sábado, 25 de mayo de 2019

Cartas 69 y 70 Primavera lluviosa y Otoño soleado

PRIMAVERA LLUVIOSA EN OXFORD
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford.

Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene dedos tan pequeños.
E.E. Cummings

Querida Magdalena:
En los diarios que Emma Thompson escribió durante la filmación de Sense & Sensibility, se cita una sentencia llena de resignación del conocido actor británico Hugh Grant: “En Inglaterra, lo que arruina todos los planes es el clima”. 
Una vida entera en Inglaterra me ha dado la costumbre del clima de estas tierras, y alguna sabiduría acerca de qué puede o no esperarse de él en determinadas épocas del año. En general, estoy de acuerdo con Hugh Grant. Y ante la pregunta existencial que todos nos hacemos, a más tardar, a la hora del desayuno -¿qué tiempo va a hacer hoy?-, mi respuesta más sensata será siempre: “Sin duda alguna, lloverá”. (Y me alegraré un pocosi me equivoco, como nos explicaba Seymour Glass un par de semanas atrás).
Entiendo que lluvias tan constantes puedan no ser del gusto de todo el mundo. Y que,en primavera, cuando por una determinación biológica que todos compartimos, la esperanza del buen tiempo habita en muchos corazones, las precipitaciones permanentes, los inesperados chubascos, los vientos húmedos del Atlántico e, incluso, algunos días fríos que parecen regresarnos al invierno, puedan ser frustrantes en diverso grado. 
Noto esta frustración especialmente en María, mi querida mujer y traductora. Para ella, que se crió en España, el clima nuestro no es que sea incomprensible: es inaceptable. En Madrid, cuando la primavera llega es, casi siempre, lo que se espera de ella: un plano inclinado hacia la calidez soñada del verano. Se dice que, en Madridhay“nueve meses de invierno y dos de infierno”, como para señalar los rigores extremos del clima continental, pero la verdad es que he disfrutado allí de algunas preciosas y templadas primaveras. Y aunque mienta un tanto así, puedo suscribir lo que dijo Ramón Gómez de la Serna en susNostalgias de Madrid: que allí, “hay que poner los paraguas en remojo”. Ciertamente en Madrid también llueve a veces. Pero cierro los ojos y no puedo recordar ni un solo día lluvioso en Madrid; como si, por una misteriosa bendición, mi británica memoria estuviera condenada a no otra cosa que a los cielos claros de los frescos de San Antonio de la Florida, en los que, como decía un poeta que ya ha muerto, “el cielo de Madrid casi se toca…”.
 Cuando uno ha crecido en esa claridad, puede resultar difícil mirar con resignación los cielos de Gran Bretaña donde, como es sabido, los inviernos no son demasiado rigurosos debido a la Corriente del Golfo, pero donde, en contrapartida, parece reinar un otoño constante, con independencia de la estación oficial. Si nos limitamos a Oxford, donde las precipitaciones son más o menos parejas durante los doce meses del año, sería poco razonable sentirse defraudado cuando llueve. Yo veo, sin embargo, sufrir a María, aún ahora, después de 30 años en Oxford, por esa nostalgia del sol. La veo asomarse a las ventanas y otear el horizonte, con una esperanza que a mí me falta: la de que esas nubes tan constantes y esa agua “tan mojada” -como señalaban los hombrecillos de Blancanieves- estén a punto de abrirse o de cesar, y de transmutar su cerrazón constante en soleada primavera.
Nada de eso, en cambio, es importante para mí, ni afecta mi ánimo. No tengo, a decir verdad, ni siquiera el instinto de protegerme, cuando llueve, de la lluvia. Al salir de casa, no recuerdo si me he puesto el sombrero, o el impermeable. Pienso en si he cerrado la puerta con llave; seguramente repaso algunos detalles técnicos de la bicicleta, para asegurarme de que habré de llegar pedaleando, desde mi casa, a las bibliotecas del Trinity College. Sólo entonces, si el agua fría (y mojada) me da en la cara, volviendo en mí, me doy cuenta de que sí me he preparado para el encuentro con la lluvia, aunque de un modo inconsciente, porque estoy metido en el impermeable Campbell, de Grenfell, de color azul Navy, y llevo puesto el sombrero australiano de lona del mismo color, que compré en abril de 1971 en Portobello Rd.
¡Pero no soy un marido insensible! Antes de empezar a pedalear, miro hacia atrás y advierto el precioso rostro de María en la ventana, escudriñando las nubes. Y deseo para ella, con todas mis fuerzas, el cósmico regalo de unos pocos segundos de sol que suavicen su inmensa, su incurable nostalgia infantil.

