sábado, 27 de octubre de 2018

Cartas 11 y 12, La Balada de la Cárcel de Reading

EN PRISIÓN
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford

¿Qué palabra de gracia podría, en un lugar así, confortar el alma del hermano?
Oscar Wilde, La Balada de la Cárcel de Reading

Estimada Magdalena:
Su última carta renovó en mí, a un tiempo, la alegría de leer y el recuerdo de los libros leídos, especialmente en el transporte público. La mera existencia de los servicios de transporte público es un contraargumento a las frecuentemente oscuras y pesimistas visiones que describen la modernidad como un infierno. En mi caso particular, el mayor proveedor de espacio y tiempo para la lectura, el estudio y la meditación, no ha sido otro que la administración de ferrocarriles británicos. Y, como ahora le contaré -durante un período y unas circunstancias muy determinadas-, su sistema penitenciario.
En agosto de 1974 -el verano de mis 17 años-, en circunstancias que me perdonará omitir aquí, cometí y ayudé a cometer una serie de pequeños, aunque no inocentes, actos de vandalismo. Fue precisamente después de haber cometido un delito menor durante una borrachera, que mi padre quiso que “aprendiera la lección” y, a través de sus contactos en la administración, consiguió que me mandaran a vivir y a trabajar, durante unos meses, como escarmiento, a la Cárcel de Reading. 
Una cárcel, por más lejana en el tiempo, y por más asociada que esté a la Gran Historia de la Literatura, es un recuerdo triste. A menos que -como me sucedió a mí-, entre sus muros se haya tenido la dicha de conocer a la Sra. Isaacs. Porque si los trenes me regalaron el espacio y el tiempo de la lectura, la Sra. Isaacs me hizo el don de los libros.
La Sra. Isaacs era una Bibliotecaria en estado de gracia. En su manera de estar en la Biblioteca o pasearse dentro de sus límites, se le notaba ese sentido vocacional. Manera, no de alguien cuyo otro auto es un Porsche, sino de quien sólo desea estar allí para recomendarle un buen libro al próximo condenado a muerte que aparezca en el mostrador. A la Sra. Isaacs le había hablado, desde una zarza ardiendo, el Dios de Abraham, de Isaac(s) y de Jacob, con estas o parecidas palabras: “Elizabeth, algún día será usted la Bibliotecaria de la Cárcel de Reading”. Y su vida entera fue el cumplimiento de esa (para ella, pero no sólo para ella) dichosa profecía.
Pienso que los libros que leí en la cárcel no sólo cambiaron sino que mejoraron mi vida. Empezando por “La Balada de la Cárcel de Reading” de Oscar Wilde -“uno de nuestro Antiguos”, como decía la Sra. Isaacs- que fue mi primera lectura allí y el primer libro de poesía que leí en mi vida.
La Balada -que usted, Magdalena, conocerá bien-, tiene una tesis principal tan profunda como sorprendente: que sólo hacemos sufrir a aquellos que amamos: “Yet each man kills the thing he loves/ Todo hombre mata aquello que ama”. Y que en esa contradicción consiste el drama del corazón humano, porque estamos hechos para el amor. Por eso para Wilde, como para San Agustín, la primera víctima del mal es el que lo hace, no el que lo padece. 
Gran parte del poema transcurre en la descripción detallada del estado interior y exterior -figurado en la cárcel misma y sus rituales- al que queda sometido el que realiza el mal. Pero nada es peor que su grotesca inconsciencia respecto del mal que ha hecho: “And strange it was to see him pass, With a step so light and gay… /Qué extraño fue verlo pasar, con un tranco tan ligero y alegre…”.
 La Balada va y viene, con perfección, del alma del condenado a muerte a la del narrador, que es un criminal menor -pero un poeta mayor. Y tiene una de sus cumbres, en el breve y último encuentro entre los dos, “Like two doomed ships that pass in storm /Como dos barcos que, antes de hundirse, se cruzan en la tormenta”. 
Sabemos por otras fuentes que, para Wilde, las lecturas en prisión fueron un camino espiritual de autoconocimiento, arrepentimiento y finalmente, redención. Y ya sé que hoy no está de moda arrepentirse. Pero los que así piensan deberían considerar que el que dijo que podía resistir a todo menos a la tentación, nunca dijo que podía arrepentirse de todo menos de sus pecados. ¿Cómo no recordar que, con 17 años, leyendo “La Balada de la Cárcel de Reading”, descubrí yo también una senda de autoconocimiento y de redención? 

