sábado, 23 de marzo de 2019

Cartas 53 y 54 Snape, Rickman, Frida

EL PRÍNCIPE MESTIZO
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford

Querida Magdalena,
Como muchos de mi generación, yo también fui un mecanógrafo competente, pero el verdadero secreto de mi éxito era la fabulosa IBM Selectric que había en casa, cuyos caracteres no estaban en las teclas sino en una bola de plomo giratoria que podía cambiarse fácilmente. Y eso permitía que en un mismo documento pudieran usarse diversas tipografías. Con mi hermana Priscilla, que en esto era mi socia, descremábamos (como suele decirse) el mercado, y nos ganábamos el pan bastante bien.
Hacia 1975, nuestros clientes soñados eran unos jóvenes de la Royal Academy of Dramatic Art que nos encargaron copiar La Gaviota de Chéjov, para sus ensayos en el Royal Court Theatre, en Chelsea. A menudo perdían las copias, o algunas hojas, o introducían variantes en el texto. Y eso significaba más trabajo y más dinero para Priscilla y para mí. 
Priscilla era la encargada de llevar (y cobrar) las copias nuevas. Sólo una vez me tocó ir a mí. Cuando esa vez me abrieron, no apareció ninguna actriz de deslumbrante belleza (como yo secretamente esperaba), sino un actor de sexo masculino y nariz prominente, al que parecía costarle particularmente articular las palabras. Cuando le di las copias, él me vació en los bolsillos de la chaqueta una pequeña bolsa con más pennies que pounds y, al oir el tintineo que hacían las monedas, intentó declamar esta línea de Chéjov que yo conocía de haberla mecanografiado un rato antes: “¿Porqué escucho esa nota de tristeza?”. Luego desapareció.
Estos hechos se relacionan íntimamente con otros acaecidos 40 años después, en diciembre de 2016 cuando, en el contexto de un boeuf bourguignon dominical, fui desafiado por mi mujer y mis hijos a leer los 7 libros de Harry Potter.
¡Harry Potter a mí, Bibliotecario Inglés de la Vieja Escuela! 
Aunque ajeno, como lector, a esa nueva mitología, como padre siempre había estado muy agradecido a J.K. Rowling por haber sanado a muchos de mi prole de su (hasta entonces incurable) analfabetismo. Y creo que eso pasó en millones y millones de familias en todo el mundo. La Sra. Rowling puso a una generación entera a leer. Y no hay palabras suficientes para hacer justicia a ese hecho tan valioso. 
En mi casa, en Oxford, por obra de Harry Potter, mis hijos varones que, como los bovinos de Salustio, vivían inclinados sobre el césped de los campos de fútbol, súbitamente se vieron transformados en sofisticados críticos literarios que intercambiaban elevados conceptos sobre la estructura narrativa de la saga, o los valores que encarnaban Albus Dumbledore, Hermione Granger y Lily Evans Potter. Cuando a veces leo en la prensa los millones que esta señora tiene (o deja de tener, pues entiendo que es muy generosa con sus donaciones) siempre pienso lo mismo: se los merece.
Sin embargo, cuando, asumiendo el desafío familiar, yo mismo me convertí en lector, no lo hice inicialmente -¡oh, viejo Bibliotecario lleno de resentimiento!- de corazón, sino buscando (y encontrando) las previsibles debilidades narrativas que cualquier obra escrita suele esconder. Pero, con el correr de la lectura, el genio de Rowling también me venció a mí: las armas cayeron de mis manos y, por decirlo brevemente, ¡el libro me encantó! Como un niño de 11 años recién llegado al colegio, caí en todas las trampas que se me tendieron y juré mi amor eterno a cada uno de los inolvidables personajes. Pero, por encima de todo, admiré la maestría con la que la autora construye el de Severus Snape,  el Príncipe Mestizo, cuya abnegación y amor son casi mayores que los del propio Harry.
Un detalle patético: al terminar el último libro, para paliar la subsiguiente abstinencia, programé en solitario una maratón de todas las películas de Potter. Cuál no fue mi sorpresa al caer en la cuenta de que el actor que daba vida a Snape, no era otro que aquel joven de nariz prominente que un día me atendió en la salida de artistas del Royal Court Theatre, en Chelsea. Y cuán amargamente lloré, cuando uní los puntos y recordé que Alan Rickman había muerto dos años antes. 
Sin Severus y sin Rickman, 2018 se presentaba francamente cuesta arriba. Como si en el fondo de mi alma estuviera a punto de borrarse aquella línea que había mecanografiado una vez: 
-“¿Porqué escucho esa nota de tristeza?”.