Respuesta de Magdalena Reyes Puig desde Montevideo


OTOÑO DE LUZ EN MONTEVIDEO


“Llénalos de noticias incombustibles. Sentirán que la información los ahoga
pero se creerán inteligentes. Les parecerá que están pensando, 
tendrán una sensación de movimiento sin moverse”.
Ray Bradbury

Estimado Leslie,

Su última misiva me hizo tomar conciencia del extenso recorrido que realizan nuestras cartas cada semana.  Los vertiginosos avances tecnológicos de este siglo XXI surten sus efectos –tanto perjudiciales como benéficos- no sólo en el ámbito objetivo de la vida práctica, sino también en un nivel más subjetivo, en el cual se moldea nuestra percepción de la realidad,  junto a nuestra forma de ser y estar en el mundo. 
La inmediatez del e-mail inmuniza a la conciencia de la distancia que nos separa, incitando la ilusoria creencia de que podemos superar la singularidad que hace al carácter contingente y relativo de las expresiones humanas. En el mundo globalizado, el “yo soy yo, y mi circunstancia” de Ortega y Gasset suena como un adagio añejo: hoy nos encontramos todos virtualmente conectados bajo una nube que cubre la naturaleza particular de toda circunstancia. Por esto, su carta disparó en mí un despertar de la concienciaque me mantuvo reflexionando acerca del entendimiento humano en las sociedades más tecnocratizadas.  
Mientras usted se aclimata (con su impermeable Campbell azul Navyy su sombrero de lona haciendo juego) a la primavera oxoniense, yo me debato (con bufandas y almohadas mullidas) contra un sol que se escabulle cada día más tempranamente en este otoño montevideano. Esto no nos impide pensar juntos a través de este diálogo epistolar –y la tecnología es para esto un coadyuvante fundamental, al menos para garantizarle a El Observador un contrapunto semanal-. Sin embargo, le confieso que hasta ahora no era plenamente consciente de lo disímiles que son nuestras circunstancias. Como en el mapa titulado “América invertida”, obra del genial artista plástico uruguayo Joaquín Torres García, donde se sugiere que la posición geográfica moldea nuestra concepción del mundo, y que la “realidad” difiere según el hemisferio desde donde es percibida e interpretada. 
No sé si coincidirá conmigo, pero hay en los clichésmás verdad que lo que estamos generalmente dispuestos a admitir. Por eso, no debemos desestimar la paradójica sugerencia de que en la era de la comunicación nos encontramos cada vez más conectados, pero también más incomunicados. El desarrollo de la tecnología ha traído consigo una creciente proliferación de la información, columna vertebral de la aldea globalen la cual estamos todos endémicamente conectados. Sin embargo, como en la cita de Bradbury, este superávit de información sumerge a nuestra conciencia en la creencia falaz de que para saber, basta con estar conectadoa la red informática que despacha noticias cual fábrica de productos masificados.    
Ahora se me ocurre que es muy probable que las buenas nuevasdel nacimiento de Archie Harrison Mountbatten-Windsor nos hayan llegado a ambos en forma prácticamente simultánea. Pero también es muy posible que este hecho haya tenido, para usted y para mí, diversos significados: hete aquí la clave para distinguir a la información somera del conocimiento sustancial.  Podría usted contarme su parecer acerca de la trascendencia social y mediática del nacimiento de un royal baby, pero yo sólo conseguiré comprenderlo genuinamente si tomo en cuenta su circunstancia particular, porque de seguro su interpretación no sería la misma si fuera un bibliotecario limeño en la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas. 
Deberíamos tomar la máxima de Ortega y Gasset y convertirla en trending topicen las redes sociales -aunque sospecho que usted no necesita nada de estopara adivinar el sentido profundo de dicha sentencia, y aplicarla en su vida práctica: su sensibilidad ante la nostalgia infantil de su mujer por los cielos claros madrileños hablan de cuán arraigada está en usted la sentencia orteguiana-. 
Por último, quisiera contarle que el otoño ya no es solo esa estación en la que sol se vuelve cada día más tacaño, mientras el frío y la melatonina conspiran con él para inducirme en el letargo que atenta contra el cumplimiento de mis obligaciones cotidianas. Con el despertar de la conciencia que generó en mí su carta, el otoño se llenó de luz, y pude comulgar con las palabras de Junichiro Tanizaki en “El cortador de cañas”:  “Tú seguramente no entiendes la tristeza de esta noche de otoño, pero ya llegará el día en que puedas comprenderla”.

sábado, 18 de mayo de 2019

Cartas 67 y 68 El Día de la Madre

FEMINISMO A CONTRAPELO
Por Magdalena Reyes Puig

Todo niño que nace es un dios que se hace humano: no podría realizarse
en tanto que conciencia y libertad si no viniera al mundo; 
la madre se presta a ese misterio…”
Simone de Beauvoir