Por eso, no puedo terminar esta carta sin unir los nombres para mí tan queridos, de Elizabeth Isaacs y Oscar Wilde, en una misma oración agradecida. 


Respuesta de Magdalena Reyes Puig a Leslie Ford

ENTRE LAS CUMBRES Y EL VALLE: DEMASIADO HUMANOS

El mejor arrepentimiento consiste, sencillamente, en cambiar
José Saramago

Estimado Leslie,

El relato de su experiencia en la cárcel de Reading rozó una fibra íntima que ha resonado en mí desde que tengo conciencia. Me refiero a este temperamento vehemente que, para bien y mal,  me ha animado a lo largo de la vida. 
Siempre sospeché que mi inclinación por la Filosofía se debe, en gran parte, a esa proclividad a verme movilizada por el arrebato emocional.  El rigor analítico de la reflexión filosófica representa para mí un límite –que es asimismo amparo y contención- a esa tendencia a verme encendida por el fulgor indómito de la pasión.  La misma que parece haber incitado a los diversos personajes de su carta. Aunque es claro que existe una nítida diferencia entre la consumación de un delito, la rebeldía transgresora y el llamado de la vocación, la pasión como motor franquea la distancia que separa los variados destinos de los protagonistas de su narración. 
Edgar Degas creía que un cuadro debe ser pintado con el mismo sentimiento que un criminal comete su crimen. Pienso que esta intuición representa la moraleja que se desprende de su carta: la contradicción propia del  impulso apasionado.  Porque bajo el influjo potente de su brío surge el genio de Beethoven componiendo su novena sinfonía y la respuesta al llamado de la vocación de su tan apreciada Sra. Isaacs. Pero es también ese ardor pasional lo que impulsó a Charles Thomas Wooldridge –el condenado a muerte en la balada de Wilde- a apuñalar a su mujer conmovido por un arranque de celos. 
La pasión es una hoguera encendida donde danzan el poder creativo de Eros y la fuerza destructiva de Thanatos; en ella conviven fatalmente el amor y el odio. Y la profunda tesis de Wilde, “Todo hombre mata aquello que ama” representa magníficamente ese encontrarnos humanamente avivados por aquellos dos instintos básicos, tan contradictorios como mutuamente subordinados. El desenlace, entonces, depende de cuál de las dos potencias guía el paso.
Pero en su carta alude usted también al fenómeno del arrepentimiento. Afirma que hoy no está de moda arrepentirse, y parece sugerir que esta tendencia representa un obstáculo en el camino hacia la redención.  Puedo comprender su argumento, Leslie.  Sin embargo, pienso que la auténtica redención comulga con la reconciliación y no tanto con la compunción. Dante estuvo en el acierto cuando dispuso en el infierno a todos aquellos que, re-sintiendo la aflicción por las faltas cometidas, se empeñan en vivir apenados. Nuestro más genuino deber es escalar las cumbres de la dicha que subliman las penurias y abrazan a este “valle de lágrimas”.
Esta tarea, tan difícil como necesaria, de aprender a vivir con nuestra humana imperfección y la proclividad a incurrir en el mal y el error, es uno de los asuntos más recurrentes en mi práctica como psicóloga y consejera filosófica.  Toda persona con un resquicio mínimo de conciencia debe afrontar, tarde o temprano, su inherente vulnerabilidad y encontrar la forma de vivir con ella.  Anhelamos el bien y la verdad, pero sabiéndonos siempre condenados a eventuales caídas en la mentira y el mal. Como con la pasión, nuestro destino está sujeto a aquella inevitable contradicción que hace al “drama del corazón humano”. 
Baruch Spinoza argumentó que el arrepentimiento no es una virtud, ya que no nace de la razón, y así, “el que se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable o impotente”.  Como los grandes filósofos griegos, Spinoza veía en la toma de consciencia de las faltas cometidas una oportunidad para el aprendizaje y la transformación.  Aún sin buscarlos ni quererlos, el pecado y el error siguen siendo grandes maestros, que allanan el camino de la comprensión y el auto-conocimiento, incitando en nosotros la superación en ese tan humano afán de convertir lo malo en bueno y la equivocación en acierto.  El “De Profundis” de Wilde es una prueba de ello, así como también lo son esos ojos llenos de anhelo del condenado a muerte que mira “esa pequeña carpa azul/ que los prisioneros llaman cielo”.

