamado a llenar con mis palabras y con mis gestos. Sin embargo, aquel silencio era distinto: estaba lleno - aunque yo todavía no sabía qué era lo que lo llenaba. Y el contenido me estaba destinado: era como una carta que yo estuviera a punto de abrir. 
Algo sorprendido, me sacudí los restos de nieve del pelo y del abrigo y entré en el salón. Y entonces vi a María, mi mujer, sentada frente a la chimenea. Ella miraba muy tranquilamente a la otra María que había en el cuarto: a la Madre del Niño recién nacido, en el Pesebre. El silencio se hizo música. El sobre se abrió. Y me fue entregado este mensaje: “Esto ha pasado de verdad. Dios se ha hecho hombre. Esto es la Navidad”. Como en el verso de Salinas que yo todavía no conocía.
De ese modo seguí a mi mujer y traductora por el camino de la Navidad -como un místico barato, pues en eso no he cambiado.


Permítame, querida Magdalena, expresarle mis mejores deseos para usted y para su familia. Y, pues ha pedido silencio, que Dios le conceda una Feliz Navidad.


sábado, 15 de diciembre de 2018

Cartas 25 y 26, Bibliotecarios y Lectores

EL MÉDICO DE LIBROS
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford.

Querida Magdalena:
La diferencia entre la visión que uno tiene del futuro cuando está aún en el pasado, y la visión que uno tiene del pasado cuando ya está en el futuro, suele ser grande. Es natural que nos equivoquemos sobre el futuro, pues imaginamos lo que desconocemos esencialmente. Más curioso resulta que nos equivoquemos sobre el pasado -pero ahí están la memoria selectiva o los recuerdos recuperados para sostener la hipótesis. Hay una diferencia muy grande entre ese pasado -que, como dice Kowalska, está sellado para la eternidad y del cual, como dice Frankl, ningún perro ha de venir a mordernos- y lo que de ese pasado queda flotando en nuestro espíritu. 
Cuando elegí el camino de la Bibliotecología, suponía que mi elección profesional habría de permitirme inmensas horas de lectura financiadas por el Estado. Me proyectaba retirando y devolviendo libros de los estantes y requiriendo silencio a los charlatanes inoportunos. Pero, más que nada, leyendo.
Algo de todo eso he hecho. Pero -y ahora  permítame que mire desde el futuro hacia el pasado- creo que en estos años he aprendido a conocer los libros. Quizás no lo mejor de los libros que es el contenido que revelan sus signos, pero sí aquel otro aspecto sin el que no habría ni signos ni lectores. Me refiero al libro como objeto, como cosa que debe ser producida, guardada, preservada y hecha disponible para muchos. Vaya, esto ha sonado muy feo, pero puedo decirle que en esto ha consistido mi vida: en ser, como sugiere aquel famoso título, El guardian de los libros, y quizás también su médico.