Respuesta de Magdalena Reyes a Leslie Ford

FRIDA
Lo que existe fuera de ti es una proyección
de lo que existe en tu interior.
Haruki Murakami

Estimado Leslie,
Comparto con usted el sentimiento de inmensa gratitud a J.K. Rowling, quien ha enseñado también a mis hijos la experiencia gozosa de enamorarse de un libro.  Sin embargo, debo confesarle que en mi caso, no he leído a Harry Potter. Pero no por ningún prejuicio intelectualista, sino porque por “deformación profesional” me veo generalmente animada por una obstinada tendencia a dirigirme a la sección de “Ensayo” antes que a la de “Ficción” cada vez que visito una librería.  Y debido a que el tiempo –¡y la economía!- ponen límites a nuestras posibilidades de leer y comprar libros,  las novelas generalmente ocupan el banco de suplentes en mi wish list de lecturas pendientes. 
Su carta me recordó una expresión de Nietzsche que, justamente, desafía mi inclinación al rigor intelectual promovido por la Filosofía: “Tenemos arte para no morir a causa de la verdad”.  Como filósofo, Nietzsche ponderó el valor del arte para revelar la naturaleza metafórica del mundo que, por nuestro afán de certezas, tendemos a reducir mediante leyes, conceptos y categorías fijas. Por esto, Nietzsche hizo un llamamiento a recuperar la inocencia encarnada en el niño que juega, creando y recreando nuevas formas de interpretar la existencia.  Los niños no mueren “a causa de la verdad”.  Ellos deambulan por lares alejados de las clasificaciones y nociones inequívocas y, entonces, una escoba bien puede ser un instrumento útil para barrer, así como un caballo para montar o un objeto mágico para salir a volar.  
Exclusiva de los adultos es, en cambio, la tendencia a adoptar y adherir a credos que descartan interpretaciones o perspectivas alternativas. Y si bien es cierto que las certezas proporcionan seguridad, ellas pueden ser también causa de desaliento y ansiedad.  Morimos de verdad cuando nuestras convicciones se convierten en cárceles interiores que impiden una comprensión más íntegra y justa de los hechos, personas o circunstancias que nos rodean. Morimos de verdad cuando no podemos dejar de tocar esa nota de tristeza que alimenta la desesperanza. No es que los niños no la toquen jamás–ellos también conocen la tristeza, claro está- pero su inocencia les concede la libertad para recrear la realidad y superar la pena que los embarga: pongamos una escoba en las manos de una mujer desmoralizada y se pondrá a barrer con el gusano del resentimiento royéndole las entrañas, démosle esa misma escoba a una niña sin pena ni culpa, y hará del barrer un juego en el que ella es la heroína que limpia al mundo de la escoria que lo arruina.
Así, luego de leer su carta, inferí que quien la escribió es el niño que pervive en usted y que, gracias al arte de Rowling, pudo conquistar al adulto que presume que leer Harry Potter no es propio de un letrado Bibliotecario Inglés.  
Debemos escuchar más al niño que persiste en cada uno de nosotros. Y coincido con Nietzsche en que el arte es el medio por excelencia para propiciar ese reencuentro. Porque como dijo Goethe al escuchar la música de Paganini: hay en el arte –en el artista- un “poder misterioso, que todos sienten y que ningún filósofo explica”. 
Sí, es fascinante la Filosofía. Pero basta con ser atrapado por un personaje o una historia imaginados por el genio de un gran artista, para saber que ningún poder como el del arte para desanudar memorias pretéritas que nos conectan que con el niño que fuimos. 
De niña solía conversar con los gatos vagabundos que me visitaban en el fondo de mi casa.  Pero el tiempo trajo perros a mi jardín, y sumergió aquel hábito en el piélago de los recuerdos más y más inverosímiles. Hasta que, contra la costumbre y por fortuna, me vi un día hurgando en el anaquel de “Ficción”, donde fui inefablemente cautivada por Kafka en la orilla. En sus páginas, Murakami me presentó a Nakata, un anciano que había perdido la memoria ganándose, a cambio, el don de dialogar con los gatos. No le sabría decir exactamente cómo fue ni que pasó, pero poco tiempo después apareció Frida, una bellísima gata siamesa, en mi vida. Con ella dialogo todos los días como lo hacía con los gatos callejeros cuando era niña. Ya le contaré más de ella, pero créame cuando le digo que en Frida se confirma la célebre sentencia de Hippolyte Taine: “He estudiado muchos filósofos y muchos gatos. La sabiduría de los gatos es infinitamente superior”. 

