sábado, 27 de abril de 2019

Cartas 61 y 62 Los caminos hacia Dios y la imaginación

NEWMAN, LEWIS Y DIOS
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford

Querida Magdalena,
Volvió usted felizmente a recordar a Martin Buber. Yo había leído con sumo placer su obra quizás más conocida, “Yo y Tú”, algo a caballo entre la filosofía y la poesía. Pero desconocía hasta hace poco “Confesiones del Éxtasis” (Ecstatic Confessions), su personal antología de los místicos que han dejado testimonio escrito de sus encuentros con la divinidad. Siendo yo mismo, no un místico, pero sí un converso, tengo cierta inclinación a los textos de quienes han pasado por experiencias de algún modo semejantes. He devorado “Las Confesiones” de Agustín de Hipona, “Historia de una Familia Judía” de Edith Stein, e incluso “Dios Existe: Yo me lo encontré” de André Frossard. Cuando se han leído estas narraciones, ya no sirven los modelos clásicos de interpretación de la realidad. Y no porque la realidad haya cambiado, sino porque la visión se ha ampliado y ahora se nos enseña lo que antes no podíamos ver. Lo apasionante de estos escritos es que cuentan cómo era el antes y el después. Cómo era estar ciego y ahora ver. La tensión está asegurada.
Por familiaridad geogáfica, déjeme detenerme en dos casos que conozco un poco mejor, porque sucedieron aquí mismo, en la Universidad de Oxford.
El primero es el de John Henry Newman, ilustre ex-alumno de este Trinity College, desde cuyas bibliotecas escribo yo mis cartas.
Su paso de ser un clérigo de la Iglesia de Inglaterra, a un cardenal de la Iglesia Católica, es fascinante. Sus estudios y lecturas, dentro del llamado Movimiento de Oxford, sobre todo durante la década de 1830, lo fueron sacando de su zona de confort. Y esto es lo importante, él siempre aceptó que la verdad tenía derecho a exigirle esa incomodidad. En su apasionante autobiografía, Apologia pro Vita Sua (que puede bajarse gratuitamente desde www.gutemberg.org, sin violar la ley), pueden encontrarse los hechos, pero también las reflexiones que él mismo hace sobre esos hechos.
El paso de Newman al catolicismo supuso rupturas con familiares y amigos, y quedar en el centro de violentas polémicas que desbordaron el ámbito universitario y se hicieron nacionales. Quizás algunas de las críticas que entonces se dirigieron contra él tenían fundamento, y uno puede inclinarse hacia uno u otro lado de la línea. Pero se le ha reconocido universalmente la serenidad con la que, sin jamás quejarse, renunció al prestigio social y a los muchos beneficios económicos de su antiguo credo, para asumir en adelante una vida pobre y austera -sí, incluso como cardenal. 
Aproximadamente un siglo después, dos profesores de Oxford, mantuvieron también conversaciones sobre la fe, con un grado de belleza formal, de profundidad, pero también de originalidad, que maravilla. 
C.S. Lewis (autor de las Crónicas de Narnia y de las Cartas del diablo a su sobrino) y J.R.R. Tolkien (autor de El Hobbit y El señor de los anillos), se consideraban a sí mismos “amateurs en un mundo de grandes escritores” -claro que para nosotros es difícil entender a qué tipo de amateurismo se referían. 
En todo caso, sabemos que durante años, de viva voz y por carta, o a través de escritos formales -¡e incluso de poemas!- discutieron acerca de lo que llamaban “el mito cristiano”. Tolkien era cristiano y pensaba que Lewis también debía serlo. En fin, un domingo de septiembre de 1931, acompañados también por Hugo Dyson (un profesor de Merton College que, entre paréntesis, odiaba a los elfos de Tolkien), salieron a caminar por Addison’s Walk, en los terrenos de Magdalen College. Habían arrancado antes de cenar y continuaron, paseando y hablando hasta las 3 de la mañana. Esa noche, la de la conversión de Lewis, fue una noche inolvidable en la que no sólo Dios susurró, sino también el viento y los árboles. En una carta escrita pocos días después, el mismo C.S. Lewis resume lo sucedido: “Empezamos hablando…interrumpidos por un viento tan súbito y con tal profusión de hojas, que pensamos que estaba lloviendo… Todos retuvimos el aliento… Entonces, Dyson y Tolkien me mostraron que la historia de Cristo es simplemente un mito que opera en nosotros de la misma manera que los demás, pero con esta tremenda diferencia: que realmente sucedió”. 
No sé qué opinará usted de este texto: yo creo que no está nada mal, para un escritor aficionado.