Mi primer destino como Bibliotecario fue en la British Library, cuando aún era estudiante. La Biblioteca se encontraba entonces en los mismos edificios del British Museum, cerca de Trafalgar Square, en Londres. Allí trabajé varios veranos, en el sector de Archivos & Manuscritos, junto a un hombre extraordinario: Alyoshka Karamasov. 
Quédese tranquila, no estoy loco -o no, al menos, por esto que acabo de decir. Alyoshka no era, y nunca pretendió ser como ese personaje de La Rosa Púrpura del Cairo que sale de la pantalla hacia la vida real. No era, pues, ni pretendía ser, el hijo del infame Fyodor Pavlovich. 
Alyoshka, era un ciudadano del Zaire, huido del brutal régimen de Mobutu. En alguna frontera remota, un buen (y culto) funcionario de la ONU, con la intención de protegerlo bajo un seudónimo, eligió aquél. Luego, como suele suceder, lo provisorio se convirtió en definitivo. Y Alyoshka se convirtió en el permanente negativo  (por color de la piel lo digo) de un mito literario.
Él me enseñó, con iguales dosis de paciencia y sabiduría, algo en lo que poco había yo pensado: y es que los libros son seres frágiles y amenazados. Un libro, no es, como podría parecer, un objeto destinado a durar siglos en las bibliotecas; es un ser que muy rápidamente llega a la senilidad, con síntomas muy parecidos a los humanos -incluyendo la incapacidad de retener y transmitir contenidos intelectuales. 
Si el hombre no interviniera con su maravillosa tecnología y sus asombroso ingenio, todas las bibliotecas del mundo no serían más que un montón de polvo, los restos de la enorme comilona del tiempo, en la que los libros habrían sido un pequeño -aunque a veces indigesto- entremés. 
Alyoshka Karamasov me enseñó -junto a las mejores técnicas de restauración de papel y de encuadernación- que los libros que hoy disfrutamos, pero muy especialmente los que nos llegan del pasado, son como Moisés, el niño que la hija del Faraón recogió de las aguas: ellos también han sido salvados de una muerte segura.
Ahora veo que mi vida de restaurador y de médico de libros ha sido muy distinta de la que alguna vez proyecté -aunque no he carecido de agradables lecturas en los trenes, como sabe. Pero las sorpresas han resultado, en este caso, mejores que los proyectos juveniles. 
¿Puedo pensar que esto es así, y aceptar la vida, no como el mero desarrollo de los que programé cuando era un ignorante condenado al fracaso, sino como un don que me ha superado y mejorado? Entonces habrá valido la pena llegar a viejo -tan viejo como aquellos volúmenes que Alyoshka acariciaba con sus manos negras y sabias en la sección de Archivos & Manuscritos de la British Library.