   

sábado, 16 de marzo de 2019

Cartas 51 y 52 Las distopías y los pasteles de nata

HOMO ETHICUS
Por Magdalena Reyes Puig

Las espinas que recojo son del árbol
que yo mismo planté
Lord Byron

Estimado Leslie,
Siempre me resultaron interesantes las obras que retratan sociedades distópicas, tales como Un mundo feliz de Huxley,  El Proceso de Kafka o 1984 de Orwell.  En ellas podemos encontrar intuiciones acerca de los aspectos más endebles de nuestra naturaleza humana,  vedados a la conciencia para salvaguardar una concepción optimista y benevolente de nosotros mismos.  Existir ya es lo suficientemente arduo como para sumarle complicaciones: “La vida sería insoportable si tuviéramos plena conciencia de ella”, aseguró Pessoa.  Y es verdad. Por eso las distopías son tan resistidas: ellas nos arrancan de nuestra zona de confort donde es relativamente fácil “ver la paja en el ojo ajeno”, forzándonos a advertir “la viga” en el nuestro.  
La naranja mecánica, escrita por Anthony Burgess y adaptada por Stanley Kubrick en la película homónima, es una de las tantas célebres distopías.  En ella, Burgess propone una mirada crítica a las técnicas de manipulación del comportamiento humano, basadas en el modelo de condicionamiento clásico (que buscan transformar la conducta ultra-violenta de Alex, el joven protagonista). Su argumento –encarnado en el capellán de la prisión donde Alex es arrestado- es que así se despoja al ser humano de su libre albedrío: “El hombre que no puede elegir ha perdido la condición humana”,  reclama el sacerdote al ver como programan el comportamiento de su pupilo, tal como si fuera una máquina. 
La naranja mecánica examina el papel decisivo que la elección moral cumple en la vida del ser humano.  Junto a las clásicas concepciones de animal racional y social, se sugiere la de animal ético, obligado a elegir entre el bien y el mal.  
“Ética” proviene del vocablo griego Ethos (morada), que Aristóteles definió como el sitio donde el hombre se refugia para reflexionar y rumiar sus intenciones. El Ethos es la fuente de donde se nutren la voluntad y la conciencia -el yo más íntimo- y, como tal, es propiedad exclusiva de la especie humana. Como animales éticos, transitamos la vida bajo el sino de un extraordinario compromiso: evaluar el bien y el mal para fundar la tabla de valores que guiará nuestras decisiones, desde la más trascendente a la más trivial. Esto, si no queremos incurrir en la actitud que Sartre denominó de mala fe y que denota la negativa a asumir la responsabilidad de elegir qué o quién queremos ser.
Actuamos de mala fe cuando nos autoengañamos, afirmando que no podemos dejar de ser lo que somos o hacer lo que hacemos,  y responsabilizando a alguien o algo externo a nosotros (la sociedad, el sistema o la circunstancia) por nuestro destino. Dice Sartre que esta forma de autoengaño es un recurso habitual para hacer más llevadera la vida, especialmente cuando nos sentimos descontentos o insatisfechos con nosotros mismos.  Porque es más fácil ver al “opresor” externo (como la paja en el ojo ajeno), que auscultar nuestro yo más íntimo y reconocer en él las cadenas que nos sujetan a esa circunstancia que tanto lamentamos.  
Eleanor Roosevelt comprendió que no hay libertad sin responsabilidad y que “para la persona que no quiere llevar su propio peso, esta es una perspectiva aterradora”. 
“Entonces, ¿qué hemos de elegir? ¿El peso o la levedad”, pregunta Kundera en el prólogo de La insoportable levedad del ser.  Quizás un poco de ambas. Porque en la levedad podemos vivenciar esa despreocupación que hace a la vida más llevadera. Pero sólo a través del peso –que pone a prueba a nuestra fortaleza espiritual-   podemos gozar de una libertad auténtica. El resto es libertinaje o licencia insustancial. 
En el último capítulo de La naranja mecánica, imbuido en un sentimiento de insatisfacción consigo mismo, Alex experimenta lo que los griegos llamaron metanoia: una profunda transformación interna que lo lleva a distinguir y elegir el bien por voluntad propia. Este capítulo fue suprimido en la primera versión estadounidense del libro (lo mismo que en la película de Kubrick), bajo pretexto de que no resultaría “convincente” para el público objetivo…
¡Cuánta razón tuvo Camus cuando afirmó que el hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es!  Pero incluso así, estamos valorando, y estamos eligiendo.  

