sábado, 26 de enero de 2019

Cartas 37 y 38 Sobre la Conciencia y el Silencio

¡DEMONIOS!
Por Magdalena Reyes Puig

La conciencia es la voz del alma
William Shakespeare

Estimado Leslie,
Le confieso que disfruté mucho su última carta.  El Fedro es un texto magnífico, y su alusión a él me recordó el carácter eminentemente político de la figura de Sócrates (que siempre lleva la “voz cantante” en los diálogos platónicos).  Fue así como descubrí una asonancia –que me ha mantenido entretenida toda la semana- entre una de las obras más bellas jamás escritas sobre el amor y el escenario social y político de mi país hoy. 
Además de la magnífica exposición que Platón hace del amor –o, más bien, como fundamento de ésta- en el Fedro aparece una figura decisiva que los griegos denominaban daimon.  Ésta era para los antiguos una “voz interior” que guiaba a los humanos, llamándoles la atención cuando hablaban o actuaban en forma fraudulenta. De hecho, fue su daimon quien hizo ver a Sócrates que en el primer discurso acerca del amor había expresado lo que todos querían escuchar, incurriendo en lo que hoy llamamos “populismo” y adulterando la verdad: “Contra los dioses pecando, has conseguido ser honrado por los hombres”. Así, después de reconocer su falta de tino, Sócrates realizó su memorable segundo discurso acerca de la locura divina inspirada por el enamoramiento.  
Sócrates es el arquetipo del filósofo que no sólo se preocupa por pensar, sino también por poner en práctica sus conocimientos. En este sentido fue un auténtico “filósofo practicante”,  procurando conducirse siempre conforme a esa verdad que jamás dejó de perseguir y examinar en su apasionado amor por la sabiduría.  Y su daimon fue un orientador clave en la consecución de éste propósito. Cuenta Platón en el Critón, que esa “voz interior” le aconsejó a su maestro no eludir la condena a muerte a la que había sido sentenciado injustamente, porque “más vale sufrir una injusticia que cometerla”. 
Según Hannah Arendt, éstas son las cualidades que hacen de Sócrates un pensador y ciudadano ejemplar. Pero sería injusto creer que su virtuosismo fue un mero don heredado o conferido por obra y magia de un poder soberano. En el Fedro, Platón muestra cuánto se debatía internamente contra la incitación a seguir el llamado de lo conveniente o lo políticamente correcto.  Lo que hace de Sócrates un tipo ejemplar es que fue tan humano como nosotros.  Todos tenemos un daimon (los antiguos creían que a cada mortal le era asignado uno al nacer),  pero depende de cada uno el disponerse a escuchar el llamado de esa voz interior.  Escucharla es más difícil, claro está.  Sin embargo, aún debemos deliberar acerca de si vale la pena hacerlo.
Este 2019 es año de elecciones presidenciales aquí en Uruguay. Y ahora pienso que hacen falta más daimones rondando por ministerios, parlamentos y casas de gobierno. Porque lo que desgraciadamente cunde en el pueblo es una desconfianza y hartazgo generalizado respecto a la clase gobernante.  La desfachatez a la hora de mentir y defraudar a la gente revelan la extendida ignorancia –y negligencia- de gran parte de los políticos respecto a la responsabilidad que les concierne. La honestidad –eso que los griegos denominaban parrhesía- es una virtud notable en el recinto de lo privado,  pero más aún,  una condición sine qua non para el servicio público a la comunidad. Sin embargo, éste precepto no parece estar arraigado en la conciencia de los que deciden el presente y futuro de todos los uruguayos hoy.  Títulos falsos, uso indebido del dinero público, rechazo a los que, haciendo uso de la libertad de pensamiento, desafían la disciplina partidaria, y deferencia con Estados que a todas luces persiguen y encarcelan a discrepantes políticos, son sólo algunos de los muchos y penosos ejemplos. 
El ejercicio del poder entraña un derecho y también un deber de decir la verdad. Porque en cada manifestación de quien lo ejerce, se juega gran parte del destino de aquellos que se amparan en él.  Si Sócrates no hubiese escuchado a su daimon, Louis Lush –ese gran amigo su padre- no habría encontrado en el Fedro aquel segundo discurso sublime para redimirse y redimir a otros.  Y, por tanto, usted no hubiera gozado de la oportunidad de ver “El ladrón de bicicletas” a los doce años. Ya ve cómo su suerte gravitó, ostensiblemente,  sobre la voluntad de aquel gran pensador y ciudadano griego.   


Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

UN PASEO POR EL CAMPO
Escucho al oído la voz de alguien que habla con los ojos cerrados.
Paul Claudel

Querida Magdalena:
Después de leer su carta, a María, mi mujer, y a mí nos han entrado ganas de leer e Fedro. Ha hecho usted un magnífico trailer de ese diálogo; lógicamente, ahora queremos ver la película entera. Aunque ya casi todo ha sido dicho sobre cada frase escrita por Platón, me parece original su énfasis -llamémosle magdaleniano- en la dificultad de seguir la voz de la conciencia, el daimon, la voz interior. Sí, Sócrates quizás no fue el ciudadano perfecto, pero con seguridad no fue un robot y estaba sometido a la Ley de la Gravedad. (¿Humano, demasiado humano?). Otro gran héroe de la conciencia, nuestro caballero inglés Tomás Moro, antes de ser la mítica figura que dio lecciones de Derecho al tribunal injusto que lo acaba de condenar a muerte, pasó muchos meses sin poder dormir, presa del terror, imaginando cuáles habrían de ser las consecuencias de seguir su voz interior. (Me ruega María que le diga que no deje usted de procurarse Las últimas cartas de Moro, escritas desde su postrer prisión en la Torre de Londres - y no me atrevo a desobedecerle. Hay ediciones excelentes, también en castellano).
Volviendo a nuestro asunto, describe usted tres pasos frente a la voz interior: la escucha, la deliberación y la aceptación. Por supuesto, coincido con usted en que técnicamente, el paso más difícil es el tercero, pues implica integridad personal y virtud. Pero me atrevería a suponer que los políticos a los que usted se refiere están, sobre todo necesitados de dar el primer paso: el de la escucha. Si eso se logra, se habrá dado el gran paso.
Si los políticos uruguayos se parecieran en algo a los ingleses, deben de encarnar, en alguna medida esa nota sombría con la que un antiguo fellow de Magdalen College, definía al hombre: alguien que, por encima de todo, desea el poder. Efectivamente el Prof. Tolkien concebía el mundo como un “mundo caído” (a fallen world), congruente, en todo caso, con esa descripción de la política uruguaya que usted hace. Si, como a menudo sucede en la vida política, sus actores viven sólo para conseguir el poder o sólo para retenerlo, ese deseo, esa concupiscencia, será un ruido interior que hará difícil escuchar al daimon socrático de la conciencia y a los ciudadanos a los que es su obligación servir. 
Pero seamos optimistas. ¿Qué le diríamos a aquel político que desee con sinceridad escuchar? ¿Que hay una App para eso? Ciertamente no. Si bien lo consideramos, ¿qué es lo único realmente necesario para poder escuchar? No un iPhone más grande sino, por el contrario: el silencio
Si ha vivido usted la experiencia de un paseo por el campo -especialmente de noche-, notará que allí puede escuchar más, escuchar cosas antes insospechadas por la gran cacofonía urbana que nos aprisiona: los zumbidos de los insectos, los delgados cursos de las aguas, la brisa en los pastizales, el crujir de una rama seca, el molinete de las alas de una perdiz que levanta vuelo y, al fondo, como si fuera la música del universo, el sonido del mar.
(Juzgo no sólo inaceptable sino nocivo, en ese contexto, el uso de celulares, especialmente si incluyen cualquier tipo de auriculares. Y más especialmente aún en el caso de un político en busca de su voz interior. Pues esas máquinas lo separarían de los zumbidos, de los crujidos, de los molinetes y del mar. “De acuerdo -se me objetará- pero estará escuchando la música que le gusta”. Y responderé: sin duda, pero escuchar la música que a uno le gusta está muy lejos de considerarse un servicio público, y para eso no necesitaba venir al campo).
Hace un par de años, Robert Sarah, un cardenal africano de la Iglesia de Roma, publicó un libro -La fuerza del silencio: frente a la dictadura del ruido- que rápidamente se convirtió en un best seller internacional (y que, por supuesto, he conocido por María). Saqué de allí estas citas, que bien pueden cerrar mi respuesta a su preciosa carta de hoy: 
El silencio es ante todo la actitud positiva del que se prepara para escuchar”. 
El silencio es una de las armas más poderosas contra el mal”.
Creo que son una conveniente exhortación para el político que dejamos paseando por el campo, párrafos arriba, con el celular apagado y buscando su daimon personal entre los pastizales.