Estimado Leslie,
El domingo pasado se celebró el Día de la Madre en Uruguay.  No sé cómo es en Inglaterra, pero aquí tiene un enorme impacto comercial. Junto a la Navidad, el Día de la Madre es el bocato di cardinale  de shoppings, ferias y locales comerciales.  Esto genera cierta suspicacia, e incluso rechazo, en personas que juzgan a esta celebración como un mero fetiche de la sociedad de consumo. Y si bien esta sospecha tiene su fundamento,  es cierto que, como síntoma, este dispendioso ajetreo denota un significado bastante más profundo, que podría resumirse en una frase de Joyce: “Si hay algo seguro en este apestoso estercolero del mundo, es el amor de una madre”.   
Le confieso que me encanta el Día de la Madre.  La expectativa de amanecer con un delicioso desayuno preparado por mis hijos, y tomarlo todos juntos en la cama, amerita el entusiasmo. Este ritual, que se repite indefectiblemente todos los años, tiene una carga simbólica difícil de poner en palabras.  Comprobar como nos va quedando cada vez más chica la cama es experimentar el paso del tiempo, y sentir que en medio del cambio inevitable hay algo que persiste inmutable; el amor que siento por cada uno de ellos.  Esto me recuerda a Parménides de Elea, quien afirmó que debe de existir lo permanente -a lo cual denominó Ser- detrás de lo que está en constante cambio –el no-Ser- que es siempre accidental y aparente. Para el filósofo eléata el Ser es lo único realmente sustancioso y digno de ser valorado. Pese a su radicalismo, es cierto que lo permanente nos concede la seguridad que precisamos en un mundo cada vez más inconstante. Y créame que esa tregua la experimento muy especialmente en el amanecer del Día de la Madre. 
Espero que no me tome por cursi.  El amor es un concepto que ha sido históricamente vapuleado hasta convertirlo en un objeto de consumo, envasado en corazones rojos, películas con el clásico desenlace de “y vivieron juntos para siempre”, chlichés de todo tipo y novelas de Corín Tellado.  Sin embargo, de superfluo el amor no tiene nada. No en vano el mismo Parménides señaló que “el Amor es el primer dios que fue concebido”.  La razón detrás de esta intuición es que el amor es potencia creativa. Eros, dios griego del Amor, es la fuerza cósmica que preside la constitución misma del universo. Por eso Freud recurre a él para bautizar a uno de los dos instintos básicos del ser humano: el que tiende a la preservación de la vida, la unión y la creatividad.  Su impulso es lo que posibilita toda creación: del mundo, los reinos de la Naturaleza, artes, lenguas, ciencias y filosofía. 
Mas el amor no se brinda como “perejil en feria” a cualquier aspirante.  Junto a Pascal, podemos afirmar que “el corazón tiene razones que la razón desconoce”: amamos a quien reúne condiciones que nuestro corazón estima valiosas o significativas. Pero si, por h o por b,  ese alguien desiste de las cualidades que dan razón a nuestro corazón para embelesarse, es muy probable que el amor también se transforme. Así, el amor condicional es contingente, y por ende, insuficiente para darnos la seguridad y confianza que necesitamos. 
Pero si el amor está sujeto a condiciones, el de una madre se mofa de esta predisposición.  “¿Cuando habéis oído decir que una madre quisiera ser pagada por su amor?”, se pregunta Nietzsche. Quizás existan algunas, sí, claro: las generalizaciones siempre abrazan las singularidades que se les oponen.  Pero el corazón de una madre es generalmente animado por una voluntad que desmantela todas las condiciones de la más consistente razonabilidad.  En esto radica  su potencia y su influjo liberador. 
“El amor incondicional responde a uno de los anhelos más profundos, no sólo del niño, sino de todo ser humano”, subraya Erich Fromm. Y sin desestimar otras expresiones posibles, las madres tenemos el privilegio de ser un manantial espontáneo que calma y colma esta humana aspiración. 
En el eterno retorno de lo mismo concebido por Nietzsche, no dudaría un instante en reelegirme mujer una y otra vez.  Antes, incluso, de ser madre, ya sentía esa íntima confianza. Pero es en este amor a mis hijos, libre -de condiciones-, donde confirmo mi feminismo y me siento especialmente empoderada. 