   


Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

¿EL HORROR, EL HORROR?

Querida Magdalena:
Los portugueses, con sus fados y sus saudades, se han ganado una merecida fama de melancólicos. Pero la afirmación de Pessoa de que “la vida sería insoportable si tuviéramos plena conciencia de ella”, no es melancolía sino pesimismo. Y no hay pruebas para pensar que el pesimismo sea algo más que un estado de ánimo, ni que Pessoa aquí tenga razón.
Una conclusión aceptable es aquella que se deriva de premisas o hechos conocidos. El conocimiento avanza, de lo conocido a lo desconocido: C (que no conozco) puede inferirse de A y B, sólo si A y B son ya evidentes. Un razonamiento en el cual no hay premisas conocidas puede ser tan emocionante como poco conclusivo. 
Pero precisamente Pessoa empieza admitiendo que no somos plenamente consciente de la vida, es decir, que de algún modo la desconocemos. Por lo tanto, cualquier conclusión propuesta -por ejemplo: que la plena conciencia de la vida sea insoportable- es inadmisible y no se infiere necesariamente de las premisas. Podía haber dicho: “Si fuéramos plenamente conscientes, la vida sería como unos Pastéis de Belém”. Y la conclusión tendría la misma fuerza lógica: ninguna. (Digamos en su descargo que, en términos aristotélicos, la fuerza de Pessoa no es la Lógica sino la Poética, lo que parecería indicar que, en el fondo, preferiría los pasteles de crema al pesimismo).
En cualquier caso hay que tener cuidado de ceder al facilismo de sustituir la verdad (que debe seguir los arduos caminos del razonamiento, la contemplación o la prueba), por un estado de ánimo al que no se le exigen mayores requisitos. Esta sustitución es quizás más fácil de darse en la ficción pues, aunque al final también construye o deconstruye la verdad, lo hace más mostrándola que demostrándola. 
En La Naranja Mecánica, como en muchas de las distopías al uso -y usted lo señala con acierto- la exploración del mal sería un ejercicio intelectual que nos sacude precisamente por que nos saca de la zona de confort. Hoy está de moda urgar en el Lado Oscuro: ¿qué nos enseña el mal sobre nosotros mismos?
Tengo la impresión de que en muchos casos, ese ejercicio ha dejado de ser tal para convertirse, primero en un hábito y luego en un a priori, a saber, que la realidad sólo puede conocerse a través del mal -y su producto natural, que es la violencia. O en el caso de la ficción: sólo el mal es entretenido y, por consiguiente, no hay nada más aburrido que el bien y la virtud. Cuando esto sucede, ya no estamos ante un método ocasional con criterios de utilidad, sino ante un parti pris filosófico con todo el andamiaje de una cosmovisión. 
Tolstoi empezaba Ana Karenina diciendo: Todas las familias dichosas se parecen entre sí, del mismo modo que todas las infelices tienen rasgos comunes peculiares. Una parte significativa de la ficción actual ha olvidado por completo la primera parte de esa oración y se ha quedado solamente con la segunda: el Lado Oscuro es lo que somos. Cualquier signo de bondad será denunciado como una ingenuidad inaceptable. 
Debería yo también cuidarme de absolutizar lo que seguramente es sólo una corriente entre muchas de las que componen este mosaico contradictorio de la post-modernidad. Pues, si bien es verdad que hay una Tendencia Breaking Bad (la historia, en 5 temporadas y 62 episodios, de un hombre que se arrepiente de ser bueno y paga por ello un precio incalculable), también es cierto que, no hace mucho tiempo, alguien de esta generación compuso Imagine o filmó Cinema Paradiso. La verdad siempre sale al paso de los absolutismos -también de los míos.
Hablando de películas, hacia 1980 fui muchas veces al cine a ver Apocalypse Now!, la adaptación que hizo Francis Coppola del Corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Como todos, quedé impresionado por aquella exclamación final de Kurtz (Marlon Brando): ¡El horror, el horror! Un juicio, no sólo de Kurtz sobre sí mismo, sino de Conrad sobre la naturaleza humana. Pero, como le decía al principio, siento que me alejo cada vez más de esa fascinación conradiana por la violencia y el mal. A medida que pasa el tiempo, imagino más la vida como unos ricos Pastéis de Belém, que podemos comer leyendo al bueno de Pessoa -porque sin pastelillos y sin poesía la vida sería insoportable.