sábado, 19 de enero de 2019

Cartas 35 y 36, Oportunidad y Redención

EL PRINCIPIO DE OPORTUNIDAD
Por Magdalena Reyes Puig

¿Quién no aprovecharía la oportunidad de redimirse?
Paul Auster

Estimado Leslie,
Nunca dejo de maravillarme ante el hecho de que siempre existe una ocasión para aprender algo nuevo, todo el tiempo y a lo largo de toda la vida.  Así fue como recientemente supe de una figura jurídica particular, aplicada en el Código del Proceso Penal y conocida como “Principio de Oportunidad
El incidente que motivó este descubrimiento sucedió en la rambla de Malvín –uno de los barrios que bordean la costa del Río de la Plata en Montevideo- cuando un hombre tomó una bicicleta ajena y salió corriendo hasta tropezar y caer al suelo, momento en el que fue apresado por unos guardias costeros. El hecho generó cierta controversia cuando la fiscal, aplicando la citada figura jurídica, dispuso la inmediata liberación del eventual ladrón.  El Principio de Oportunidad se puede interponer cuando se dan ciertas condiciones, tales como delitos de poca entidad que no comprometen gravemente el interés público. En declaraciones a la prensa, fiscales y demás especialistas alegan la utilidad de este principio para descongestionar el proceso del sistema penal y poder asignar los recursos de la Justicia a la persecución de los delitos más graves. 
Desde otra perspectiva, sin embargo, el Principio de Oportunidad también puede ser concebido como un recurso que ofrece a las personas la posibilidad de retractarse y evitar, así,  la reincidencia en futuros comportamientos ofensivos. En efecto, las faltas pueden ser siempre una ocasión para el aprendizaje como lo advirtió ingeniosamente Vittorio Gassman, “El único error de Dios fue no haber dotado al hombre de dos vidas: una para ensayar y otra para actuar”.  Así, para compensar la imposibilidad de vivir dos veces, el Principio de Oportunidad nos estaría concediendo una ocasión para actuar bien, tras un ensayo malogrado o imperfecto. 
Le confieso que hay en mí una propensión irresistible a recurrir a la etimología para examinar el sentido de las palabras –esta es una tendencia que me ha inculcado Nietzsche- y rastreando el origen de la palabra “oportunidad” descubrí que alude a la idea de apertura, una puerta o abertura (portus) que nos permite salir del lugar en el que nos encontramos colocados. Por esto creo que el Principio de Oportunidad refleja una visión humanista de las condiciones que encuadran nuestro siempre perfectible comportamiento y es, así, claramente justo.  Como bien lo enseñó Aristóteles, la virtud es la racionalización de la parte irracional del alma, su domesticación. No nacemos virtuosos sino que nos vamos haciendo a través del aprendizaje y puesta en práctica de hábitos buenos.  A diferencia de Platón, Aristóteles creía que la moral –y la posibilidad de hacer el bien- no depende únicamente de la teoría, sino que requiere también de la educación que busca introducir la razón en las costumbres y prácticas humanas.  Debemos aprender que no siempre es conveniente satisfacer irreflexivamente nuestros deseos y para esto se requiere la acogida del método de ensayo y error,  la forma de aprendizaje más extendida y natural.  Por eso me gusta creer que el ladrón de bicicletas de la rambla de Malvín aprovechará el beneficio otorgado por el Principio de Oportunidad para reflexionar y comprender que robar no es precisamente el camino que conduce al bienestar y la felicidad. 
Pero igualmente entiendo el carácter harto optimista -hasta ingenuo, podría aducirse- de mi presuposición. Porque en vistas de las condiciones que hacen a nuestra realidad actual, lo más congruente sería presumir que el susodicho malhechor interpretó su inmediata liberación como una forma de “salirse con la suya” y que seguramente reincidirá en la intención de cometer otro delito.  En una sociedad aquejada por un exceso de permisividad, la oportunidad puede ser fácilmente confundida con el oportunismo arribista. El ladrón de bicicletas –se dirá, y con cierta razón- difícilmente advertirá la salida, porque es muy probable que carezca de las herramientas necesarias para reflexionar y comprender que su comportamiento no es bueno ni justo. Así,  estará condenado a ser uno más en la lista cada vez más dilatada que sigue a la pregunta formulada por Auster en el epígrafe de esta carta.  Pienso que esto es ciertamente funesto, y terriblemente injusto.  



Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

LADRI DI BICICLETTE

Casi siempre que se me ocurre algo interesante,  inmediatamente caigo en la cuenta de que Chaplin o René Clair ya la hicieron antes que yo.
Vittorio De Sica

Querida Magdalena:
¿Recuerda usted el film que da título a esta respuesta mía? En una época, era considerado un clásico del cine, pero es difícil que hoy alguien (no siendo usted) recuerde su mera existencia, en un mundo en el que, de las cinco películas más vistas en 2018,  hay cuatro de superhéroes y una de dinosaurios. Digamos brevemente su argumento. 
En la post-guerra romana a Antonio Ricci le roban la bicicleta que es esencial para realizar su trabajo de pegar carteles publicitarios en la vía pública. Después de buscarla por muchas partes, casi atrapar al ladrón y consultar adivinos estafadores, Antonio va por la calle acompañado por su hijito Bruno y, desesperado, intenta robar otra bicicleta. La cosa parece fácil pero no lo es: una multitud lo persigue y lo alcanza, y Antonio sólo se libra de ir a la cárcel por los ruegos y los llantos del pequeño Bruno. Como en muchas películas de De Sica, cuando la desesperanza emerge amenazadora y conclusiva, al final es vencida por una sutileza en la que el genial director apenas insiste: aunque todo se ha perdido, o parece perdido, padre e hijo regresan caminando juntos a casa, al atardecer.
Debo al optimismo dogmático de Louis Lush, un buen amigo de mi padre, haber visto Ladri di biciclette, a los 12 años. Esto era típico de Louis, un self made man que se había instruido a sí mismo, sin intermediación de instituciones académicas de ninguna clase. A los 20 años, se dio cuenta de que debía decidir si iba a ser una persona de provecho, o un malandrín: y decidió ser una persona honesta. Pero pensó que para eso tenía que instruirse y leer. En cuanto pudo, fue a uno de esos puestos en donde se venden libros viejos y, revolviendo en el montón, vio un libro que le llamó la atención. Y así compró el Fedro, de Platón -uno de los dos diálogos sobre el amor. ¡De día lo leía, y de noche se lo explicaba a su novia o al pequeño grupo de amigos con los que salía a comer o al cine!… (Los siguientes libros que compró por intuición fueron Un mundo feliz y El lobo estepario). 
Louis me llevó al cine, con su mujer Isabelle, consciente de mi inconveniente juventud, pero confiando en un milagro cultural como el que él mismo había vivido -o mejor, en que el futuro y la memoria me darían, con el tiempo, acceso a lo que, con toda seguridad, aquella tarde se me escaparía por completo. 
Y tuvo razón. La experiencia de ver el film fue para mí ciertamente penosa y aburrida; pero luego llevé conmigo cada fotograma a cualquier lugar adonde he ido. A lo largo de los años he sacado de allí muchas enseñanzas que considero extremadamente útiles. Pero quizás la más importante es que la película no se termina con la caída de Antonio, sino con el regreso a casa.
La vida como regreso es el argumento de nuestras vidas. Y la redención no es otra cosa que volver a casa. Ítalo Calvino ha analizado La Odisea desde esa perspectiva, enseñando las muchas veces que Homero habla de “cantar el regreso”, pero sobre todo, de “no olvidar el regreso”. Como hemos discutido aquí mismo, el Hijo Pródigo no quiere terneros asados, sino volver a casa; en una delicadísima imagen evoca solamente el pan de la casa de su padre.
Por otro lado, la vida no es una película. Pero ese hombre que no pudo robar una bicicleta en Malvín y del que ignoro casi todo, hay algo de él que no ignoro, y es que es mucho más que el acto equivocado que da motivo a su artículo.
Mi madre era una indultadora serial, al punto que no puedo recordar que jamás haya llevado a cabo ninguno de los castigos con que alguna vez nos amenazaba. Mi padre, en cambio, creía en la pedagogía del castigo. No en la posibilidad de la justicia, pero sí en la necesidad de la reparación. Y pensaba que el que se portaba mal tenía derecho a una “paternal amonestación”.
No sé en qué marco aplica el criterio de oportunidad la justicia uruguaya. Muchas supuestas doctrinas humanitarias sólo esconden la pereza social de tener que ocuparse de reformar las vidas torcidas. 
Sin embargo, puedo decirle por experiencia que, para el que ha caído, lo más importante no es el tecnicismo de la pena aplicada u omitida, sino que se camine junto a él y se lo ayude a regresar a casa al atardecer.



sábado, 12 de enero de 2019

Cartas 33 y 34, La conversación sobre el Feminismo y la Opresión

LA NIÑA SIN MIEDO
Por Magdalena Reyes Puig

Esto es lo que pasa con mis ideas: parecen hacerse más fuertes cuando yo me siento más débil.
Saul Bellow