   
Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

CHESTERTON Y LAS MADRES

Querida Magdalena:
Atendiendo a su curiosidad, le informo que la celebración de la maternidad, en el Reino Unido, tiene una doble fecha -porque nada es sencillo en nuestras viejas naciones. 
El Día de la Madre, propiamente dicho, es el 25 de marzo, justo nueve meses antes de la Navidad; cualquiera puede entender por qué. Tradicionalmente era día libre para los sirvientes que solían usarlo para volver a casa y visitar a sus madres ya que, en general, no podían hacerlo durante el resto del año. 
El Mothering Sunday, por su parte, es también una tradición antigua y, en su origen, también una fiesta religiosa, para celebrar la maternidad y los nacimientos. Ciertamente tenía que ver con la llegada de la primavera y el renacer de la vida. Y se celebra siempre tres domingos antes de Pascua: este año, el 31 de marzo.
Yendo ahora al fondo de sus argumentos, me ha parecido detectar una nota de reserva en su carta de esta semana, como si  no estuviera del todo convencida de lo que hacía. Ni de tener que  acometer cierta defensa de la maternidad, ni de tener que explicar la plenitud que, personalmente, ser madre supuso para usted. Sin embargo, créame, tanto su apología como sus referencias autobiográficas son hoy más necesarias que nunca, pues ni el pensamiento único, ni el terrorismo feminista tienen un entendimiento amistoso de la maternidad. 
Empezando a tomar algunas notas para mi respuesta, me encontré con un párrafo de G.K. Chesterton que, enseguida lo supe, contiene y mejora muchos de mis pensamientos al respecto. No tanto la humildad como el sentido común me lleva a cederle la palabra de inmediato:
Concediendo que la humanidad ha actuado al menos naturalmente dividiéndose en dos mitades, distinguiendo así respectivamente los ideales de talento especial y de cordura general (que son realmente difíciles de combinar por completo en una sola mente), no es difícil ver por qué la línea de escisión ha seguido la línea del sexo, o por qué la mujer se convirtió en el emblema de lo universal y el hombre de lo específico…. Dos gigantescos hechos de la naturaleza llevaron a esto: primero, que la mujer que cumple con frecuencia sus funciones literalmente no puede ser especialmente prominente en el experimento y la aventura; y segundo, que la misma operación natural la rodea con niños muy pequeños, que no requieren tanto que se les enseñe mucho de algo como todo. Los bebés no necesitan que se les enseñe un oficio, sino que se los introduzca en el mundo. En pocas palabras, la mujer generalmente está encerrada en una casa con un ser humano en el momento en que éste hace todas las preguntas posibles (y algunas imposibles). Sería extraño que la madre conservara algo de la estrechez de un especialista.
Ahora, si alguien dice que este deber de iluminación general (incluso cuando se libera de las reglas y las horas modernas y se ejerce de manera más espontánea por parte de una persona más protegida) es en sí mismo demasiado exigente y opresivo, es algo que puedo entender. Solo se me ocurre añadir que nuestra raza pensó que valía la pena echar esta carga sobre las mujeres para mantener el sentido común en el mundo.
Pero si se comienza a hablar de estas tareas domésticas como algo no sólo difícil, sino trivial y triste, simplemente dejo de entender. Pues no puedo, con la máxima energía de la imaginación, concebirlo. 
Cuando se califica a lo domestico de pesado, la dificultad radica en un doble significado de la palabra. Si la monotonía significa trabajo terriblemente arduo, admito que la mujer se mete en la casa, del mismo modo en que un hombre puede hacerlo en la Catedral de Amiens o tras una cañón en la batalla de Trafalgar. Pero si significa que el trabajo duro es más pesado porque es insignificante, incoloro y de poca importancia para el alma, entonces, no puedo acompañar el argumento.
Ser, al mismo tiempo, la reina Isabel, decidiendo ventas, banquetes, labores y feriados; Whiteley, proporcionando juguetes, botas, sábanas, pasteles y libros; Aristóteles, enseñando moral, modales, teología e higiene… Puedo entender cómo esto puede agotar la mente, pero no puedo imaginar cómo podría limitarla.

La función de una madre es laboriosa, pero debido a que es gigantesca, no porque sea insignificante.