sábado, 9 de marzo de 2019

Cartas 49 y 50 Desde las respectivas cocinas

CON MUCHA MANTECA Y MUCHO QUESO
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford

Querida Magdalena,
Nuestra discusión de la semana pasada, me dejó un sabor amargo en la boca. La apología del café sin azúcar que usted acometió en su columna, y el hecho de que mi mujer se adscribiera a las tesis allí expuestas, me hicieron comprender los límites y posibilidades de la ironía, tanto en las discusiones filosóficas como en la vida conyugal.
 Luego, además, me quedé pensando hasta qué punto, no sólo el café, sino la comida en general, la gastronomía y la cocina, han pasado a formar parte de nuestra cultura. Y cómo, donde antes un bibliotecario como yo citaba a Homero y una profesora como usted citaba a Nietzche, hoy se ve normal hablar de los huevos revueltos de Gordon Ramsay o del puré de patatas de Joël Robuchon (este último, sin lugar a dudas, el mejor que yo he probado).
Como muchos varones de mi generación, me he liberado yo también del corset en el que me tenía aherrojado el Matriarcado Dominante, y me he permitido entrar en la cocina donde paso -casi siempre en buena compañía familiar- momentos de enorme felicidad cocinando esto o aquello, e incluso lavando los platos. No deseo aburrirla con detalles no solicitados pero creo que, después de muchos años de hacer el ridículo y cosechar vergonzosas derrotas, he llegado sobre todo a ser un panadero razonable. Juzgo que mi pan de fermento (con levain de centeno),  es, asintóticamente, aquello con lo que se sueña cuando, en momentos de inocencia, se cierra los ojos y se piensa en la palabra pan. Es decir: el plato principal entorno al que puede construirse cualquier comida, y sin el cual no puede construirse ninguna.
El contacto continuado con el pan desarrolla en los panaderos -y me apresuro a decirle que, al igual que en la Filosofía, no existe la categoría de panadero amateur- una particular conciencia del enorme valor de lo simple y de lo austero. Haciendo pan se comprende que con un poco de harina, agua y sal -en la leyenda del profeta Eliseo se menciona también un poco de aceite- se pueden hacer milagros. Y que es muy poco lo que de verdad se requiere para poder vivir. 
Un panadero, por deformación profesional, se rebela siempre un poco en su interior contra esa gourmetización de la vida que es tan característica de estos tiempos. Intuye o sospecha que -tanto en sentido literal como metafórico- estamos comiendo demasiado. Y demasiada crème brûlée.
Esta intuición debe entenderse dentro de las siguientes claves interpretativas:
Por un lado, recordar aquello que famosamente dijo el Tío Luis -el más joven de los tíos de mi mujer. Era de hecho un niño cuando su hermana mayor, recién casada, lo invitó un día a comer a su casa. Cuando volvió, estaba entusiasmado: la comida había sido fabulosa. Interrogado al respecto, confesó que le habían servido unos fideos con manteca y queso rallado.  Y, al observar la cara de decepción de sus oyentes, añadió: “¡Pero con mucha manteca y mucho queso!”
La segunda defensa de la austeridad se la hace Julia Roberts a Cameron Díaz en La boda de mi mejor amigo, cuando le hace ver lo que, por otra parte, es evidente:
“Bien: estás en un elegante restaurante francés, ordenas crème brûlée para el postre. Es hermoso, es dulce, es irritantemente perfecto… De repente, te das cuenta de que no quieres crème brûlée”.
Efectivamente, Julia hace explícito lo que decíamos el sábado pasado sobre el aroma del café: cuando algo es irritantemente perfecto, pues bien: eso es una señal de alarma. 
No podemos vivir la vida en clave gourmet. No quiero decir que no debamos vivir la vida en clave gourmet; sino que es imposible vivir así la vida. Si comemos crème brûlée con demasiada frecuencia, notaremos que, antes o después, el encanto se deshace, la ilusión de su falsa perfección irritante se desvanece, y la crème brûlée se convierte ante nuestros ojos en algo menos que un honrado plato de  fideos. Y digo algo menos porque habremos perdido incluso la capacidad de entusiasmarnos con ocasionales dobles raciones de queso y de manteca. 
Contra eso me impongo, siempre y con frecuencia, el regreso al pan. 
En la escuela del pan -esa cosa tan humilde y tan extraordinaria- practico una suerte de de-gourmetización detox, en caso de que, advertida o inadvertidamente -tanto en sentido literal como metafórico- haya estado comiendo demasiado. O demasiada crème brûlée.