Estimado Leslie,
Me gustaría seguir reflexionando acerca del tema abordado en nuestro último contrapunto. Imagino que conocerá a la Fearless girl,  la escultura de bronce de una niña con gesto desafiante enfrentando al colosal Toro de Wall Street, símbolo de la pujanza y el poder del dominio financiero norteamericano, mayoritariamente masculino. Inspirada en esta sugerente imagen me dispongo a compartir con usted algunos pensamientos acerca del oficio de ser mujer en el mundo de hoy. 
Como casi todo trending topic, el tema de la mujer está saturado de parcialidades ideológicas que tienden a menoscabar la relevancia de esta cuestión tan sensible como fundamental.  La arbitrariedad de la propaganda –aunque consentida democráticamente-  puede ser tan despótica como la censura dictatorial, porque ambas se sustentan en la anegación del juicio crítico en pos de la exaltación de la reacción emocional. Una prueba clarísima de esto es la consigna de que el enemigo más acérrimo de la autonomía de la mujer es la cultura patriarcal, a la cual hay que demoler, sí o sí, para liberar al sexo femenino.  Hace poco un amigo fue públicamente insultado por un par de mujeres a quienes “osó” cederles el asiento en un transporte colectivo.  Así, lo que cunde hoy es un paralelismo ramplón que equipara el abuso o acoso sexual contra la mujer con gestos tradicionalmente interpretados como de “caballerosidad”. Basta con que sea la representación de una costumbre propia de la cultura patriarcal, para que cualquier gesto sea interpretado como oprobioso o humillante - y si acaso alguna mujer no lo siente así, pues seguramente sea una sometida o pusilánime más-. Todo en la misma bolsa: la fórmula más efectiva para la funcionalidad, pero también para el atropello, la ignorancia y la iniquidad. Nada más injusto que tratar a lo diferente como igual. 
Es indudable que la mujer ha sido tradicionalmente oprimida y desestimada. Y la cultura ha tenido una fuerte incidencia en esta realidad.  Toda cultura se basa en mitos fundacionales, narraciones creadas por la imaginación humana que promueven creencias que con el tiempo se consideran verdades, configurando así lo que entendemos por realidad. Y en muchos mitos la mujer es presentada como ignorante, incauta, pecadora o culpable (basta con reparar en los símbolos de Lilit, Eva o Pandora).  Así,  no es extraño que la mujer sea percibida como débil y dependiente: la cultura es dadora de un saber que fluye por los cauces de lo inconsciente, sedimentando creencias y comportamientos que reproducimos mecánicamente. Pero aunque es indispensable examinar críticamente a la cultura, como mujeres no vamos a hacernos más fuertes ni libres quemando el Libro del Génesis o vituperando gestos de simple galantería. Porque el obstáculo más pernicioso y resistente es el que se aloja en nuestra interioridad,  debemos arremeter contra la tendencia a concebirnos como el sexo desvalido. La violencia reactiva –que es prácticamente la regla en las manifestaciones del feminismo que hace más ruido- no será jamás una expresión de fortaleza, sino un síntoma de debilidad. 
A esto refiere un artículo de Gabriel Pereyra publicado en El Observador del pasado fin de semana, que denuncia la ausencia de la educación en el amor en las proclamas del feminismo militante actual. La reflexión de Pereyra me resulta claramente convincente, aunque creo que a su argumento le falta una premisa fundamental: el recurso más sustancial con el que la mujeres podremos hacer frente al abuso es el amor a nosotras mismas. No sólo porque éste es indispensable para amar bien a los otros, sino también porque así podremos sentirnos dignas del respeto que efectivamente merecemos, y reclamarlo con el debido rigor conceptual y procedimental. Debemos reinterpretar el mito para ver en la figura de Eva un símbolo de la voluntad que hace a la fortaleza y faculta al libre albedrío. Para que la conquista de nuestra autonomía esté por fin inspirada en símbolos como la “niña sin miedo”, que se cuenta a sí misma –y al mundo entero- una historia alternativa, la de un arquetipo de mujer que en su humana vulnerabilidad encuentra esa fuerza que le permite sentirse auténticamente libre y empoderada. 




Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena


LA GRAN OPRESIÓN Y EL DÍA D


Querida Magdalena:
El debate sobre la situación de las mujeres, los arquetipos femeninos en la cultura y la tradición, el feminismo o el patriarcado, y hasta las leyes que se promulgan dentro de este arrebatado contexto, se ha convertido en un campo de batalla en el que lo único que se persigue es imponer la victoria de una ideología. Creo que define usted bien esta situación en la que se acalla “el juicio crítico en pos de la exaltación de la reacción emocional”.
Siempre que una conversación se convierte en un intercambio de gritos y golpes, y los participantes en improvisados (pero convencidos) boxeadores, pienso que habría que regresar al esquema medieval de las Quaestiones Disputatae
Imagínese usted una especie de charla TED en el siglo XIII, aunque con debate incluido. Lo más específico del método era la obligación que tenía el conferenciante de empezar su exposición atacando, del modo más serio posible, la tesis que él mismo había venido a defender. Era una manera de asegurarse de que habría diálogo y esfuerzo por entender, y no sólo activismo radical. (Un ejemplo famoso de esta metodología: al comenzar las famosas 5 Vías con las que se propone demostrar racionalmente la existencia de Dios, Tomás de Aquino afirma: Videtur quod Deus non sitParece que Dios no existe. ¡Eso es ponerse del otro lado y escuchar al adversario!)
Si entráramos en los debates y las discusiones con el ánimo de escuchar y meditar los argumentos ajenos, se seguirían grandes ventajas para todos. La más básica sería conocer que lo que nos separa de los que piensan distinto no es “todo”, sino simplemente “algo concreto”. Y que, si profundizamos en ese “algo”, a menudo sucede esta revelación: que nuestro desacuerdo es sólo aparente o que subsiste sólo parcialmente y bajo muy determinadas condiciones.
Más allá de la metodología del diálogo, su artículo me sugiere el siguiente comentario.
Dice usted: “Es indudable que la mujer ha sido tradicionalmente oprimida y desestimada”. Estoy de acuerdo. Es más: esa situación perdura hasta hoy y es inaceptable. Pero hay maneras más acertadas y realistas de decirlo, sin quitarle un ápice de gravedad o de compromiso.
El modo de decirlo no es irrelevante porque, en el discurso feminista radical, la mujer y el varón son arquetipos absolutos: la mujer-víctima es la buena de la película; el varón-victimario, el malo. Entre la heroína y el malo no hay posible compromiso. Esta corriente de pensamiento se llama técnicamente Maniqueísmo. Y es la lucha de clases llevada a un nivel aún más profundo. La mujer y el varón dejan de ser el mayor signo visible de comunión en el cosmos, para convertirse en enemigos. Y de esta manera se asume una visión pesimista, oscura y contradictoria de la creación.
Por eso, propongo cuidadosamente evitar los enunciados absolutos, esa forma manipuladora de hablar de “la mujer”. Por el contrario, referirnos a las mujeres reales, nos llevará a advertir realidades que el discurso feminista radical de la Gran Opresión tiende a ocultar. Sobre todo, a admitir sin complejos y con alegría la mutua dependencia entre varones y mujeres. ¿Cuál es el problema en reconocer que somos mutuamente interdependientes y necesitados unos de otros? 
Desde la perspectiva de lo que hoy, en esta página, consideramos juntos, “la mujer” no ha sido sólo ni principalmente objeto de la violencia machista, sino sobre todo del amor y la veneración de la contraparte masculina del universo. Los varones han pagado gustosos, en moneda dura, los costos de ese amor y de esa veneración.
Por citar un único episodio: entre los casi 10.000 soldados que murieron el 6 de junio de 1944 en el desembarco aliado en Normandía, no hubo ¡ni una sola mujer! Quizás el hecho encierre algún significado.
Es bueno que lo recordemos: el tan vilipendiado patriarcado no sólo es una sumatoria de bestias, abusadores y opresores, sino que ha producido también evolutivamente un ADN de generosidad  individual y colectiva en favor de la promoción y protección de las mujeres.

Por eso, le ruego que si algún día nos encontramos en el transporte público de Montevideo, me permita usted, sin enojarse, que le ceda el asiento. Me dará así una inmensa alegría.

sábado, 5 de enero de 2019

Cartas 31 y 32, Lavar los Platos, el Matriarcado y las Costumbres

LAVAR LOS PLATOS - WASHING THE DISHES
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford.

Dr. Ian Malcolm: 
Dios crea a los dinosaurios. Dios destruye a los dinosaurios. Dios crea al hombre. El hombre destruye a Dios. El hombre crea a los dinosaurios... 
Dra. Ellie Sattler: 
Los dinosaurios se comen al hombre: la mujer hereda la Tierra.
Parque Jurásico, 1993.