Respuesta de Magdalena Reyes a Leslie Ford

ELOGIO DE LA IMAGINACIÓN

El que tiene imaginación, 
con qué facilidad saca de la nada un mundo.
Gustavo Adolfo Bécquer

Estimado Leslie,
Si la Filosofía nace del asombro para encarnarse en la apasionada búsqueda de la verdad, los mitos son una de las vías regias para conquistar ese propósito. “A través de los mitos los hombres expresan verdades que, de otro modo, quedarían sin ser dichas”, afirmó el mismísimo J.R.R. Tolkien, a quien usted refiere en su epístola.  De hecho, este fue el argumento que empleó para convencer de C.S. Lewis acerca de la naturaleza verídica del mito cristiano. 
Hay verdad en los mitos, especialmente en aquellos que aluden a aspectos de la condición humana más consustancial. Tolkien la encontró en la Biblia, Freud en el Edipo Rey de Sófocles,  y las hermanas Wachowski en  la Alegoría de la Caverna de Platón.
Pero también existen posturas contrarias al juicio de Tolkien. Este es el caso del filósofo argentino, Mario Bunge, para quien todo conocimiento debe fundamentarse en la ciencia, donde los hechos reemplazan al mito y la teoría se impone sobre las presunciones de la fantasía.  Para Bunge sólo es real aquello que puede ser corroborado por los datos de la experiencia objetiva, y la imaginación no sería un medio válido para acceder a la verdad de las cosas. 
Confieso que he leído con interés a Bunge, especialmente 100 ideas y Pseudociencia e Ideología. Sin embargo, pienso que es absurdo negar el inmenso aporte que han hecho la teoría del complejo de Edipo de Freud y la película Matrix de las hermanas Wachowski, a nuestra comprensión de la naturaleza humana y de la realidad en la cual nos encontramos incluidos. 
Todo esto remite al clásico dilema acerca de las fronteras que separan y distinguen a la verdad de la mentira o, más precisamente, a la ficción de la realidad. En nuestra cultura,  este dilema se traduce en la oposición entre evidencia empírica y fábula imaginativa.  A pesar de la máxima de Einstein, “La imaginación es más importante que el conocimiento”, aún persiste el afán generalizado en vincular lo real con aquello que está efectivamente comprobado y consensuado. Así, desestimamos el hecho (que Einstein quiso subrayar a través de su sentencia) de que pensar es siempre imaginar. 
En este hecho se basa el argumento de Yuval Noah Harari, autor de los best sellers  Sapiens, Homo Deus y 21 lecciones para el siglo XXI (que a mi juicio, y dicho sea de paso, justifican por sí mismos su notoria celebridad). Harari afirma que los seres humanos gobernamos a la naturaleza gracias a nuestra capacidad para cooperar flexiblemente y a gran escala. Esta capacidad es la que posibilita la coexistencia en sociedad que, a su vez, propicia la creación de cultura y conocimiento. Y la razón que explica todos estos logros es, precisamente, el poder para crear y creer en fábulas, historias ficticias forjadas por nuestra imaginación.  
Si podemos pensar a Dios, al tiempo, la regla del 3, la nada y los derechos humanos, esto es porque poseemos –y hacemos uso de- la facultad de imaginar.  Ninguna de estas nociones se encuentra en el mundo objetivo, accesible tanto a nosotros como al perro, el delfín o el chimpancé. Estas ideas y conceptos subsisten en otra esfera, exclusivamente humana por cierto. Así, concluye Harari que los seres humanos vivimos en una realidad dual: la objetiva que se nos da ya hecha, y la creada por nuestra capacidad para pensar e imaginar. 
El argumento de Harari tiene sentido, sin duda. Sin embargo, es posible que con nuestra imaginación podamos no sólo crear fábulas que eventualmente se hacen en realidad, sino también descubrir verdades que nos trascienden, y que permanecen ocultas a la percepción inmediata. ¿Es Dios una gran idea ficticia producto de nuestra imaginación, o una realidad que podemos descubrir gracias a nuestra capacidad para imaginar y pensar lo sobrenatural? 