Respuesta de Magdalena Reyes a Leslie Ford

LA MUJER EN LA COCINA DEL PODER

Estimado Leslie,
Jamás pensé que conocería a alguien que igualara a mi padre en la ferviente profesión de culto al alimento primordial.  En efecto, mi padre manifiesta siempre  una obstinada resistencia a sentarse a comer si falta pan en la mesa, porque dice que sin éste hasta el más opíparo banquete es sencillamente insípido.  
La afición de mi padre no es, sin embargo,  exactamente igual a la suya, que incluye el arte de amasar la harina con agua y sal.  Aparentemente, él no pudo desatar los nudos del corset del Matriarcado Dominante y su propensión es, así, menos ambiciosa pero más moderna: el deleite de consumirlo le basta y le sobra. 
Los 4200 caracteres con los que El Observador pone coto a mis cartas moderan mi tendencia a incurrir en  las divagaciones propias del pequeño filósofo. Pero ahora me es inevitable mencionar la siguiente ocurrencia: el matriarcado pudo haber sido un coadyuvante en la propagación de la sociedad consumista, al menos en lo que a la comida se refiere. 
Dicen que no hay mejor receta para adelgazar que cocinar lo que uno va a comer.  Y de esto se deduce que, elaborando nosotros mismos aquello que necesitamos para vivir, controlaríamos nuestra propulsión al consumo.  Por lo tanto,  aquella cultura matriarcal que cerraba la puerta de la cocina a los hombres sería en parte responsable del insaciable afán de comer; pan en el caso de mi padre, y sushi en el de los más gourmets. 
Creo que es muy interesante su mirada sobre la sociedad de consumo, vinculada al modo en que alimentamos nuestro cuerpo (y, por ende, también nuestro espíritu) en estos tiempos. Su ingeniosa noción de la  gourmetización de la vida me condujo hacia mi biblioteca en busca de un libro que había devorado hace poco: Sapiens,  del historiador israelí  Yuval Noah Harari.  Es un libro fascinante, le confieso. En él se examina la historia de la humanidad desde la Edad de Piedra hasta nuestra época. Uno de los argumentos principales es que el Homo Sapiens ha dominado el mundo gracias a su capacidad para actuar en forma cooperativa. Generamos  conocimiento compartido porque somos los únicos animales capaces de crear y creer en narrativas imaginadas, como los dioses, las naciones, los derechos humanos o el dinero. Harari sostiene que las diferentes ideologías que definen a las culturas no son más que ficciones (algo que ya había afirmado Nietzsche: “Las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son”) que cimientan nuestro poder sobre la naturaleza y sobre nosotros mismos. Y siguiendo esta misma lógica, dice que las ideas y valores que definen los hábitos alimenticios de la cultura contemporánea asisten a la perpetuación de la sociedad de consumo: “La obesidad es una doble victoria para el consumismo. En lugar de comer poco, lo que conduce a la contracción económica, la gente come demasiado y después compra productos dietéticos, con lo que contribuye doblemente al crecimiento económico.”  
Estamos comiendo demasiado, es verdad. Y cuando comemos mucha crème brulée, tarde o temprano, nos viene un antojo de jell-O (gelatina es lo que Julia Roberts realmente quiere en La boda de mi mejor amigo).  La cuestión es si Julia está dispuesta a hacer su propia gelatina (como amasa usted su pan), o si correrá al supermercado a comprar una…  
Le recomiendo un documental titulado The century of the self,  que retrata la creación de la sociedad de consumo. Los protagonistas de la historia son casi todos hombres: a gatas se consideran los posibles modos en que el matriarcado pudo también incidir en la victoria del consumismo…
Espero que la mordacidad de mi ocurrencia no enturbie su reciente comprensión de los límites y posibilidades de la ironía.  Ni tampoco ofusque a ciertas feministas que desestiman el poder femenino en la formación de cultura, convencidas de que todas las ficciones han sido, hasta ahora, mérito exclusivo de la cultura patriarcal. 