Y usted, estimado Leslie, ¿acaso se arrepiente de esos pequeños actos de vandalismo que lo condujeron a la cárcel de Reading, donde se descubrió transformado por personas y versos a los cuales hoy extiende tan profundo y sentido agradecimiento?

sábado, 20 de octubre de 2018

Cartas 9 y 10, Sobre la verdadera identidad de Leslie Ford

LLAMADME LESLIE
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford

Estimada Magdalena,
Ha tenido usted la amabilidad de trasladarme, en una comunicación off de record, las dudas que se han suscitado en Uruguay respecto de la identidad de Leslie Ford y hasta de su misma existencia. Me gustaría seguir esa pista halagadora y romántica, pero a mi edad tengo indicios más que suficientes para suponer que existo y empezar a conocer quién soy. Déjeme que le cuente la verdad, en dos partes desiguales. 
La primera es que, desde mi juventud (como quizás tendré oportunidad de contarle algún día), me he esforzado en aprender la lengua española, sin cuyo conocimiento, al menos funcional, me habría sido imposible leer los textos originales de algunos de mis autores fundamentales -por ejemplo, los místicos castellanos del siglo XVI. Mi propio entusiasmo, un diccionario barato y cotidianos y sucesivos viajes en tren, me regalaron el don de la lectura. Mi español escrito, en cambio, no obtuvo las mismas recompensas. Nunca he conseguido que nadie creyera que mi jamón de York era en realidad jamón ibérico. En cada oportunidad, Henry Higgins pudo asignar mi castellano escrito a una -y una sola- región de España: el Oxfordshire.
Pero es necesario todavía conocer la segunda parte de la verdad -mucho más atractiva que la primera, si se me disculpa anticipar un juicio. 
Aunque ahora vive en Inglaterra, María, mi mujer -que ha aparecido ya antes en estas mismas líneas, junto a mí, discutiendo la posibilidad de que las rosas crezcan al pie de los cipreses- es en realidad una española nacida en Madrid, donde es fama que se habla el más puro castellano del mundo. Y ha trabajado, desde hace 30 años, como traductora para diversas casas de edición. (Una combinación irresistible para cualquier bibliotecario inglés, concédamelo). Durante estos mismos años, la he visto crear pacientes versiones castellanas de las obras de Yeats y John Henry Newman. Y traducciones audaces del Pygmalion de George Bernard Shaw, o las Revelations de Julian of Norwich. La he visto rechazar unos textos de Kerouac que le parecieron inhumanos. Y esperar inútilmente que a alguien se le ocurriera encargarle la traslación de La Voz a Ti Debida de Pedro Salinas al inglés. Claro que no soy objetivo, porque ella es también inmensamente linda, pero para mis colaboraciones en Magdalena y el bibliotecario inglés, no habría querido tener otra traductora que no fuera María, mi mujer. Qué suerte la mía que aceptó.
Pero aún es necesario decir algo más. Lo he discutido con María y estamos de acuerdo en que su versión introduce, aquí y allí, reescrituras muy visibles que modifican a veces el alcance de mi redacción original. Y esto es lo extraño: en el cien por ciento de los casos, la nueva versión me gusta más que la antigua. En parte, porque le encuentro la gracia de lo nuevo, como si otro hubiera escrito, y no yo, lo que yo mismo he escrito. Pero sobre todo, porque usa un tono menos solemne. (Inesperadamente, debo decir, porque el castellano parece tener una arquitectura sonora más densa y menos flotante que el inglés). Es sólo una opinión personal, pero tanto como me pesan y aburren las previsibles verbalizaciones de Leslie Ford en inglés, admiro la chispeante prosa y las audacias castellanas de María. 
Como cualquier marido que se encuentra a 30 años de distancia de su luna de miel, he tratado de comprar los favores de María con estos comentarios sobre su prosa y sus afortunadas intervenciones. Pero no ha resultado como esperaba. Dolorosamente he descubierto que María no está demasiado interesada en los escritos de Leslie -los haya escrito yo o ella- sino en las cartas de Magdalena. ¡Es “magdalenista” y no “lesliefordista”! 
No te imaginas, Leslie” -me ha dicho- “lo que han mejorado tus artículos con mi traducción; pero nunca van a estar a la altura de Magdalena”.
¿Basta con lo dicho para suponer que Leslie Ford y su bella esposa son el bibliotecario inglés? Una vez le escuché decir a aquel maravilloso profesor de literatura que la Ilíada no la escribió Homero, sino otra persona a la que llamamos, convencionalmente, Homero. 
Rimbaud lo dijo más bella y brevemente: “Je est un autre”.