Anthony Flew, oxoniense como usted y uno de los más célebres exponentes de la filosofía atea,  se convirtió al deísmo poco después de cumplir 80 años.  Esto le significó, como a John Henry Newman, numerosas  dificultades,  lo cual descarta la posibilidad de haber adherido, sin razón suficiente, a una creencia que refutaba toda su obra anterior, por la que había recibido vasta celebridad. Su conversión fue el resultado de su fidelidad a la exhortación socrática que le sirvió de lema en su vida intelectual: persigue la verdad, donde sea que te lleve. Y si “la lógica te lleva de A a B, la imaginación te lleva a todas partes”. 

sábado, 20 de abril de 2019

Cartas 59 y 60 Más allá de la razón y de lo singular

RAZÓN Y VERDAD
Por Magdalena Reyes Puig

La verdad puede más que la razón
Sófocles

Estimado Leslie,
Hace unos pocos días, y a raíz de nuestro último intercambio epistolar, mantuve una interesante conversación acerca de la incidencia de los otros en el conocimiento de nosotros mismos con una colega psicóloga.  Ella se mostró particularmente interesada en la cita del Dr. José María Delgado reproducida al final de mi carta y su relación con los más recientes descubrimientos del psicoanálisis que refieren a la transmisión psíquica transgeneracional. Pero lo que más llamó la atención de mi colega fue el hecho de que sin ser psiquiatra ni psicólogo, y en el año 1945, mi bisabuelo haya accedido a una intuición tan profunda y atinada de la psyché humana.  ¿Cómo pudo él, siendo tan poeta como hombre de ciencia, afirmar algo tan intangible como que “nuestros ascendientes perviven en nosotros” con tanto convencimiento? 
Tanto la ciencia como la filosofía representan, en el imaginario colectivo y también para muchos especialistas,  el empeño de aprehensión de la verdad mediante el recurso de la razón y la percepción sensible.  Según este criterio, la verdad es siempre independiente de quien la piensa: “No es en los hombres, sino en las cosas mismas, donde es preciso buscar la verdad”, sentenció Platón, representante par  excellence  del objetivismo filosófico.  El interés, la naturaleza falible de nuestros sentidos y las creencias básicas o prejuicios, deben ser controlados y dirigidos por el intelecto en la búsqueda de un conocimiento confiable y verídico, “No te fíes sino de la razón”, agrega Descartes a esta influyente tradición.  
Sin embargo,  y también dentro de la Filosofía,  existen perspectivas alternativas que postulan los límites de la razón, argumentando que no todas las verdades son  accesibles a la pura inteligencia. Algunas cosas no basta con poder pensarlas para que resulten verdaderas: en ocasiones, la verdad debe ser confirmada en la experiencia vivida. 
En esta línea discurre el pensamiento de Martin Buber, filósofo existencialista  conocido por su filosofía del diálogo.  En su maravillosa obra Yo y Tú  Buber plantea que no existe un yo aislado y separado, sino siempre en relación con un otro que puede ser una persona, el mundo objetual o la divinidad. Por otra parte, y con respecto a la verdad encontrada en la experiencia vivida, Buber recurre al ejemplo del dolor diciendo que no se puede conocer su esencia alejando al espíritu de él para contemplarlo serena e imparcialmente, como enseña el método científico o la filosofía objetivista. Quien se valga de este medio podrá quizás, cosechar muchas ideas ingeniosas acerca de la naturaleza del dolor, pero jamás llegará a conocer su esencia. Para esto, el ser entero debe lanzarse a fondo en ese dolor real,  identificarse con él y llenarlo de espíritu, “entonces es cuando el dolor se le franquea en tal intimidad”. 
Es que usted tiene razón, Leslie: “la filosofía no es sólo una herramienta analítica, sino un camino”. El camino de la existencia vivida, por el cual tenemos que transitar con nuestro ser entero, y no sólo con la razón.  Es entonces cuando llegamos a destinos sorprendentes donde se nos revela la ser auténtico de las personas y las cosas, que adquiere un sentido universal porque deviene, precisamente, de ese encuentro con la otredad con el cual comulgamos en una experiencia vivida personalmente. 
En mi práctica como psicóloga clínica es común que las personas admitan “saber” ciertas cosas a nivel teórico, pero sin poder tomar decisiones o acciones vitales que coincidan con ellas. Siempre pienso que esto se debe a que los seres humanos no siempre experimentamos esa “adhesión total” a la verdad que creemos saber, no la hemos comprehendido, y por eso padecemos esa incongruencia interna entre el saber, el sentir y el obrar.  
Así, creo que mi bisabuelo supo que nuestros ascendientes persisten en nosotros -alineándose a la postura aristotélica de coexistencia del ser común y el ser individual- porque pudo relacionarse con esa presencia y responder a ella. No es que no haya tenido argumentos racionales o empíricos para saberlo (de hecho, hoy sabemos que los hay), pero ese reconocimiento recíproco con los otros requiere de una mirada profunda, que desborda al entendimiento al mismo tiempo que lo enaltece y alimenta.  