Querida Magdalena:
Terminaba usted su última carta expresando el deseo de pensar más. Yo, por mi parte, le robaba a Aristóteles la idea de una revelación -aunque luego una colega suya del All Souls College, que tiene la amabilidad de seguir nuestro intercambio, me ha dicho que mi manera de citar a Aristóteles es, cuanto menos, vaudevillian.
En fin, nunca creí que su deseo y el mío iban a coincidir tan tempranamente, pero así ha sido, debido en parte a las actividades propias del 1º de enero. No me he detenido a pensarlo mucho -y espero que ningún fellow del All Souls me lo eche en cara-, pero me atrevo a aventurar que la mayoría de los maridos pertenecientes a la familia académica, dedica gran parte del primer día del año a lavar los platos. (Y si no es así, al menos no estoy citando impropiamente a Aristóteles, lo cual convierte mi pecado en remisible. Si durante ese tiempo, además, algunas esposas duermen la siesta, es algo que dejaremos para otro análisis).
Lavar los platos. El volumen de platos sucios que puede llegar a acumularse en una comida de Fin de Año es algo que escapa a mi capacidad de comprensión, así que lo dejo a un lado, como cosa que requiere una inteligencia superior a la que me ha sido concedida por el Creador. Lo realmente significativo es que, en mi caso, cada una de esas piezas -los platos de sitio y los correspondientes a cada etapa de la comida: la entrada, el principal y los postres; las copas, los cubiertos y los vasos- forma parte de un juego de Christofle y de Barratt's que está en mi familia desde finales del siglo XIX. Cada cosita hay que trabajarla individualmente: no hay economías de escala. Y, con movimientos suficientemente reposados, hay que asegurarse de que nada se romperá, y que las maletas de madera laqueada donde todo se guarda llegarán vivas hasta la siguiente generación.
Enfrentado a una tarea así, un Bibliotecario inglés, tiende a rebelarse interiormente contra su destino. Quizás piense por un momento que, de haber nacido un par de generaciones atrás, no estaría ahora realizando actividades tan típicamente femeninas. Podemos suponer incluso que, haciendo un exceso, le eche de pasada una maldición a Simone de Beauvoir y a las feministas de todas las tendencias. 
Pero, si juzgo por mi experiencia de hoy, esos enojos duran poco. No lo sé: será algo en la esponja y en el detergente, algo en el agua tibia y en la espuma, pero a los pocos minutos, me encontraba yo atareado, pero no rabioso. Y -esto es lo esencial-, me encontraba yo pensando.
El contenido de mis pensamientos no es tan importante como el hecho mismo de pensar. Porque un pensamiento puede ser decepcionante, pero pensar es un acto que siempre vale la pena.
Lavar los `platos es como correr una maratón. El cuerpo y el alma se combinan para un ejercicio que parece meramente mecánico, pero los beneficios son también espirituales. Mientras el cuerpo hace lo suyo y se acomoda al ritmo de la tarea, a la mente se le ofrece un momento de claridad y sosiego. Y el Bibliotecario empieza a disfrutar del chorro de agua clara que enjuaga y salpica, del orden que se restablece, de la progresiva facilidad con que realiza los movimientos. Y hasta le hace gracia observar una cucaracha que ha muerto, patas para arriba, seguramente a consecuencia de haber sobrepasado los límites de ingestión de alcohol que recomienda el Gobierno. 
¡Qué maravillosas son -pensaba esta tarde- las tareas domésticas! Una cama tendida, una comida rica, la ropa bien planchada, producen directamente el bienestar de toda la familia… Pero si propongo elevar -como sugería Kant-, mi propia experiencia a regla de conducta universal, debería afirmar que este tipo de trabajos hace sobre todo feliz al que los realiza. Cuando se nos admite a lavar los platos, se nos da también la seguridad de estar en el mejor sitio y haciendo lo mejor que podíamos hacer por aquellos que amamos: ponernos a su servicio.
Pienso que el funesto Matriarcado en el que hemos vivido, nos ha privado generalmente a los hombres de un más frecuente acceso a estas tareas. Las mujeres se han reservado en exclusiva estos valiosos momentos de reflexión y beneficencia. Y de este modo han asegurado su dominio y superioridad sobre nosotros a través de los siglos.