La mujer, aunque no sin dificultad (y esto lo hace aún más meritorio), ha sabido meter cuchara en la cocina del poder a lo largo de la historia. Negarlo es subestimar su libertad y capacidad para sobreponerse la injusticia y el abuso. Y condenar a Hiparquía, Juana de Arco, Marie Curie y Malala Yousafzai –por mencionar solo una pocas- a los márgenes de la conciencia colectiva.   

sábado, 2 de marzo de 2019

Cartas 47 y 48 Exaltaciones del café y el chocolate

SIN AZÚCAR, POR FAVOR
Por Magdalena Reyes Puig

La corona de laurel, donde quiera que aparece, 
es señal de sinsabores más que de felicidad.
J.W. Goethe

Estimado Leslie,
De todas las bebidas espirituosas habidas y por haber,  la que más me gusta es, sin duda, el café.  Especialmente al despertar, temprano a la mañana. 
Bien sé que, por no contener alcohol,  éste no figura en el catálogo de las bebidas que “devuelven a un moribundo su alma”. Sin embargo,  coincido con Verdi cuando dijo que “el café es un bálsamo para el espíritu”, y pienso que deben ser varios los mortales que, como T.S. Eliot, miden su vida en cucharitas de café. 
Según parece, fueron las cabras de un pastor etíope llamado Kaldi quienes descubrieron las propiedades anímicamente estimulantes del café. Un buen día, el pastor notó que sus cabras se comportaban en forma extraña -saltaban y retozaban entre ellas- después de comer unas bayas rojas que colgaban de un arbusto que crecía en las montañas. De ahí en más, y de acuerdo a la típica sucesión de una cosa que lleva a la otra,  la humanidad se hizo de una de las bebidas más veneradas y consumidas por los grandes espíritus de la historia. 
¡Hay tanta vida en una taza de café!  En ella germinan historias e ideas ocultas, prontas para ser descubiertas por paladares sensibles y mentes agudas. Su aroma y sabor estimulan la imaginación y la inteligencia (no puedo imaginar una buena conversación o, más aún, el solitario oficio de escribir, sin una taza de café). Honoré de Balzac -por citar un célebre ejemplo- tomaba más de cincuenta tazas al día. ¿Podemos, acaso, imaginar la creación de La Comédie Humaine sin la perspicacia intelectual animada por esa bebida, tan negra como la gran piedra de la Meca, con la que el ángel Gabriel devolvió la salud al profeta Mahoma?  Seguro que Balzac no:  “Tan próximamente como el café llega a mi estómago, sobreviene una conmoción general. Las ideas empiezan a desplazarse, las sonrisas emergen y el papel se llena. El café es mi aliado y escribir ya no es una lucha”.
No sé si es el caso en Oxford, pero aquí en Uruguay, sólo hace falta levantar la mano para que el mozo del bar o restaurante sepa que estamos para una taza de café.  Pero lo que sí demanda una manifestación más específica es la alternativa de ¿con o sin azúcar? Y pensándolo bien, esta disyuntiva no es una cuestión para nada superflua.  
Le confieso que, para mí, el café es siempre sin azúcar. No sólo porque la edulcoración estropea su singular y exquisito sabor, sino -y más importante aún- porque de su amargura se destila, precisamente,  ese poder tan particular que tiene el café para espolear las alas del espíritu. 
Ante la perentoriedad de un fenómeno tan natural como la muerte, aconsejó Kant beber mucho café “porque en el otro mundo no se puede”. El gran filósofo de Königsberg seguramente lo tomaba amargo, y por eso descartó la posibilidad de saborearlo más allá de esta vida. Porque en el reino celestial se vive de la melosidad del néctar y la dulzura de la ambrosía. Los inmortales pueden prescindir de la amargura: su espíritu no requiere elevación porque su morada ya se yergue en las alturas.  
Pero para nosotros, endebles mortales precipitados a esta existencia perecedera, la amargura parece ser una condición justa y necesaria para el aprendizaje de la vida.  
No es que sea pesimista, pero coincido con Camus cuando comprende lo duro y amargo que es llegar a ser hombre. Porque la realidad a menudo nos enferma, y debemos curarnos (la mayoría de los remedios son amargos, según Wikipedia) para superarla, libar su encanto, y sacar el mejor provecho de ella.
Aquí en Uruguay resuena hoy el slogan “Más mano dura”, en alusión al inclemente deterioro de la educación y la agudización de la delincuencia. Convengamos en que ésta no es una sentencia simpática, pero la mano tiene que ser firme, resistente y severa para contener y dar seguridad. La mano blanda no mece jamás la cuna …
El afán de endulzarlo todo nos condena al letargo comodón y anodino que subvenciona a la mediocridad.  Porque nuestro espíritu necesita del aguijoneante amargor para poder saborear la dulzura de las cosas valiosas y queridas.
¡Tan humano es no querer despertar del dulce sueño evasivo! Por eso necesitamos del acicate de un buen café amargo; para despabilarnos, dar la cara a la realidad y disponernos a exprimir su jugo más exquisito. 