   
Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

SINGULAR Y PLURAL
Todos los que fueron, en la sucesión de los siglos idos, nuestros ascendientes, perviven en nosotros.
José María Delgado, bisabuelo de Magdalena Reyes

Querida Magdalena:
Su bisabuelo, que era poeta, conocería el soneto Desde la Torre, de Francisco de Quevedo, en el que describe cómo, a través de la lectura, contacta con los sabios de generaciones anteriores: vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos. Efectivamente, el saber no se produce en nosotros por generación espontánea, sino que se origina en las generaciones anteriores y de ellas es tributaria.
En las cartas de la semana pasada, mientras yo señalaba su curiosa y notable presencia en nuestras vidas, usted iba más allá, y sugería que la tradición es un modo de conocernos, de reconocernos, a nosotros mismos en la vida común. Esta relación tendría un sentido vertical, conectándonos con los antepasados, y otro horizontal, amalgamando a todos los individuos de una misma generación. La tradición -ya sea remar en el Támesis o caminar por la rambla “con mate en mano y termo bajo el brazo”- manifiesta así lo que somos, nuestra identidad. Definiendo, por un lado, nuestro lado “único e irrepetible”, en aquello que nos constituye indiviadualmente como personas, pero también lo que nos hace iguales a los demás o -como se dice en algunas tradiciones- sus semejantes. Cada persona existe, o camina, sobre dos patas: la de su unicidad, y la de su ser ser común o compartido. Es en sí misma y es con los otros.
En una época en la que el pensamiento extendido (y a veces único) está dominado por el individualismo, puede sorprender esta referencia a la naturaleza social como fundamento de nuestra identidad. Sin embargo, la filosofía no es sólo una herramienta analítica, sino un camino, y frecuentemente al final de un razonamiento no sólo llegamos a una conclusión que no esperábamos, sino a un nuevo lugar, desconocido y sorprendente pero que estamos llamados a explorar. Si seguimos nuestras cartas, la sociedad ya no es más la coincidencia casual o arbitraria de individuos naturalmente aislados, interactúando accidentalmente para bien o para mal en un lugar y en un tiempo; sino la descripción de algo más profundo: que esos individuos comparten un mismo ser y que, por lo tanto, son parte de una reciprocidad. El ser común es siempre un ser recíproco, en el que los individuos están naturalmente (id est, por naturaleza) orientados unos a otros.
No todos estarían de acuerdo con esta descripción profundamente personalista, pero al mismo tiempo social, del ser recíproco. En una polémica que dura desde hace ya más de dos milenios, y que académicamente se conoce como la Cuestión de los Universales, algunos han negado la existencia del ser común, que aquí discutimos, mientras otros han afirmado que sólo existe el ser común.
Aristóteles que era en general un tipo muy claro, en su Metafísica dejó sin embargo abierta la cuestión, que ahora nos preocupa, de la coexistencia del ser individual y del ser común. ¿Cómo puede la especie estar presente en los individuos? ¿Cómo existe el individuo único en la especie común? 
Por su lado, para Guillermo de Ockham, las especies (lo que hemos llamado el ser común) no existen, sino sólo los individuos. La especie es únicamente una ficción verbal, un nombre vacío para denominar a individuos a los que atribuimos cierta semejanza mutua. Ahí tenemos al Nominalismo
En el otro rincón del cuadrilátero, están los que, en diverso grado, piensan que es difícil jugársela por el ser individual. Para ellos, sólo el ser común o genérico se impone con evidencia. Si los individuos existieran (quod est desmostrandum), deberían subordinarse, o incluso diluirse en la especie, o en el todo social que es la condición de su existencia. Parménides, Platón, y Marx son representantes de esta inclinación intelectual.