Respuesta de Magdalena Reyes Puig a Leslie Ford

ENTRE LIBROS


Sólo obtienes algo de los libros si eres capaz
de poner algo tuyo en lo que estás leyendo.
Sándor Márai
Estimado Leslie,
Pensar puede ser muy abrumador, y hasta el mismo Nietzsche reconoció la necesidad de tener un “amigo” que pudiera rescatarlo cada tanto de esas profundidades abismales en las que lo sumergían sus elucubraciones filosóficas.  Claro que la tarea de Nietzsche fue ciertamente excepcional –hasta Freud lo reconoció como el filósofo que más se conoció a sí mismo-.  Pero todo ser humano (incluso los pensadores más aguzados) necesitan responder, tarde o temprano, al llamado a la quietud del alma, abrazando ocasionalmente lo que puede darse por sentado.  “No sólo de pan vive el hombre”, y tampoco solamente de pensamiento.
El intelectual típico es popularmente concebido como una persona seria y preocupada, con poca facilidad para reírse o tomarse las cosas a la ligera. Y aun siendo un mero prejuicio, es cierto que los caminos del pensamiento profundo e incisivo conducen a paisajes donde la angustia ya no encuentra ropaje alguno bajo el cual camuflarse.  Sí, pensar es un deleite, pero también puede ser sumamente agobiante…  
Si bien la frivolidad no goza de buena prensa, es posible que la lucidez intelectual encuentre, en la liviandad de lo superficial, un reducto eventual donde recuperarse y descansar.  Matizando un poco la sentencia de Milan Kundera, podemos conceder que la levedad no es siempre necesariamente insoportable: a veces es una ocasión propicia para liberarnos del agobio de una gravedad que se siente excesiva. No en vano Émil Cioran se definió a sí mismo como un hombre “frívolo y disperso”, después de  conocer a fondo “el inconveniente de haber nacido”. 
Pero no quiero desviarme del cometido al cual me siento convocada, así que retomaré el hilo de su misiva tan seria y profunda,  sospecho que precisamente debido a su alto contenido autobiográfico. Porque aunque pueda haber abundancia de muchas cosas, vida sólo hay una. 
¿Acaso existe un monumento a la seriedad más emblemático que una biblioteca pública? Salvando las distancias que, presumo, existen entre la British Library y nuestra Biblioteca Nacional, imagino que en ambas puede respirarse ese aire entre mágico y vetusto que inviste a lo que supo ser magnífico y se resiste a ser abolido, sosteniéndose en un prestigio que el paso del tiempo se esmera en eclipsar. El imposible afán de inmortalidad. ¿Existe algo más grave que esto?  Las bibliotecas son una especie en claro riesgo de extinción: la prueba más fehaciente es el asombro de los jóvenes (incluso los más leídos) cuando escuchan que, hasta no hace mucho tiempo, éstas eran un sitio obligado para acceder a obras que hoy se encuentran a sólo un click de distancia. Es cierto que la tecnología nos asiste en la manutención de esos “seres frágiles y amenazados”, pero también es verdad que su impetuoso desarrollo representa la amenaza más ostensible contra la supervivencia de los libros. 
Imagino que, como bibliotecario, no le debe bastar con velar por la conservación material o física de esos niños indefensos amparados en los anaqueles de su biblioteca. Este es un cometido de lo más loable, ¡ni qué hablar!, pero intuyo que nada debe de complacerle más que prestarse a alzar a alguno de sus pequeños moiseses de sus cunas –esos estantes pletóricos de obras que ustedes recorren con total desenvoltura-  para ponerlo en las manos de un lector entusiasta. No solo de deshumificadores y plumeros viven las bibliotecas: para no fenecer, los libros necesitan ser recorridos por el tacto y la vista (y también por el olfato; ese aroma tan particular que emana de los libros bien podría haber inspirado, como las magdalenas, a Proust en su búsqueda del tiempo perdido).  