Respuesta de Magdalena Reyes Puig a Leslie Ford

CON MUCHO GUSTO, SR. LESLIE


Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mi me enorgullecen las que he leído.
J.L.Borges

Estimado Leslie,

No sé si lo sabía, pero tiene usted algo en común con el padre del Psicoanálisis. Algo bien extraordinario, por cierto;  eso de  aprender una lengua foránea para leer las obras originales de autores fundamentales. La perseverancia y talento de Freud para aprender el idioma español en forma autodidacta a los dieciséis años siempre generó en mí una especial admiración, que ahora hago extensiva a usted, Leslie Ford.  Claro que como buen auscultador de la psiquis humana, lo que cautivó a Freud fue esa combinación genial de locura y cordura en Don Quijote de la Mancha. Y así me pregunto, ¿qué inquietud particular condujo a un oxoniense como usted, a embarcarse en tan arduo propósito para leer a los místicos castellanos?   
Soy consciente de que la lectura de libros está en riesgo de extinción,  pero sigo creyendo que somos en gran parte los libros que leemos, y viceversa. Y su caso no es una excepción a mi regla: fíjese que en su última carta, en la que se propone expresar su identidad, usted refiere más a autores y obras que a datos, atributos o circunstancias biográficas.
Como la Maga y Oliveira en “Rayuela” de Cortázar -que andaban sin buscarse, pero sabiendo que andaban para encontrarse- personas y libros acaban siempre reconociéndose en esa incesante proyección de la identidad.  Y lo mismo entre mortales; en la era de tabletsnotebooks y celulares, algunos seguimos sondeando en bibliotecas, salas de espera, transportes colectivos y plazas, coincidiendo o discordando calladamente con otros exiguos anónimos que también empuñan un libro. 
Así, no debería sentirse desestimado ni sorprendido por la afición que su mujer muestra por mis escritos. Presiento que esta preferencia se debe, nada más ni nada menos, que a esa coincidencia entre dos personas que se reconocen a través de sus libros preferidos.  Leyendo su carta supe que María tiene una predilección especial por “La Voz a Ti Debida” de Pedro Salinas, y debo reconocer que me sentí gratamente sorprendida por este descubrimiento. Digo sorprendida, porque conozco muy poca gente –casi nadie, a decir verdad-  que estime tanto a este genial madrileño que definió a la poesía como “ahondamiento de la realidad”.  Yo lo conocí gracias a un cuñado que me obsequió su poemario como regalo de bodas y es uno de esos poetas que, como usted bien dice, me ha sacado una y otra vez a volar. Porque la poesía enciende el alma, que despliega sus alas en vuelo hacia su morada original,  allí donde descollan el Bien, la Belleza y la Verdad.  Si la Filosofía es asombro y búsqueda, la Poesía es elevación y hallazgo: como “Coffee and Cigarettes”, ¡qué combinación!
Pero volviendo al asunto de su tan conjeturada identidad; una vez escuché a Fernando Savater decir que siempre es un otro quien nos saca de nuestra insignificancia natural para hacernos humanamente significativos.  No es que previo a su ultima carta fuera usted insignificante, Leslie, pero los místicos castellanos y María le confieren ahora una identidad más singular y significativa. ¡Savater tiene razón!  Nuestra identidad, eso que nos concede sentido y propósito en la vida, es el resultado de ese juego intersubjetivo en el que somos a la vez espejo y reflejo de esos otros –personas, poemas, ideas, autores o libros- que nos conmueven y transforman. 
Homero se refleja en la Ilíada,  que hace de espejo a cada uno de sus lectores, quienes a su vez proyectan a esa persona que escribió la Ilíada y que es llamado Homero. Pero en Homero, el nombre y también el hombre, conviven prodigiosamente tantas identidades como lectores de la Ilíada. 
En “Everything and Nothing” narra Borges las palabras que Dios le dirige a Shakespeare antes o después de morir: “Yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie.” 