En cuanto a mí, pero lo que yo opine no tiene la menor importancia, el ser común significa sobre todo alegría. Porque todas las personas que han sido, son y serán -eso nos incluye también a usted y a mí, a mi mujer y traductora, a Quevedo y a su bisabuelo José María Delgado, a Guillermo de Ockham, a Parménides, a Platón, a Marx y al gran Obdulio Varela- vivimos en una comunión que nos puede hacer presentes y cercanos unos a otros. Aunque a veces nos parezca que unos u otros estamos lejos -en Oxford, en Montevideo, o en la Casa del Padre.

sábado, 13 de abril de 2019

Cartas 57 y 58 Sobre la tradición

1829
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford

Querida Magdalena,
Igual que Anatevka, el pueblito ruso del Violinista en el tejado, Inglaterra es una tierra forjada por la tradición. Aquí, hasta los Beatles, los musicos más rupturistas de la historia, terminaron recibiendo la Orden del Imperio Británico.
La tradición no es ninguna tontería. Evita que tengamos que preguntarnos todo el tiempo por qué hacemos las cosas, encontrando inicial plausibilidad en el hecho de que siempre se han hecho así. Cuando en los siglos de las herejías más fundamentales, se buscaba una regla segura para la fe, se acuñó la, hasta ahora, mejor definición de la tradición: quod semper, quod ubique, quod ab omnibus - aquello que siempre y en todas partes todos han hecho. La tradición organiza sin esfuerzo sociedades enteras, igual que la virtud de Aristóteles hace que al individuo cada vez le cueste menos hacer el bien. Así nosotros, los británicos, en nuestros usos y costumbres, aunque algunos puedan tomarnos por excéntricos baratos, pour la galerie.  
En Uruguay les pasará lo mismo con sus propias tradiciones. Quizás incluso compartimos o hemos compartido algunas, ¿o no es cierto que también por Montevideo circularon los clásicos autobuses Leyland, con una plataforma atrás donde se permitía fumar a los pasajeros? Algunos vimos mi mujer y yo cuando estuvimos por allí, que evocaron recuerdos más lejanos aún.
Pero volvamos a Inglaterra. El sábado 6 y el domingo 7 de abril, la tradición se hizo presente entre nosotros de manera, me atrevería a decir, insistente. Pues coincidieron el Gran National, en el hipódromo de Aintree, la famosa carrera de caballos con obstáculos, y la Boat Race que enfrenta año a año a los equipos de remo de Cambridge y Oxford en aguas del Támesis, entre Putney y Mortlake -río arriba al oeste de Londres.
Es difícil no sucumbir a la tentación de las simetrías. Figúrese que en ambos casos la tradición se remonta al mismo año: 1829. 
El sábado 7 de febrero de aquel año, William Lynn y Lord Sefton, ponían la piedra fundacional del hipódromo de Aintree. Poco menos de un mes más tarde, el 12 de marzo, W. Snow, de St. John’s College de Cambridge, enviaba a la Universidad de Oxford, la siguiente carta:
Por la presente, la Universidad de Cambridge desafía a la Universidad de Oxford a una competición de remo en o cerca de Londres, cada una en un bote de ocho posiciones, durante las vacaciones de Pascua”.
Por si fuera poco, de manera no pactada, para botes o caballos, ¡en ambos casos, la distancia a recorrer se fijó en aproximadamente 4 millas y media!
Durante el pasado fin de semana, Cambridge desafortunadamente reclamó para sí la Race Boat de este 2019, bajo el liderazgo de James Cracknell, un ex doble campeón olímpico de 46 años. Nada podemos alegar contra este hecho, no siendo que la presencia de post-graduados de Cambridge, profesionales del deporte con cuerpos diseñados por computadora, es poco o nada representativa de los reales estudiantes de Cambridge, que habrán de esperar otra oportunidad para medirse con los normales remeros de Oxford. Del lado positivo de la balanza: el exquisito pícnic en el Bandstand de Chiswick, junto a mis colegas de las bibliotecas de diversos Colleges y sus familias -única experiencia cercana a 1829, en un rincón del Támesis aún no destruido por el mal gusto.
En Aintree, mientras tanto, un día antes, pero sobre la misma distancia, Tiger Roll, un producto de la genética irlandesa de 9 años, y quizás el caballo más bajo en ganar el Grand National en el último siglo, se impuso a otros 39 competidores, en una carrera en la que la simpatía de toda una nación estuvo con él desde la largada. Et pour cause: hacía 45 años (desde la inolvidable victoria de Red Rum en 1974), que un caballo no realizaba la hazaña de campeonar dos Grand Nationals consecutivos. No me importa confesar que su victoria me conmovió hasta las lágrimas, recordando aquellos lejanos tiempos en que mi padre me enseñaba a distinguir unas de otras, las sedas de los distintos studs.
Usted se preguntará: ¿porqué tanta emoción?... Pero sobre eso sé tan poco como usted. La tradición maneja hilos que no siempre son obvios; aunque, por otra parte, lo más lógico sería pensar que también los bibliotecarios ingleses se ponen más sensibles con los años.