Para terminar, permítame hacerle una confidencia que sospecho puede llegar a escandalizarle, y por eso mismo he procurado mantenerla recluida dentro de los confines de mi salón de clase: desde siempre he persistido en la costumbre de estimular a mis alumnos a que subrayen sus libros y escriban en ellos las impresiones e ideas personales que les surgen mientras recorren sus páginas. Soy consciente de que este consejo puede ser interpretado como una afrenta al debido respeto que merecen los libros, pero siempre he creído que ellos son como las muñecas, cuya alma es alumbrada en las manos tan afanosas como desaliñadas de un niño. 



sábado, 8 de diciembre de 2018

Carta 23 y 24, Loneliness/Solitude y Soledad

EL MINISTERIO DE LA SOLEDAD
Por Magdalena Reyes Puig

La soledad es la gran talladora del espíritu.
Federico García Lorca

Querido Leslie,

En la proximidad de Navidad y Año Nuevo comienzan a circular mensajes y anuncios propios de estas fechas, que invitan a hacer una pausa y reflexionar acerca de la vida que estamos llevando. No es que el tiempo para la reflexión deba ser necesariamente pautado, como quien marca en la agenda un horario para una reunión de trabajo (puedo imaginar a Diógenes el cínico ideando un “stand-up” para mofarse de esto). Pero es cierto que en éstas fechas nos vemos más propensos a evaluar las diversas circunstancias y alternativas que hacen a la búsqueda de propósito y sentido de la vida. Es que esta época impacta en nosotros en forma análoga al efecto psicológico que ejerce el crepúsculo -ese instante de “colores indefinidos” en los versos de Baudelaire- donde comulgan, desafiando toda paradoja,  la renuncia y la expectativa, la consumación y el nacimiento. 
Hace pocos días recibí un mensaje que me transportó a usted, y ya verá por qué. Se trata de un anuncio de una conocida marca de muebles en el cual se muestra a varias familias reunidas en las típicas mesas navideñas. El aviso busca mostrar cuán estrechamente conectados estamos a las redes sociales, mientras nos mantenemos fundamentalmente distanciados de nuestros afectos más cercanos, esos con los que compartimos las celebraciones más íntimas y emblemáticas.  La marea de los tiempos presentes nos arrastra en una creciente naturalización de modos vinculantes donde el otro es reducido a imágenes o palabras exánimes impresas en un dispositivo electrónico. Hace poco tiempo escuché a un semiólogo decir que para los códigos vigentes de interacción humana, los mensajes de voz en “whatsapp” son una clara expresión de intimidad. Esto me recuerda a un bellísimo poema de Charles Bukowski, The Crunch, donde alegoriza la inmensa soledad que reina en el mundo a través del pausado movimiento de las agujas de un reloj. El aturdimiento y la vorágine generados por la inmensa cantidad de estímulos que nos entretienen y retienen son el “velo de maya” que, como en El hombre de la multitud del cuento de Poe, enmascara la atribulada soledad de quien aguarda un encuentro anhelado persiguiendo los segundos que nunca pasan.  
Creo que fue Víctor Hugo quien igualó a la soledad con el infierno (¿acaso existe autor alguno que no haya ponderado acerca de las nostalgias del retraimiento?). Y la reciente creación de un novel Ministerio para combatir este flagelo sugiere que en el Reino Unido la soledad ha devenido epidemia social: nada eventual se convierte en un asunto de Estado así por así. 
Pero más allá de coyunturas políticas, me gustaría reparar ahora en una curiosidad  lingüística: mientras el idioma español cuenta con un solo vocablo, soledad, en inglés existen dos, solitude y loneliness, con significados claramente distintos. Esto le confiere una ventaja a la lengua inglesa, especialmente para dar cuenta de la naturaleza bivalente de la soledad.  Explica Hannah Arendt que mientras loneliness alude a “esa pesadilla que puede agobiarnos mientras experimentamos la sensación de abandono en medio de una multitud”,  solitude refiere a “ese silencioso diálogo conmigo mismo” tan propio de la Filosofía.
Entonces es probable que como en la homeopatía, basada en el principio similia similibus curentur (lo similar cura lo similar), la solución más eficaz para la creciente reclusión afectiva sea fomentar el goce de esa soledad que ustedes denominan solitude. Porque en el encuentro con esa voz interior que los griegos llamaban daimon,  se enciende el más hondo y claro entendimiento, ese que nos puede salvar de la loneliness para gozar de la solitude.
Ahora se me ocurre que aprovechando esta moda de inventar palabras nuevas,  podríamos crear una que refiera a esa soledad expresada en solitude (María, su mujer, sería nuestra colaboradora perfecta).  
La soledad no es como la el ébola o la viruela. No hay políticas sanitarias o vacunas que puedan combatir sus flagelos. El remedio está en el disfrute de nuestra propia compañía, porque ahí encontramos la razón y el impulso para ir al encuentro del otro, liberándolo de su propio encierro.  La soledad se padece en la superficie de lo frívolo y se cura en las profundidades de lo auténtico.


Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

PARA EMILY


Cuando desperté 
y sentí tu calor y cercanía
Besé tu pelo de miel
con lágrimas agradecidas.
Paul Simon