Respuesta de Magdalena Reyes Puig a Leslie Ford


LAS BUENAS COSTUMBRES

Las costumbres hacen las leyes, las mujeres hacen las costumbres; las mujeres, pues, hacen las leyes.
Montesquieu



Estimado Leslie,

¡Veo que este nuevo año ha insuflado en usted aires auténticamente progresistas! No tanto por haberse encargado de lavar la ingente cantidad de platos sucios que corona la celebración del Año Nuevo (aunque la inusitada imagen de un bibliotecario inglés enjabonando un juego de loza Christofle bien podría inspirar en Woody Allen un guion cinematográfico entero), sino más bien por los pensamientos que brotaron de su mente mientras realizaba esta tarea. 
Como reza la máxima latina, Solvitur ambulando (“lo puedes resolver caminando”), muchos filósofos concibieron sus más grandes ideas mientras caminaban: Aristóteles y Nietzsche, al igual que Kant, Rousseau, Thoreau, y hasta el mismísimo Steve Jobs, conquistaron la mayor claridad intelectual a través del ejercicio mancomunado del cuerpo y el alma. Sin embargo, le confieso que hasta ahora no había sabido de nadie que hubiese alumbrado algún pensamiento significativo lavando platos enchastrados. 
Mientras leía su carta recordé mi época de estudiante en la Facultad de Humanidades.  En ese entonces era aún bastante raro que una mujer eligiera a la Filosofía como profesión, y no faltaron ocasiones en las cuales alguna conciencia recelosa se empeñara en hacerme sentir esa aparente inadecuación. La condición indispensable para ser filósofa era la renuncia a cualquier tarea abocada al cuidado o servicio de un otro que obstaculizara la entrega total a la contemplación profunda y desinteresada. 
Pero mi problema entonces era que, siendo una joven estudiante de filosofía, estaba ya no sólo enamorada, sino también segura de mi aspiración a vivir la experiencia de la maternidad.  Le mentiría si le dijera que no me cuestioné acerca de aquella incompatibilidad que descubrí instalada no sólo fuera –en la cultura- sino dentro de mi, como un prejuicio que me impedía congeniar mi deseo de ser mujer-madre con el de ser mujer-filósofa.  
Pocas cosas me resultan tan desafiantes como el combate contra un prejuicio introyectado. Y en la batalla por la superación de aquella incompatibilidad internalizada entendí que esa libertad que tan caro nos ha costado históricamente a las mujeres se conquista, fundamentalmente y antes que nada, en nuestro fuero más interno.  Pienso que gracias a ésta revelación pude obtener mi título de grado sin dejar de lavar platos, preparar mamaderas y cambiar pañales.
No se puede negar la incidencia de las condiciones externas: como bien dice Ortega y Gasset, “Yo soy yo y mi circunstancia”, y es claro que los obstáculos en mi camino hacia la licenciatura fueron “pan comido” en comparación con los que hubiera que tenido que enfrentar mi abuela hace 100 años en caso de haber deseado estudiar Filosofía.  Sin embargo, siempre tenemos a Hiparquía, quien en el siglo III AC consagró su vida a la filosofía formando parte de la escuela cínica junto a Crates, su marido y filósofo.  Ella representa un testimonio, entre otros tantos más, de que el patriarcado más virulento es el que llevamos dentro, y que la cultura se transforma a partir de los cambios internos, traducidos en actitudes y comportamientos que evidencian el carácter arbitrario de aquellas creencias tan alienantes como falaces.  
Sin embargo, no puedo concordar con usted cuando afirma que las mujeres nos hemos reservado el derecho exclusivo a las tareas domésticas con el objetivo de acceder a esos momentos de reflexión como el que gozó usted mismo mientras lavaba su loza Christofle. No porque las labores hogareñas no sean comparables a las caminatas de Kant o Jobs: ¡claro que que pueden serlo! Pero solo si son realizadas con la conciencia de que pueden ser compatibles con otras formas de expresión vital: que son valiosas porque no son excluyentes, ya que, como mujeres, hoy podemos optar por dormir la siesta porque nuestro marido, padre, hijo o vecino, puede lavar los platos sucios de la comida de Año Nuevo. 


Algunos podrán decir que su conclusión encubre un prejuicio típicamente patriarcal, yo prefiero creer que es usted un tipo inteligente, que ha sabido rodearse de mujeres de buenas costumbres. 



Cartas 69 y 70 Primavera lluviosa y Otoño soleado

PRIMAVERA LLUVIOSA EN OXFORD Por Leslie Ford, del  Trinity College , en Oxford. Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene dedos tan pequeñ...