Pero le ruego, Leslie, que la genialidad de Borges no lo desmotive y que continúe persistiendo en su afán de ir revelando su identidad en sus misivas. Es, precisamente, ese anhelo por descubrirnos -que nos impulsa al llamado socrático comprendido en el “Conócete a ti mismo”- el testimonio más fehaciente de nuestra inherente y maravillosa multiplicidad. Tan inmensa como los libros que hemos leído.  


sábado, 13 de octubre de 2018

Cartas 7 y 8, En torno a Nietzsche

DE MÁSCARAS ROSAS Y BAJO MIS CIPRESES
Por Magdalena Reyes Puig

Sin duda soy yo un bosque y una noche de árboles oscuros: sin embargo, quien no tenga miedo de mi oscuridad encontrará también taludes de rosas debajo de mis cipreses.
F. Nietzsche
Estimado Leslie,
Debo confesarle que después de leer su carta ruge en mí la exhortación con la que he incitado a mis alumnos una y otra vez a lo largo de todos estos años, ¡¿Cómo puede vivir sin leer a Nietzsche?!  Espero que sepa disculpar mi insolencia; la vehemencia es un modo excepcional en un inglés, mientras que en nuestra idiosincrasia latina es casi siempre la regla. Siempre recuerdo la expresión de desconcierto de algunos colegas extranjeros en un congreso de consultoría filosófica cuando me escucharon decir que el motivo por el cual había elegido a la Filosofía como profesión fue el placer de vivir junto a Nietzsche, de quien me había enamorado perdidamente cuando tenía dieciséis años. 
Fueron varios los encantos de éste pensador errante que hizo de su filosofía un canto a la vida. Uno de ellos fue su agudo olfato para adivinar el futuro. En una de sus obras él mismo presagia esa nietzschemanía que usted describe en su última misiva: “Todos ellos hablan de mí cuando por la noche están sentados junto al fuego –hablan de mi, mas nadie piensa- ¡en mi!”. Es cierto que la popularidad de Nietzsche amenaza con subsumir a su pensamiento en la cultura de la opinión prejuiciosa y frívola. Pero mientras algunos adornan sus perfiles con frases fuera de contexto, otros tantos pueden venturosamente descubrir en sus aforismos un fulgor de lucidez intelectual y, así,  las ganancias justifican las pérdidas.  
Quizás le resulte cómico saber que mi perro responde al nombre de Sócrates. Claro que sólo un crédulo puede esperar encontrar en un cándido mastín inglés el significado auténtico de la figura y pensamiento del gran maestro griego. Mas el bautismo –no en el sentido sacramental, por supuesto- de mi perro, y también de la moto de su trotamundos, puede quizás sorprender a algún alma desprevenida animando la pregunta acerca del sentido que reposa tras el nombramiento. 
 Usted me pide que le enseñe al Nietzsche que, mas allá de frases estampadas en remeras y tatuajes,  nos dona una verdad con significado.  Y a mi no se me ocurre una forma más sugestiva que contarle como ha impactado su pensamiento en mi vida. 

Confesarle, por ejemplo, que Nietzsche me ha dolido y sanado profundamente, todo al mismo tiempo.  La intuición poética de Walt Whitman, “Soy inmenso, contengo multitudes”, expresa lúcidamente esa intensa vivencia de la contradicción –en mi, en los otros y en la vida misma- que da un sentido humano, demasiado humano, a mi existencia. 

Pero el influjo más potente y valioso que ha tenido Nietzsche sobre mí es el de su profundo amor por el ser humano.  Es este afecto el que anima mi práctica como filósofa y psicóloga: en el aula, los cafés filosóficos, la radio o el consultorio, lo que me mueve es siempre ese deseo de encontrarme con otros para transitar juntos el camino hacia un mejor conocimiento de nosotros mismos.  Y en ese amor que aspira a comprender brotan mancomunadamente la compasión y la fuerza espiritual. Porque la comprensión disuelve al prejuicio moralista que nos separa de nosotros mismos y de los demás, habilitando esa comunión donde descansamos y encontramos el vigor para seguir buscando. Junto a Nietzsche aprendí que sólo en la fortaleza prospera la auténtica bondad: las rosas son hermosas pero frágiles, y se marchitan rápidamente sin un bosque tupido y resistente que las resguarde. 



No debería, pues,  sorprenderle que me rehúse terminantemente a   coincidir con su alusión a Nietzsche como un  “entertainer.”  Asumo que su equívoco responde a que nunca lo ha leído… De haberlo hecho estoy segura de que, junto a María Zambrano, reconocería que “la gran fuerza atractiva de Nietzsche está en que pasó por el mundo arrancando máscaras”.  Contra todo lo que nos retiene en la mediocridad entumecida del ni fu ni fa,  él empuña su potente “martillo” para demoler creencias acomodaticias y limitantes.  Nietzsche se descarna y escribe con su sangre, obligándonos a atravesar esa caparazón que mantiene al espíritu cautivo y triste en la modorra intelectual del entretenimiento.  


Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

BAJO MIS CIPRESES

Estimada Magdalena,
Disfruté mucho de la enorme y sincera pasión con que usted ha  acometido la presentación del pensamiento de Nietzsche y, sobre todo, del bien que este pensamiento ha supuesto en su vida y en la vida de sus alumnos y de sus oyentes. En términos teatrales le diría que consiguió usted levantarme del asiento. Y estoy seguro de que no he sido el único, porque su amor por Nietzsche es conmovedor. Le deseo muchos años más de lecturas felices.
Sin embargo, no podré acompañarla yo por esos caminos. Equivocado o no, el caso es que percibo en el Nietzsche que voy conociendo un grado inaceptable de autosatisfacción y mesianismo. Cómo puede alguien que no es Dios pretender tener la capacidad de arrancar al hombre de sus prejuicios moralistas; martillar la mediocridad entumecida y las creencias acomodaticias y limitantes; arrancar las máscaras de los hombres; exaltar la fortaleza de los árboles, por sobre la fragilidad efímera de las rosas... Mientras leía su artículo y adelantaba en ese homenaje tan profundo, y usted iba encendiendo, una a una, las luces del escenario, en vez de alegrarme me entristecía. Y recordé un diálogo de la película Río Místico, de Clint Eastwood. Cuando la versión nietzschiana de Lady Macbeth susurra al oído de su siniestro marido: “Todos son débiles, Jimmy. Todos menos nosotros. Nosotros nunca seremos débiles”. 
Perdóneme por esta simplificación atroz. Ahora verá que no tengo yo la última palabra.
No quiero parecer indiscreto, pero al mismo tiempo me alegra contarle que, con cierta frecuencia -y siempre que recibo sus correos-, desayuno en mi casa con María, la joven que traduce al castellano mis cartas de bibliotecario (y secundariamente interpreta las expresiones de Magdalena que pudieran resultar menos obvias a los nativos de estas islas).
Esta mañana, no habíamos empezado casi a tomar café ni a leer su carta de hoy, que María se detuvo en el epígrafe inicial. Y comentó que, sin conocer el original alemán, se atrevía a suponer que la frase “encontrará también canteros de rosas debajo de mis cipreses”, admitía seguramente esta mejor traducción: “encontrará también canteros de rosas al pie de mis cipreses”. Porque -razonó-, la poética inherente a la imagen excluye que las  rosas estén verticalmente debajo, como aplastadas por los cipreses. 
Intenté retomar la lectura, pero María ya no estaba conmigo, sino buscando textos de Nietzsche en internet. Rápidamente encontró la cita en alemán. Y se quedó perpleja porque allí decía no otra cosa que “unter meinen Zypressen”, es decir, exactamente la versión de Magdalena: “debajo de mis cipreses”.
A lo largo de nuestra lectura inmediatamente posterior, María no cesó de argumentar, una y otra vez, que Nietzsche, aunque con su pluma había escrito “debajo”, con su espíritu había sugerido “al pie”. No me gusta discutir con María, ni quebrar los momentos de genuina empatía, pero contesté con vehemencia que no es aceptable atribuir a un autor cosas que no ha dicho, ni omitir las que sin duda ha dicho. Las grandes mentes, como decía Umberto Eco, tienen derecho a que les otorguemos el beneficio de suponer que no han escrito sus obras en un momento de distracción. Aunque el resultado sea algo que no nos gusta.
En fin, tales palabras no fueron del agrado de María que no entendía el porqué de tanta agresividad, ni la necesidad de ser tan puntillosos. La mesa se había dividido en dos: o estábamos con Nietzsche o contra Nietzsche. Y la cosa no tenía remedio.
He querido contarle estas cosas, Magdalena, para que vea usted que no soy insensible al talento de su amigo, aunque parezca insensible a su filosofía -por ahora. Mire si no es extraño que sólo tres palabras de Nietzsche, las únicas que María había leído en toda su vida (“unter meinen Zypressen”), hayan creado en ella un amor tan grande. Con sólo tres palabras, Nietzsche sacó a volar a María por sus bosques profundos de cipreses y de rosas. Porque eso es lo que hacen los poetas con nosotros: sacarnos a volar.