Querida Magdalena:
Respondo a sus reflexiones, durante una tregua que me concede mi nieta Emily, de 5 meses de edad, de quien soy babysitter. Me apresuro porque sé que las treguas son por definición breves y que los bebitos, como dice un proverbio ruso, “tarde o temprano/ lágrimas han de verter”.
La constitución del Ministerio de la Soledad, en el Reino Unido, es una de esas creaciones bizarras del británico espíritu, como conducir por la izquierda o cocinar cordero con menta. ¿Quién querría estar al frente de semejante cartera, tan mal denominada para empezar? ¿No es verdad que, con ese nombre, parece que su misión propia fuera otorgar aquello mismo que quiere combatir? Y ante esa ambigüedad, y ya que los gobiernos suelen hacer mal muchas de las cosas que se proponen, ¿quién querría ser beneficiario de sus servicios, y ser cobaya humana en un experimento no exento de riesgos? Más aún: ¿quiénes son los funcionarios expertos -y expertos en qué- que allí trabajarían? Puede usted suponer que las mismas mentes que pergeniaron el Brexit como herramienta y argumento de su toma de poder, se afanan ahora en que el Estado cure las enfermedades del alma. Hegel no se habría atrevido a tanto. Claro que él no miraba Black Mirror.
La soledad no es como una picazón en la ceja, que cuando la frotas te sientes aliviado. La soledad -a nivel nacional, como parecen constatar las autoridades- es el resultado adecuado y seguramente inevitable, de muchos años de de-construir el edificio social con los pesados y aislantes ladrillos del materialismo, el egoísmo y el consumismo, mientras se ponían todos los medios para evitar que otros seres humanos -sobre todo esos seres pequeños que se llamaban hijos-, nos solicitaran.
¿A qué me estoy refiriendo? A mi nieta Emily.
En 2017, la tasa de natalidad del Reino Unido fue la más baja de los 10 años inmediatamente anteriores. Si no fuera por la inmigración, el crecimiento de la población habría sido prácticamente nulo. Lo que sigue lo dice alguien que se casó con una inmigrante, pero el problema de la inmigración es que, en general, conforma grupos sociales con escaso contacto con la población preexistente. Y, en esa disrrupción, es muy difícil transmitir valores y compartirlos, sentirse juntos y parte de un todo. Esto que naturalmente sucede entre los padres y los hijos, es miles de veces más difícil que suceda entre una población preexistente (para peor, envejecida) y otra de inmigrantes (para peor, mayoritariamente joven). El aislamiento es mutuo, pero el sufrimiento por ese aislamiento recae sobre todo en la población más vieja.  
Lamentablemente, desde un punto de vista estructural -me refiero a la gran escala, no a casos particulares-, la soledad es una consecuencia devastadora de decisiones gravemente erróneas. Desfavorecer la creación de familia cuando biológicamente es posible, no tiene solución más tarde. Y la consecuencia es la soledad. Una soledad que ningún Ministerio -ni siquiera si es creado por la Sra. May- puede hacer desaparecer.
Lo propio de una sociedad en decadencia es que cuestiona y desalienta lo que debería ser natural, para después gastar ingentes recursos, y pagar precios exorbitantes para recrearlo artificialmente. 
Al paso que desalentamos engendrar hijos al modo natural -y en caso de error, facilitamos el aborto à la carte-, elevamos a rango de derecho artificios de fecundación espeluznantes propios de Un mundo feliz. Al punto que hoy, mientras nadie se casa ni quiere hijos, el reclamo por el derecho al matrimonio, a engendrar y a ser llamados padres, es paradójicamente distintivo de colectivos representantes de parejas naturalmente estériles, como las homosexuales.
Hace más de 25 años, visité a un gran amigo mío (hoy lo sigue siendo) que se acababa de separar y estaba sufriendo de soledad. Llevé conmigo a mi hija mayor (¡la madre de Emily!), en un carrito de bebe. Después de un par de pintas de cerveza, mi amigo miró a mi hija y tuvo una revelación. Y me dijo:“Claro: tú nunca vas a estar solo”.
Eso mismo parece decirme ahora Emily, mientras me mira y decide si me va a hacer un escándalo de llanto y lágrimas, o si me va a perdonar la vida, por esta vez: 


Abuelo, you’ll never walk alone! 


sábado, 1 de diciembre de 2018

Cartas 21 y 22, Sobre la Final de la Copa Libertadores


BOCA-RIVER
SIN LIBERTADORES NI LIBERTAD
Por Magdalena Reyes Puig


Todo cuanto sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol.