sábado, 11 de mayo de 2019

Cartas 65 y 66 Arepas y las tanquetas de Pepe Mujica

AREPAS EN St Gilles’
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford

Querida Magdalena,
Hace cosa de un mes llegó el momento de cambiar de bicicleta. Nunca he sido un gran deportista, pero esa bicicleta, -una  Raleigh “Superbe" Roadster del 54, de color negro-, yo la quería. No puedo suponer que a usted la marca le diga algo, sin embargo puedo asegurarle que es cosa tan inglesa como la Reina, a quien Dios guarde muchos años. En la posguerra mundial, esa Roadster y el Jaguar E-Type del 61 fueron la más acabada representación de la belleza industrial. Déjeme evocar tan sólo el cómodo sillín y sus resortes, el farol redondo, el pequeño inflador. 
Aún así y con tanta belleza,  según me explicó mi cardióloga, debido a su gran peso y a su ineficiente desarrollo aeróbico, resultaba ya inadecuada para un bibliotecario sesentón. No me quedó sino hacer de tripas corazón, redactar un anuncio de venta y publicarlo en algunos órganos de la prensa universitaria local. Luego me senté a observar que la llamada ley de la oferta y la demanda no actuaba según mis intereses: de hecho nadie llamó.
Perdidas casi ya las esperanzas, el domingo 28 de abril tocaron el timbre en casa. En la puerta estaba un joven muy elegante, de piel aceitunada que, en un inglés indiciario (id est, profiriendo sonidos que tendencialmente buscaban semejanza con la lengua de Wilde), manifestó su interés en comprar mi bicicleta. Escuchándolo, entendí perfectamente que no me hubiera llamado antes por teléfono. Creo que se sintió bastante aliviado cuando lo sorprendí y le propuse continuar nuestra conversación en lengua castellana.
 Simon, porque así se llama el joven, excusó su pobre inglés en ser ciudadano de Venezuela. Licenciado en Química, llegó al Reino Unido hace apenas un año, y tiene previsto seguir el programa acelerado A101 de Medicina en Oxford. Pero, y esto es lo notable, estos estudios los realizará en el tiempo libre que le deje su principal ocupación, que es atender un puesto callejero  donde despacha arepas (que no es el nombre de un diálogo de Platón, sino unas tortitas de maíz diversamente rellenas), cerca de St Gilles’. 
Advirtiendo cuán distintas parecen las actividades de cocción de las arepas y el ejercicio de la medicina, le pregunté porqué no dejaba aquélla y se dedicaba a éste, a tiempo completo. Respondió que esto no es una opción: el dinero es hoy esencial en la vida de Simon, paradójicamente la persona menos materialista del mundo. De lo que gana, trata de gastar lo menos posible y mandar el resto a su madre y a sus hermanos menores -¡un grupo familiar que, en promedio, ha adelgazado 8 kilos per cápita desde que él se marchó! Parece que, lamentablemente, las fotos de desnutrición crónica que ha publicado la prensa son todas verdaderas.
Le confieso que escuchando a Simon, me dió vergüenza conocer tan poco de la situación en Venezuela. Los periódicos ingleses están tan llenos de nuestro pequeño y mezquino Brexit y nuestros royal babies, que apenas prestamos atención a nada más -exceptuando las gloriosas gestas del Liverpool y los demás equipos ingleses en el fútbol europeo. Ni siquiera somos capaces de advertir que a algunas millas náuticas de distancia, se está cometiendo un genocidio. ¿Pasa lo mismo en Uruguay? ¿Son allí los gobernantes y políticos tan insensibles como los nuestros? 
Opino, sin sonrojarme, que Inglaterra, que ha intervenido militarmente en todo el globo terráqueo, opportune et importune, desde la época de Guillermo el Conquistador, debería ser capaz de integrar una fuerza de intervención internacional que restablezca una humanidad básica en Venezuela y destituya a los genocidas.
Simon, quizás por su juventud, o quizás porque no tiene nada que perder, me pareció profundamente optimista. No sé si todos los venezolanos son iguales, pero no detecté en él notas de desesperanza o amargura. Como tampoco la más pequeña concesión a un escenario de fantasía, en el que todo se solucionaría sin daños.
Él piensa que lo de Venezuela se va a arreglar. Porque al final es mucho más seguro exponerse a las balas, o ser arrollado por una tanqueta del ejército de Maduro, que pretender llevar tal cosa como una vida normal.
En fin, he contribuido a la causa dejándole la bicicleta a 10 Libras + unas arepas el próximo sábado. El saldo ha quedado a favor de la próxima revolución.


Respuesta de Magdalena Reyes a Leslie Ford

LAS TANQUETAS, MUJICA Y LAS BUENAS RAZONES

¿Qué les pasaba a los hombres que les costaba tanto
manejar la lógica elemental?
Ian McEwan