Respuesta de Magdalena Reyes a Leslie Ford

MUNDO INTERIOR
La tradición no se hereda, se conquista.
André Malraux

Estimado Leslie,
Su carta me transportó a los hábitos típicos de mi país, donde el tomar mate es una tradición fundamental.  Esta costumbre es también representativa de algunos países vecinos, como Argentina y Paraguay, pero lo que distingue al mate uruguayo es que el agua caliente se conserva en un termo (en Argentina se usa la pava o caldera para estos efectos) que se puede llevar con uno a donde sea, y así el paisaje habitual de los parques, playas, shoppings, veredas y la rambla montevideana, está habitado por personas –solas o acompañadas- con mate en mano y termo bajo el brazo. 
Otras tradiciones típicas de aquí son el carnaval (el más largo del mundo, según dicen), el asado (la comida más emblemática, sin lugar a duda),  el “clásico” futbolístico entre Peñarol y Nacional, y la popular semana de Turismo (un invento 100% uruguayo que coincide con la Semana Santa de la liturgia cristiana).  
Tiene usted razón cuando afirma que “la tradición no es ninguna tontería” ya que dispone las creencias y hábitos de los colectivos sociales; si habitualmente resulta complicado ordenar los ritmos y dinámicas dentro de una familia, ¡cuánto más difícil la de una sociedad entera!
Pero ahora se me ocurre otro motivo que avala la relevancia de las costumbres que con el paso del tiempo se transmiten o entregan de una generación a  otra , y es que ellas juegan un papel fundamental en la consecución de la célebre máxima socrática  “Conócete a ti mismo” (que no es, estrictamente hablando, obra de Sócrates sino del oráculo de Delfos, en el cual se hallaba inscrita y de donde el maestro la tomó para convertirla en el propósito de su cátedra).  Sócrates entendía que en el conocimiento de uno mismo, se encuentra el saber necesario para llevar una existencia plena, y es por eso que cuando las personas recurrían a él en busca de respuestas que dieran sentido a su vida, él los exhortaba a emprender el camino del autoconocimiento .  
La búsqueda de la identidad es un desafío ineludible para todo ser humano.  Como individuos necesitamos de una identidad personal que nos confirme que somos únicos e irrepetibles,  mientras que nuestra naturaleza social demanda de otros con los cuales identificarnos. En efecto, es a partir de la existencia de esos otros significativos que vamos descubriendo quiénes somos, para poder así -diría Heidegger- trascender el das Man de la inautenticidad y gozar de la libertad de una existencia auténtica. 
No siempre “el infierno son los otros”.  Nos pueden violentar a veces, si. Pero sin ellos,  seríamos seres vacíos de todo propósito y sentido. 
Confiesa usted haberse visto conmovido ante un evento tradicional que trajo a su memoria un legado de su padre Y por eso, permítame disentir con su afirmación de que “la tradición maneja hilos que no son siempre obvios”. Porque las tradiciones facilitan la conexión con aquello que nos constituye  históricamente. En ellas persiste la historia que nos forja y en la cual prenden las raíces de nuestro ser más original. No es extraña, entonces, su emoción: pocas cosas más conmovedoras que sentirse auténtico. 
En nuestra cultura harto individualista, tendemos a presumir que lo que define nuestra identidad debe ser siempre el resultado de una elección exclusivamente personal.  Incluir los deseos, valores y proyectos de aquellos con quien podemos sentirnos identificados es un síntoma de sujeción y falta de personalidad.  Pienso que esta presunción es tan errada como alienante. 

Para terminar, quisiera compartir con usted las palabras de mi bisabuelo, el Dr. José María Delgado, quien además de médico y presidente del Club Nacional de Football, fue un poeta excepcional: “El asceta y el sensual, el emperador y el esclavo, el palaciego y el montañés, el audaz y el temeroso, el soñador y el pirata, todos los que fueron en la sucesión de los siglos idos nuestros ascendientes, persisten en nosotros formando el substrato de la personalidad (…) Nuestro ser no representa su sepulcro, sino la prolongación de sus vidas (…) son agentes activos, obreros que nos hacen y nos perfilan. La historia de todos los que nos precedieron en las generaciones desaparecidas, hasta la del salvaje originario, y aún más allá, está latente y viva en el protoplasma embriológico de las dos células que juntándose han dado la existencia.”