   


Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

CHOCOLATE O CAFÉ

Querida Magdalena:
Dicen que el café y el vino empiezan a gustar cuando se entra en la edad adulta. Algunos médicos explican que sólo entonces el cerebro es capaz de abandonar su zona de confort -las papillas más bien neutras de tonos pastel- e inclinarse inquisidoramente a riesgos gustativos y cromáticos, a sabores más ácidos o amargos o disrruptivos, y a paletas más agresivas. 
Recuerdo perfectamente cuando mi hermana Priscilla se pasó al café, en la primavera o verano de 1969. Estábamos viendo en la BBC la ceremonia de la investidura del Príncipe de Gales y, en un momento dado, sirvieron café y le sirvieron también a ella. A mí ni siquiera me ofrecieron. Era la época en que vivíamos en Shirley y, hasta entonces, en casi todas las ocasiones en las que los adultos tomaban café, tanto Priscilla como yo tomábamos regularmente un cacao soluble (Van Houten) con leche caliente. Por eso, cuando vi que ella pegaba el salto y yo no, fue un acontecimiento epocal, y me sentí como el juguete perdido de la Toy Story original: abandonado en mi propia infancia.
El cacao me retenía con fuerza en las intensas costumbres de la niñez. El chocolate caliente, en taza, en sus distintas variedades, me resultaba tan satisfactorio que no encontraba las promesas de adultez asociadas al café lo suficientemente conmovedoras para justificar el cambio.
Con el tiempo, el café ocupó en mi vida el lugar de un mero estimulante, una especie de medicina que tomaba cuando necesitaba permanecer despierto o neutralizar el cansancio. Ciertamente no al modo del ganado de aquel pastor africano, pero concedo que el café me ha dado el beneficio de la vigilia cuando la he necesitado. En ese sentido le estoy agradecido -aunque no al extremo de caer en el sentimentalismo-, porque ha acompañado muchos momentos de esfuerzo en mi vida académica y profesional.
Ahora me atreveré a decirle mi opinión más profunda sobre el café, y espero que perdone mi franqueza. En una sola sentencia lo expresaría así: el café es una bebida decepcionante. Una promesa incumplida. Creo que incluso Honoré de Balzac, o usted misma me concederán que tomar café es una experiencia de segundo orden. El orden primero en el café es el del aroma. Sentir el olor a café molido y tostado es una de las cosas grandes que nos pueden pasar en la vida. Un hecho espiritual y revelador del sentido de todo, presente hasta en la más humilde bolsa recién abierta de café barato del supermercado pakistaní de la esquina. Pero ese mismo café, bebido, es metafísicamente irrelevante y opaco. En algún momento del proceso de infusión, la poesía se ha convertido en prosa -cuando no en un compuesto químico o en un simple alertador. No sé si es acertado decir que la narrativa del café sufre de una lógica decreciente, que es cada vez peor.
El chocolate, en cambio, incluso en sus versiones más líquidas,  constituye una experiencia  poética que se construye de menor a mayor. Hay en él también un preámbulo olfativo. Pero luego va creciendo, como decía el poeta, hasta la cima del beso. Como en las buenas películas, su momento de mayor felicidad es al final, y no al principio.
El café representa la verdad metafísica innegable de que, en esta vida mortal, lo sublime no es duradero. Tiende a desaparecer. El olor del café vive en un instante y por más que nos empeñemos en dejar pegada la nariz a la bolsa, no pervive más allá de su big bang primero. Si insistimos en buscarlo donde ya no está, y lo bebemos, incurrimos en el error de la nostalgia, que no alcanza la experiencia perdida, pero a veces la devalúa.
El chocolate, por su parte, es el símbolo filosófico de una realidad donde lo mejor está por llegar, en un crescendo que terminará sin duda en la posesión total y simultánea de la vida interminable (como soñaba Boecio).
Sostengo que estas dos visiones son filosóficamente incompatibles. Aunque en la práctica hay hegelianos que mezclan el chocolate y el café, en una síntesis que califican de definitiva.

(La traductora quiere señalar, antes del fin, que ni comparte ni entiende estos pensamientos. Por el contrario, se suma a su tesis, Magdalena, de que la vida sólo empieza, cada mañana, si ha podido tomar felizmente su primer café. Cumplo, bajo amenaza, con la anotación y me despido hasta el próximo sábado).

Cartas 69 y 70 Primavera lluviosa y Otoño soleado

PRIMAVERA LLUVIOSA EN OXFORD Por Leslie Ford, del  Trinity College , en Oxford. Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene dedos tan pequeñ...