Estimado Leslie,
El Simon de su carta evocó en mi un artículo del filósofo surcoreano Byung Chul Han: Por qué hoy no es posible la revolución. A través de un diagnóstico incisivo (en el que no me detendré aquí, pero que le recomiendo leer y examinar), Han argumenta que la sociedad contemporánea carece de los valores que hacen posible el pensar y actuar en forma unificada,  para promover el cambio político y social ambicionado.  
En tiempos de posverdad (ese neologismo catapultado a la fama en el 2016 como “palabra del año” por la casa editorial de su Universidad), los ideales ya no tienen mayor cabida. Este es un trago amargo de beber para muchos de los que nacimos con suficiente antelación a la era millenial, cuando era de Perogrullo confiar en el valor de ideales tales como la libertad o la justicia, y estar dispuesto a arriesgar, aunque solo fuese la palabra, en su defensa y resguardo.  
Así, me pregunto que pensaría Chesterton, quien afirmó que “decir que un hombre es un idealista es decir que es un hombre”, de cara al imperante nihilismo…
Pero le ruego no me malinterprete, Leslie.  No soy de esas personas que creen que el naufragio de valores en medio de la pérdida de horizontes de sentido es una condición exclusiva de jóvenes apáticos y descreídos. Para nada es esa mi opinión.  Y para aquellos que sí la sostienen,  el novel dueño de su antigua bicicleta es, por sí mismo, una clarísima refutación. 
Me llamó muy especialmente la atención algo que usted relata en su carta respecto a la confesión que le hizo Simon: “que al final es mucho más seguro exponerse a las balas, o ser arrollado por una tanqueta de Maduro, que pretender llevar tal cosa como una vida normal”. No sólo porque oficia de esperanzador contrapunto a la atribulante tesis de Chul Han, sino también porque parece contradecir su sospecha respecto al mezquino anglocentrismo de los periodistas ingleses. 
Como buen gentleman estoy segura de que mientras saborea las arepas de Simon este próximo sábado,  me concederá el favor de preguntarle si sus palabras no fueron inspiradas por una declaración reciente de un taquillero expresidente uruguayo. Me refiero a José (popularmente conocido como “Pepe”) Mujica, quien declaró que “no hay que ponerse delante de las tanquetas”, en referencia a las personas atropelladas por los tanques del ejército venezolano durante una manifestación popular contra el gobierno de Maduro. Apuesto a que los periódicos ingleses entintan sus páginas con algo más que las novedades del Brexit, de los royal babies o la soberbia victoria del Liverpool…
Las palabras de Mujica son más elocuentes que cualquiera de los argumentos esgrimidos por Chul Han en su artículo. Ellas no sólo denotan una impertinente actitud de soberbia patriarcal,  juzgando de “pueril” al gesto de miles de personas dispuestas a arriesgar su vida en pro de los ideales de justicia, equidad y libertad.  No se me ocurre un ejemplo más ilustrativo de la inanición moral. 
Pero la declaración de Mujica ensalza, además, esa predisposición que él mismo se ha dedicado a fustigar una y otra vez en los viralizados discursos que tanta popularidad le han deparado: la del egoísmo insensible y omiso del individualismo más exacerbado.  Como el dicho que aconseja “cuidar la chacrita propia”, la proclamación de Mujica denota una patente desestimación del bienestar social como valor fundamental.  Tremenda paradoja para alguien que afirmó que “la especie como tal debería tener un gobierno para la humanidad que supere el individualismo: hay que entender que los indigentes del mundo son de la humanidad toda”. 
Lamentablemente, la sensibilidad no es un coadyuvante efectivo en la arena política hoy.  Cuando manda el cálculo interesado, la sensibilidad se va a llorar al cuartito.  Por eso es difícil juzgar a un gobernante en función de su relativa y usualmente cohibida sensibilidad.

Pero aún nos queda la lógica: esa que dispone el hombre, según Miguel de Unamuno. A ella la podemos perder, pero jamás coartar. Y bajo su tutela, la pasión estará siempre bien orientada ¿O acaso no fue, a fin de cuentas, con buenas razones que Simon estimuló en usted el deseo de dejarle la bicicleta a 10 libras + la arepa, con el saldo a favor de la próxima revolución?  Que así sea, estimadísimo Leslie. 