sábado, 6 de abril de 2019

Cartas 55 y 56 Discusión sobre el valor de las mayorías como criterio de verdad

LA TIRANÍA DE LA MAYORÍA
Por Magdalena Reyes Puig

Si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír
George Orwell, Rebelión en la Granja 

Estimado Leslie,
Hace poco di con una afirmación que me gustaría compartir con usted: “La calidad de un conocimiento debe ser evaluada en función de la cantidad de personas que lo aprueban”.  Lo primero que pensé después de leerla fue en la clásica falacia ad populum o sofisma populista, que asigna valor de verdad a una idea o teoría en función de la aceptación o adhesión manifestada por la mayoría. Sin embargo, rumiándolo un poco más, comprendí que en dicha declaración subyace una cuestión sumamente vigente, y que merece ser examinada con más atención. 
Este sofisma, que para la lógica informal representa un claro ejemplo de razonamiento falaz, es, sin embargo, la base fundamental sobre la cual se sostienen los valores democráticos. En una democracia, la voluntad de la mayoría se impone a la hora de determinar el curso de acción o resolución más justa y apropiada para el conjunto de la sociedad. 
Contra este principio se pronunció Platón en La República: su argumento se inspira y fundamenta en la condena a muerte de Sócrates, sancionada por la mayoría de los ciudadanos de la democracia ateniense de su época.  El juicio de Sócrates representa, para Platón, una prueba contundente de que no se puede confiar en el criterio o parecer de la mayoría para la toma de decisiones buenas y justas. La administración correcta de dichos valores requiere de una comprensión clara de su naturaleza, y entonces,  debemos asegurarnos de que dichas decisiones sean tomadas por aquellos que conocen lo que es el bien y la justicia. De lo contrario, nos encontraremos subordinados al dictamen parcial y contingente de la opinología
Pero no es necesario ser anti-demócrata  (como ciertamente lo era Platón) para advertir los riesgos que supone la puesta en práctica de los ideales democráticos.  Alexis de Tocqueville -uno de los más importantes ideólogos del liberalismo- señaló que la debilidad más profunda y peligrosa de la democracia es, precisamente, lo que él mismo denominó la tiranía de la mayoría.  El poder de la mayoría (emblema del sistema democrático) se vuelve tiránico cuando se impone un pensamiento dominante, que amenaza con la censura y el agravio a quien ose contrariarlo o cuestionarlo. A esta misma forma de despotismo se refiere también John Stuart Mill en Sobre la libertad, una de sus obras más importantes: “Si toda la especie humana no tuviera más que una opinión, y solo una persona tuviera la opinión contraria, no sería más justo el imponer silencio a esta sola persona, que si esta sola persona tratara de imponérselo a toda la humanidad, suponiendo que esto fuera posible”. 
Sin desestimar la malignidad de ciertos regímenes autocráticos que hoy sojuzgan a pueblos enteros, es el despotismo de las opiniones mayoritarias –que proyecta y encumbra el reinado de los influencers, los ratings de audiencia, los criterios de corrección política y las creencias de moda-  la amenaza más palpable e inminente a nuestra libertad de pensamiento y expresión.
Hace un tiempo escuché a Fernando Savater contar que en un encuentro con uno de los directivos de la BBC, éste le había manifestado que a la hora de planificar la programación de las estaciones de radio y canales de televisión, no lo hacían en función de las demandas del mercado, sino de lo que ellos consideraban que su audiencia merecía ver y escuchar. Es probable que semejante desaire a la sapiencia del consumidor haya disgustado a más de uno. Pero pensándolo bien (y presumiendo que quienes dirigen la BBC saben distinguir entre un buen y un mal contenido), es perfectamente lógico que sean ellos los que decidan cuál es el producto o programa más adecuado y beneficioso para su público objetivo. 
En el mundo de la creciente híper-especialización, es de Perogrullo argüir a favor de la idoneidad de los “especialistas”, en los cuales deberíamos depositar, al menos en principio, nuestro voto de confianza. Sin embargo, y allende a la calidad argumentativa, la opinión candente de las mayorías masificadas sigue imponiéndose sobre cualquier pensamiento alternativo. 
La verdad y el bien no cuelgan necesariamente del brazo de la opinión mayoritaria. Sin esta consciencia, estaremos inevitablemente expuestos a la tiranía de la mayoría.  