Albert Camus
Estimado Leslie,
Imagino que, como buen inglés, junto a sus lecturas predilectas debe de deleitarse también con un buen partido de balompié. No sé si porque fue inventado en Inglaterra, pero creo que es más común entre ingleses que uruguayos el saber alternar gozosamente el tiempo entre canchas de fútbol y “torres de marfil”. Siempre recuerdo un profesor de lengua inglesa, Mr. Marlow, quien aseguraba que Dios debió leer el Ulises de Joyce previo a la creación del ser humano –¡y ni aún así le salió tan bien acabado!- Mr. Marlow vestía un desgastado traje de tweed, corbata escocesa y zapatos marrones abotinados, como quien no halla sentido alguno en mudar periódicamente su vestuario. Esto, siempre y cuando no jugara Liverpool: esos días aparecía por la academia enfundado en rojo de pies a cabeza, y dedicaba sus análisis de El señor de las moscas a su Liverbird de peluche, que descollaba en su mesa de profesor con las alas enhiestas. Entre clase y clase recorría los pasillos tarareando el himno del cuadro de sus amores, y le encantaba contar que Pink Floyd había incluido en su canción Fearless un fonograma de la hinchada del Liverpool cantando You’ll never walk alone. La agudeza con que examinaba las diferentes metáforas de un libro no aplicaba para el caso de los “reds” a quienes refería indistintamente como “good fellows”, sin importar si era un hooligan o un buen samaritano. Jamás olvidaré la fascinación que me inspiraba ese apasionado profesor de inglés. Era la encarnación perfecta de esa bellísima línea de Walt Whitman: “¿Qué me contradigo? Pues, si, me contradigo. ¿Y, qué? (Soy inmenso, contengo multitudes)”.  
Mr. Marlow era también, y para mi agrado, la refutación viviente del fallo de Umberto Eco, “el fútbol es el opio del pueblo”. Mi perspectiva –¡y que Dios me perdone por tener el tupé de disentir con semejante eminencia!- es más aristotélica:  en la afición al fútbol se da la oportunidad para hacer catarsis, sublimando aquellas pasiones que la cultura nos fuerza a refrenar. Conozco una madre que, ante una inminente derrota, consolaba a sus hijos diciéndoles: “Lloren, que llorar por Nacional es sano”.  Es que para muchos –muchísimos en realidad- es la vida misma la que se juega en un partido de fútbol. 
El fútbol rescata al hincha de esa reclusión existencial a la que estamos todos irremediablemente condenados. Dijo Nietzsche que en el alma de todo ser humano habita un animal cautivo arremetiendo contra los barrotes de su jaula. Y como en la tragedia griega de antaño, en la promesa de un partido apasionante nuestro animal encuentra una ocasión para liberar emociones y purificar su alma. Por esto Galeano afirmó que el fútbol es fiesta compartida o compartido naufragio, y existen sin dar explicaciones ni pedir disculpas”.
Los insucesos acaecidos en la final Boca-River el pasado fin de semana son un síntoma evidente, no sólo de la estupidez, sino de la patología social y cultural grave -gravísima- que padece una sociedad que nos es tan cercana. Pero aunque la estupidez y la enfermedad son malas, el fútbol no lo es. Debemos evitar caer en el razonamiento falaz de identificar la violencia con el fútbol, y renunciar al entusiasmo de experimentar la vida misma jugándose en un partido de balompié. 
La sensación de inseguridad –fruto de la violencia social- está alimentando en nosotros la renuncia a la pasión por la vida. Como el animal de Nietzsche, vivimos cada vez más confinados. Rejas, cámaras y alamas se multiplican al mismo ritmo que la violencia que las justifica: como el hámster en la rueda, giramos en un frenético círculo vicioso sin salida.
Dicen que la final de la Copa Libertadores se va a jugar en un país extranjero o en un estadio sin público. Seguimos sin poder pensar y actuar con claridad: buscamos soluciones en el lugar equivocado, y nos quedamos sin poder compartir fiestas ni naufragios.
En su afán por separar al fútbol de la violencia, Galeano recurre a una imagen sugestiva: “Al pañuelo van a parar las lágrimas, pero ellas no vienen del pañuelo”.  Me gusta imaginarlo inspirándose en la imagen de aquella madre confortando a sus hijos para concebir esta espléndida metáfora. 


Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

COLOMBES



Querida Magdalena:
Algo antes de mis vacaciones en la cárcel de Reading, mi padre recibió una misión significativa del Primer Ministro de entonces. Harold Wilson había regresado a Number 10 en marzo de 1974 y, en aquellos años, al revés que en éstos, el Reino Unido luchaba por entrar en Europa. 
A mi padre le cupo el honor de coordinar varios equipos de trabajo relacionados con la educación. Por ese motivo, tuvo que instalarse en París durante varios períodos, para negociar. En esa época feliz, él y mi madre, solían tomar, cada lunes, un vuelo hasta París, donde se alojaban en el Hotel Saint-Michel. El jueves o viernes de noche, regresaban a Londres exactamente por el mismo camino.
Mi hermana y yo nos quedábamos, no sin quejarnos excedentemente, cuidando nuestra casa de Kensington, en Londres -pues ya entonces, hacía varios años que nos habíamos ido de Shirley, Southampton. Pero alguna vez teníamos el privilegio de acompañar a nuestros padres y pasar con ellos una semana en París. 
Ahora hace ya algunos años que no he vuelto por allí, pero déjeme decirle que en 1974, yo pensaba que no podía haber en el mundo nada más lindo que un atardecer de invierno, por frío que fuera, en las terrazas de las Tuileries, con el Sena corriendo hacia el Poniente, y las palomas cruzando en bandada los cielos de Francia. Está claro que mi padre había realizado un buen trabajo previo de “mitificación” de París ante su mujer y sus hijos. Con tal éxito que todos percibíamos oscuramente que, en algún punto, habíamos abandonado el sólido terreno de la sensatez: y todas las cosas que, cuando sucedían en Londres, eran dignas de crítica y hasta una vergüenza para la humanidad, si acontecían en París, se convertían en una experiencia maravillosa.
En el mes de junio, se cumplieron 50 años de la proeza británica en los Juegos de Verano de 1924. Recordará usted -pues el episodio fue ampliamente divulgado, gracias al magnífico film de Lord Puttnam, Chariots of Fire- que nuestros héroes Harold Abrahams, Eric Liddell y Douglas Lowe, obtuvieron una gloria inmensa, a costillas de los americanos -cuyos cadáveres, simbólicamente hablando, quedaron flotando en el Mar Rojo del Olvido, igual que los ejércitos del Faraón, pues nadie recuerda a los vencidos. 
Por motivos que desconozco pero que se relacionan con las tareas que mi padre desarrollaba entonces para el Gobierno, fuimos invitados a la celebración, en el estadio de Colombes (que fue la sede principal de las competiciones del 24). Se trata de un precioso estadio muy al uso de la época, con una tribuna cubierta por un voladizo sostenido por altas columnas de hierro fundido.
Mi hermana y yo pudimos saludar a los señores Abrahams y Lowe que también estaban allí. Estaban allí: no flotaban en el aire, ni parecían tener sobre sí mismos una mirada distinta de la que tenían sobre nosotros. Me impresionaron por su excedente modestia. Ellos, que existieron en la época de los mitos. Ellos, que formaban parte de nuestras leyendas. Ellos, cuyos nombres los jóvenes ingleses decíamos con veneración, como el de nuestros grandes escritores, o reyes: “… They few, they happy few, they band of brothers…”  
Cuando usted, Magdalena -en su carta, tan entretenida y que tanto agradezco-, me habla de ese episodio primitivo entre dos equipos argentinos que debían disputar la final de la Copa Libertadores de América (luego he leído más en la prensa), no puedo evitar pensar que, con independencia de la conclusión de todo esto (es decir, se suspenda o no el partido, o se dispute, y lo gane quien lo gane), dentro de muy pocos días nadie lo recordará. Pero sobre todo, lo habrán olvidado los mismos que causaron los incidentes. ¿Porqué habríamos nosotros, entonces, de seguir ocupándonos de ellos? 

El fútbol debería ser, en cambio, una usina de recuerdos felices y un espejo del esplendor que Dios ha regalado a la naturaleza humana. Para mí, ese esplendor y felicidad es haber visto a Bobby y a Jackie Charlton, o a George Best. Para usted, será su amor por el Club Nacional de Fútbol y el recuerdo de Maracaná. O lo que los ingleses sentimos en el corazón, cuando en cualquier momento de la vida escuchamos el glorioso nombre, el modesto sonido de esta voz con aire de paloma: ¡Colombes!

Cartas 69 y 70 Primavera lluviosa y Otoño soleado

PRIMAVERA LLUVIOSA EN OXFORD Por Leslie Ford, del  Trinity College , en Oxford. Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene dedos tan pequeñ...