sábado, 4 de mayo de 2019

Cartas 63 y 64 Sobre la felicidad

DE LA FELICIDAD Y OTROS MENESTERES
Por Magdalena Reyes Puig

¿Por qué buscáis la felicidad, oh, mortales,
fuera de vosotros mismos?”
Boecio


Estimado Leslie,
Hace pocas semanas se realizó el súper promocionado “debate del siglo”  entre dos de los intelectuales más mediáticos y controvertidos de la actualidad: el filósofo esloveno, Slavoj Zizek y el psicólogo canadiense, Jordan Peterson. 
Este dejó, a mi criterio, bastante que desear. El contenido no estuvo a la altura de la cualidades discursivas de los participantes, quienes, por otra parte, reprodujeron modos de lo políticamente correcto, juzgado por ambos como expresión de una “falsa tolerancia” y una de las formas más peligrosas de totalitarismo.  
El debate, titulado “Felicidad: Marxismo vs. Capitalismo”, no brindó ninguna idea iluminadora respecto a las bondades y maldades teórico-prácticas de los dos sistemas más antagónicos de la historia, pero sí se tornó interesante al final, cuando los debatientes desarrollaron sus reflexiones relativas al tema de la felicidad. 
Tanto Zizek como Peterson admitieron que la felicidad es un “subproducto necesario” o “efecto secundario”, algo que desciende sobre nosotros -como un “estado de gracia”-  cuando nos damos cuenta de que estamos haciendo lo que debemos. “Si te enfocas en ella (la felicidad) estás perdido”, sentenció Zizek en su habitual estilo provocativo. 
Le confieso que me resultó sumamente sugestiva esta idea, que interpela incisivamente a nuestra conciencia para arrancarla de su crédulo letargo complaciente. En un mundo donde todo tiende a convertirse en mercancía disponible en anaqueles de supermercado, la felicidad no escapa de este ominoso destino. 
La felicidad es la promesa insuflada en todos los bienes de consumo; desde un iphone hasta las vacaciones en un resort caribeño all inclusive. Cuánto más inmediata la consumación de la promesa, más seductora la mercancía. No en vano las “píldoras de la felicidad” encabezan la lista de los bienes más consumidos, con un aumento de más de un 100% en los últimos 10 años. La Organización Mundial de la Salud ha declarado a la depresión como la pandemia del siglo XXI, con más de 350 millones de personas que la padecen en la actualidad. Por esto,  es de suma importancia reparar en la paradoja que entraña esta epidemia que afecta a nuestro mundo contemporáneo. ¿Cómo es posible que, ante la creciente oferta de diversidad de bienes consagrados a la satisfacción del deseo de felicidad, hayan cada vez más personas aquejadas por sentimientos de malestar, frustración y abatimiento? 
Para los antiguos griegos, la pregunta por la felicidad estaba íntimamente vinculada con la ética.  Para ser feliz, el ser humano debía llevar una vida virtuosa, encaminada hacia el cultivo de cualidades morales que promueven la experiencia de bienestar. Para Aristóteles era la autorrealización, mientras los estoicos y cínicos promulgaron la autosuficiencia, y Epicuro argumentó a favor del placer intelectual y físico, acompañado de la ataraxia, o ausencia de preocupación. Ninguna de estas cualidades puede ser inoculada en un bien de consumo, ni embalada con una linda moña o un ingenioso spot promocional para ser presentada en una pantalla, vidriera o góndola de hipermercado.  Todas ellas se forjan en la adopción de una actitud comprometida y responsable, que puede dar sentido a la inevitabilidad del sufrimiento, confrontándolo y concibiéndolo como una oportunidad para el aprendizaje y la superación de uno mismo. La felicidad es algo que nos ganamos cuando hacemos lo que debemos, pero no desde el mandato impuesto por una autoridad externa y obedecido ciega e irreflexivamente. El auténtico sentido del deber para los griegos es aquel que se despliega como un saber “claro y distinto” a nuestra conciencia, resultado de un reflexionar que decanta en nuestra más profunda intimidad. Es un saber que revela un modo, una sincronía de acuerdo a la cual las cosas son como deben ser.  Esto es lo que, presumo, experimentó Kant cuando justo antes de morir dijo: “Así está bien”. 
“La vida es fundamentalmente sufrimiento, pero creo que la luz que se puede encontrar es directamente proporcional a la oscuridad que uno está dispuesto a confrontar”, afirmó al final del debate Jordan Peterson. 
No sé qué opinión le merece a usted, Leslie.  Yo, por mi parte, no puedo coincidir más.  

   
Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

UN ATARDECER EN NUEVA YORK

Querida Magdalena:
Comentaré sus sensatos pensamientos con dos citas que ayudarán a considerar el tema que usted plantea: que la felicidad no es un bien de consumo, una lata que sacamos de una máquina expendedora a cambio de dinero. Podemos esperar que venga, como un don, pero no como un resultado. Y añadiría: ni siquiera como el efecto adecuado de una acción. ¿No cree usted que sería muy triste que la felicidad fuera algo demasiado adecuado, que careciera de cierta inconveniente excesividad? Porque, si algo sabemos, es que la felicidad tiene mucho que ver con el amor; y el amor es siempre excesivo y, por eso quizás, lo único realmente digno del hombre en este mundo sublunar. 
Así como un cuadro impresionista se torna ininteligible cuando nos acercamos demasiado a él, así se desvanece la felicidad cuando buscamos adecuarlo a esta o a aquella nota que a veces nos parece escuchar cuando nos creemos felices. Dice Shakespeare en su Soneto 18:  Shall I compare thee to a summer's day? -¿está la felicidad siempre asociada a un día de verano? Sabemos que la respuesta es no. Pero saberlo no nos ayuda a resolver el problema de la felicidad pues, como dijo Rupert Brooke, “a este lado del Paraíso, poco consuelo da el saber”.
La primera cita con la que la he amenazado es de J.D. Salinger, y suelo llevarla cosida en la parte interior de mi saco de tweed. Habla de no obsesionarse con tener la posesión de la pelota. Pues la obsesión es incompatible con la esperanza.
“Un día, hacia el final de la tarde, durante ese cuarto de hora un poco espeso en Nueva York en que acaban de encenderse los faroles de las calles y se encienden las luces de posición de los coches -unas sí y otras no- , yo estaba jugando a las bolitas con un chico llamado Ira Yankauer… Aplicaba la técnica de Seymour, o trataba de aplicarla… y perdía constantemente. Constantemente, pero sin sufrir. Porque en ese mágico cuarto de hora, cuando pierdes bolitas, simplemente las pierdes. Creo que Ira también estaba suspendido en el tiempo, y si era así, todo lo que ganaba eran bolitas. En ese silencio, en total armonía con él, me llamó Seymour. Fue un choque agradable darse cuenta de que había un tercero en el universo, y a este sentimiento se agregó la justeza de que fuera Seymour. Me giré por completo y sospecho que Ira también. Las bombitas brillantes de la marquesina de nuestra casa acababan de encenderse. Seymour estaba parado en el cordón de la vereda, mirándonos, hamacándose sobre los arcos de sus pies, con las manos en los bolsillos de su abrigo forrado de piel de cordero... Por la forma de hamacarse en el cordón de la vereda, por la posición de las manos... supe entonces, como lo sé ahora, que él también tenía una inmensa conciencia de la hora. 
¿No podrías tratar de no apuntar tanto? -me preguntó, siempre de pie, allí-. Si le das cuando apuntas, será pura casualidad.
¿Cómo puede ser casualidad si apunto?, le respondí en voz no muy alta (a pesar del subrayado), pero con algo más de irritación en la voz de la que realmente sentía. No dijo nada por un momento, siguió hamacándose sobre el cordón, mirándome, lo supe de un modo imperfecto, con cariño. 
Porque es así, dijo. Te alegrarás si llegas a darle a la bolita, ¿no es cierto? ¿No es cierto que te alegrarás? Y si te alegras al acertarle a la bolita de alguien, quiere decir que en el fondo no tenías mayores esperanzas de conseguirlo. Así que tiene que haber algo de casualidad, tiene que ser bastante accidental.”
Una cita tan larga no debería requerir glosa -ni siquiera la que pudiera hacer yo. Pero lo que le está vedado a un viejo bibliotecario, quizás le esté permitido a Saint-Exupéry, pues los muertos, sobre todo si son maravillosos escritores, tienen sus privilegios. Creo que, al leerla, estará usted de acuerdo en que el francés añade una nota pertinente, al señalar que no es posible alcanzar la felicidad en solitario. Y que, si para recibirla hemos de estar un poco distraídos de nosotros mismos (no apuntar tanto), nada mejor que estar pendientes de las necesidades de quienes nos rodean.