   
Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

A PESAR DE NOSOTROS

Querida Magdalena:
Le ruego me disculpe, pero cierto sentido del decoro impide  que, como sería natural, ilustre mi respuesta con ejemplos del Brexit
Supongamos en cambio que, en una familia con varios hijos, la mujer quiere quedarse en el barrio en el que actualmente viven, pero el marido está empeñado en mudarse. ¿El motivo? Se proyecta una mayor revalorización del metro cuadrado en la nueva ubicación. Donde ahora viven, hay buenos vecinos, electricidad y servicios públicos, los chicos van a la escuela, etc. Pero el marido está obsesionado con la cosa inmobiliaria, la obsesión deviene en enojo y, al final, ante la oposición de su mujer, propone someter la cuestión a la votación de los hijos. El argumento es democráticamente impecable y la mujer, pillada por sorpresa, no encuentra argumentos para negarse al juicio de la mayoría (iba a decir: al juicio de Dios). Sin embargo, en su interior, algo la inquieta. Pues de todos los posibles resultados de la consulta popular: a) sólo el empate dejaría las cosas como están; b) sólo un voto unánime de los hijos en uno u otro sentido traería paz a la familia y zanjaría el debate; c) cualquier otro resultado no haría más que añadir heridos a la ya vulnerada armonía familiar. Pero, ahora que lo piensa, hay algo más importante aún, y es que, sea cual sea el resultado, la votación no hace mejor ni peor la opción de irse o de quedarse; sólo le otorga poder a uno de los cónyuges en detrimento del otro. Ninguna mayoría hará que el barrio, ni sus servicios, ni sus escuelas sean distintos de lo que son. Ni hará que se cumpla la expectativa de valorización inmobiliaria del marido. Dramáticamente, aún ganando la elección, el marido podría hacer un mal negocio y la mudanza no habría entonces servido para nada -sino para prevalecer sobre  su mujer. 
Leyendo su carta, hoy a la izquierda de la mía, entiendo que en el fondo de su argumento subyace justamente esta idea: que ni la mayoría ni, en realidad, el voto popular, son criterios de verdad, sino mecanismos de poder. Si sólo buscamos la verdad, si queremos acertar, si necesitamos conocer cuál es el mejor camino a seguir, si queremos ser eficientes, de poca ayuda nos será mirar a las mayorías o preguntarles su opinión. (Aristóteles tiene aquí una opinión en disidencia con usted).
Ilustrando esto que acabo de decir, en su famoso libro sobre el Inversor inteligente, Benjamin Graham aconseja hacer poco caso  de los precios de las acciones en la Bolsa. Que el precio de una acción esté por las nubes o por el piso, sólo indica que una mayoría de inversores la considera atractiva o poco atractiva. Pero nada nos dice acerca de su valor intrínseco -ni sobre todo,  como sería deseable, de la sabiduría de los inversores. La comodidad hace que se cambie la investigación razonable por la falsa seguridad de la mayoría. Acontecimientos como las crisis de 1929 y 2008 son el resultado de esa abdicación.
No: las mayorías no son la voz de Dios. Las mayorías pueden equivocarse. Históricamente se ha equivocado muchas veces. Al punto que podemos decir que el hecho de que una mayoría se incline hacia un lado o hacia otro no permite, en ningún caso atribuir bondad o maldad a las alternativas. 
Pero -se nos dirá con razón- ¡también las minorías ilustradas (que Platón propone) se han equivocado muchas veces y los especialistas y los sabios no han hecho mejor las cosas! Y esto también es verdad. Hay que reconocer con humildad que, como dice Hayek, el desarrollo e incluso la conservación de la civilización depende no tanto de la ciencia o la habilidad de los hombres -pues también es sobrecogedora la extensión de la ignorancia de los sabios respecto de los efectos que pretenden, aunque tengan poder y sean bien intencionados-, como de hechos fortuitos que nadie ha buscado o ha podido evitar. 

Esto, creo yo, puede tomarse, inabusivamente, como argumento a favor de la mayoría, definida como un elemento más que actúa en la Historia fuera de control. Su utilidad sería coadyuvar a hacer patente que el mundo va hacia adelante (para mejor y para peor), también y aún sobre todo, por lo que está más allá de nuestra inteligencia y de nuestras humildes contribuciones. A pesar de nosotros y de las mayorías.

Cartas 69 y 70 Primavera lluviosa y Otoño soleado

PRIMAVERA LLUVIOSA EN OXFORD Por Leslie Ford, del  Trinity College , en Oxford. Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene dedos tan pequeñ...