sábado, 6 de octubre de 2018

Cartas 5 y 6, Lo profundo y lo superficial

HISTORIA DE UN AMOR
Por Magdalena Reyes Puig

                             El mundo silencioso es un mundo que nos viene del otro.
Emmanuel Levinas

Estimado Leslie, 

Debo confesarle que sentí una gran alegría al recibir su última carta. Este diálogo epistolar me estimula y entusiasma, ya que a pesar de que hay verdad en la máxima platónica, “La filosofía es un silencioso diálogo del alma consigo misma”,  también es cierto que existe un deleite especial en el filosofar en coloquio. 
Todavía guardo en mi memoria la época en que, siendo aún bastante joven, sentía una cierta inquietud inconformista frente a esa soledad a las que nos dispone el silencio reflexivo de la Filosofía. Es cierto que existe, para todo filósofo, un refugio donde se encuentran la paz y libertad necesarias para poder pensar. Sin embargo, al igual que en el Zarathustra de Nietzsche, siempre ruge en nosotros el animal gregario que sólo halla sosiego en el pensar en comparsa. Pienso que tenía razón Ortega y Gasset cuando afirmó que el ser humano edifica casas para vivir en ellas, y construye ciudades para salir de su casa y encontrarse con aquellos que también han salido de las suyas. 
De todas formas, debo admitir que en mi “casa” he tenido el privilegio de contar con la cálida e invalorable compañía de muchos otros que vivieron y pensaron antes que yo.  Filósofos que hacen posible ese diálogo del alma consigo misma ya que, como bien dice usted,  conociendo su pensamiento podemos sentirnos comprendidos por ellos.  Esta impresión fue la que experimenté en mis primeras lecturas del Humano, demasiado humano de Nietzsche. Todavía guardo el recuerdo de esa sensación indescriptible, tan profunda como certera, de que esas palabras habían sido escritas para mí. Esto, porque en ellas encontraba un espejo que me devolvía sentimientos y pensamientos que se alumbraban y debatían sutilmente en mi joven alma. Pero no un espejo en el sentido corriente del término, que nos proyecta la mera imagen de nuestra usual apariencia: lo que me donaron aquellos primeros diálogos con Nietzsche fue la imagen recuperada y transformada de mí misma. No puedo pensar en palabras más bellas y justas para describir aquella sensación que las de Marsilio Ficino en su De Amore: Comentario a El Banquete de Platón: Sin duda cuando te amo, al amarte me reencuentro en ti que piensas en mí, y me recupero en ti que conservas lo que había perdido por mi propia negligencia”.  A través de ese abrirnos al encuentro con el otro podemos vivenciar una comunión en la cual nos comprendemos más y mejor a nosotros mismos. Esto era lo que tan bien intuía Sócrates cuando le enseñaba a sus discípulos que la verdadera sabiduría se encuentra en el conocimiento de uno mismo. Sin embargo, sumergidos como estamos hoy en una cultura harto individualista, solemos olvidar que ese autoconocimiento exige la apertura hacia un otro que nos impugna y confirma a través de esa paradoja maravillosa que es la experiencia del amor.
Confieso que por deformación profesional me cuesta concebir –al menos para mí misma- la experiencia de máxima plenitud allende a la práctica de la Filosofía. Pero coincido con usted en que la auténtica felicidad no es un privilegio exclusivo de los filósofos, y que sí existen otros caminos para alcanzarla. De todas maneras, la senda filosófica persiste estoica desde tiempos inmemoriales, amplia y abierta, rebelándose siempre contra el manto anti-democrático con el que la celan algunos partidarios de la erudición apostillada. 


Ahora que tengo un conocimiento más preciso de su procedencia, puedo asegurarle que mi empatía hacia usted no ha menguado para nada. Por el contrario, se ha intensificado sustancialmente ya que siempre he sentido una especial fascinación por el Magdalen College  no sólo por  razones onomásticas, sino también  porque ahí estudió Oscar Wilde, un artista tan genial como sensible a quien siempre he admirado. Seguro que usted conoce su obra mucho mejor que yo, pero desearía concluir esta carta con una cita de De Profundis, uno sus textos más apasionantes: El verdadero necio, ése del que los dioses se ríen o arruinan, es el que no se conoce a sí mismo”.


Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

LA MOTO ZARATHUSTRA

Estimada Magdalena,
Ahora que ha confesado usted su love affair de larga data con Inteligencia o, es imperativo que le diga que yo jamás lo he leído. Y sin embargo, creo que sería capaz de mantener una razonable conversación sobre su filosofía y sus principios -con cualquiera que no sea usted. Y es que Nietzsche es como Harry Potter. Nadie puede decir que no lo conoce. Cuando al comienzo del film Amadeus de Milos Forman, el anciano Salieri toca una melodía cualquiera de Mozart en el piano, su interlocutor la tararea inmediatamente. Así, nosotros -probablemente cientos de millones de personas- tarareamos a Nietzsche sin darnos cuenta. Lo hacemos continua e inconscientemente. Copiamos su insolencia y querríamos imitar su ocurrencia y audacia. Citamos sin entrecomillar sus frases más famosas y las llevamos escritas, con las más variadas tipografías, en un tatuaje sobre el tobillo, o en una camiseta. Conocí ayer a un trotamundos cuya moto se llama Zarathustra. 
Asistimos así a un fenómeno de masificación y des-intimación, que seguramente ha popularizado a Nietzsche en toda la galaxia, a riesgo de vaciar la filosofía de Nietzsche de todo significado. Ahora bien, todo lo que necesitamos es, precisamente, ese significado. Podemos ser confusos y aún poco lúcidos. Podemos estar muertos incluso, pero no podemos renunciar al significado. Como se atreve a decir Quevedo: “Serán ceniza, más tendrá sentido…”. Sin eso, no sólo no hay pensamiento; no hay humanidad posible. Materializar y realizar lo más hondo y lo más profundo en lo superficial y lo visible, es la tarea misma de la humanidad. Pero -y sabemos que Spike, el de Notting Hill, no estará de acuerdo-, no basta con llevar una frase de Nietzsche en la camiseta para que la vida cobre sentido. 
Creo que el primero que intentó pegar “pedazos” de pensamiento abstracto a un vestido fue alguien que difícilmente puede ser acusado de superficial. El lunes 23 de noviembre de 1654, Blaise Pascal tuvo una intensa experiencia personal de Dios. Abrumado, escribió en un papel lo que había vivido: “Desde aproximadamente las diez y media hasta pasada la medianoche… Fuego… certeza, sentimiento, alegría, paz…”. El texto conocido como el Memorial de Pascal había sido depositado sobre un papel. Entonces su autor sintió la inspiración de completar la escritura con un gesto. (No algo “gestual”, en el sentido nietzschiano que explicaba usted en una anterior misiva epistolar. Pero sí en el sentido sacramental, es decir, el que representa con símbolos externos acontecimientos internos que no nos es dado contemplar). Y Pascal cosió el Memorial a un abrigo que usaba normalmente.
Yo entiendo ese movimiento y ese gesto. Porque el Memorial simbolizaba todo para Pascal. Y es razonable que quisiera llevarlo siempre consigo. Pero, ¿qué significa Nietzsche para los millones  de nietzschianos de la nietzschemanía? 
¿No cree usted, Magdalena, que su excesivísimo ingenio condena un poco a Nietzsche a flotar en la superficie? Leamos al azar cualquier colección de sus sentencias (iba a decir “famosas”, pero todas sus sentencias lo son): podríamos quedarnos disfrutando allí toda la tarde; y toda la noche; y toda la mañana siguiente… Pero cuando alguien es un entertainer de esa magnitud, es lícito preguntarse si, más allá del impacto emocional, hay una verdad esperándonos. Borges señaló este mismo peligro del “ingenio vacío” en Oscar Wilde, pero en su caso concluyó con una sentencia absolutoria (no compartida por Umberto Eco): “Leyendo y releyendo, a lo largo de los años, a Wilde, noto un hecho que sus panegiristas no parecen haber sospechado siquiera: el hecho comprobable y elemental de que Wilde, casi siempre, tiene razón”.
Seguramente hay también un Nietzsche así, más allá de las camisetas y de las motos y de las frases famosas que repetimos como si fueran las melodías de Mozart. Pero descubrirlo se hace hoy más difícil. 


Mientras espero que usted me ayude en esa tarea, la semana próxima prometo contarle cómo una crisis de juventud terminó con mis huesos ¡en la cárcel de Reading! Y cómo salí de allí convertido en bibliotecario al Servicio de Su Majestad.   

Cartas 69 y 70 Primavera lluviosa y Otoño soleado

PRIMAVERA LLUVIOSA EN OXFORD Por Leslie Ford, del  Trinity College , en Oxford. Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene dedos tan pequeñ...