“Y si me preguntas: ¿Debo despertar a este, o dejarlo dormir, para que sea feliz? Te responderé que nada sé de la felicidad… Pero, si hubiera una aurora boreal, ¿dejarías dormir a tu amigo?”

sábado, 27 de abril de 2019

Cartas 61 y 62 Los caminos hacia Dios y la imaginación

NEWMAN, LEWIS Y DIOS
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford

Querida Magdalena,
Volvió usted felizmente a recordar a Martin Buber. Yo había leído con sumo placer su obra quizás más conocida, “Yo y Tú”, algo a caballo entre la filosofía y la poesía. Pero desconocía hasta hace poco “Confesiones del Éxtasis” (Ecstatic Confessions), su personal antología de los místicos que han dejado testimonio escrito de sus encuentros con la divinidad. Siendo yo mismo, no un místico, pero sí un converso, tengo cierta inclinación a los textos de quienes han pasado por experiencias de algún modo semejantes. He devorado “Las Confesiones” de Agustín de Hipona, “Historia de una Familia Judía” de Edith Stein, e incluso “Dios Existe: Yo me lo encontré” de André Frossard. Cuando se han leído estas narraciones, ya no sirven los modelos clásicos de interpretación de la realidad. Y no porque la realidad haya cambiado, sino porque la visión se ha ampliado y ahora se nos enseña lo que antes no podíamos ver. Lo apasionante de estos escritos es que cuentan cómo era el antes y el después. Cómo era estar ciego y ahora ver. La tensión está asegurada.
Por familiaridad geogáfica, déjeme detenerme en dos casos que conozco un poco mejor, porque sucedieron aquí mismo, en la Universidad de Oxford.
El primero es el de John Henry Newman, ilustre ex-alumno de este Trinity College, desde cuyas bibliotecas escribo yo mis cartas.
Su paso de ser un clérigo de la Iglesia de Inglaterra, a un cardenal de la Iglesia Católica, es fascinante. Sus estudios y lecturas, dentro del llamado Movimiento de Oxford, sobre todo durante la década de 1830, lo fueron sacando de su zona de confort. Y esto es lo importante, él siempre aceptó que la verdad tenía derecho a exigirle esa incomodidad. En su apasionante autobiografía, Apologia pro Vita Sua (que puede bajarse gratuitamente desde www.gutemberg.org, sin violar la ley), pueden encontrarse los hechos, pero también las reflexiones que él mismo hace sobre esos hechos.
El paso de Newman al catolicismo supuso rupturas con familiares y amigos, y quedar en el centro de violentas polémicas que desbordaron el ámbito universitario y se hicieron nacionales. Quizás algunas de las críticas que entonces se dirigieron contra él tenían fundamento, y uno puede inclinarse hacia uno u otro lado de la línea. Pero se le ha reconocido universalmente la serenidad con la que, sin jamás quejarse, renunció al prestigio social y a los muchos beneficios económicos de su antiguo credo, para asumir en adelante una vida pobre y austera -sí, incluso como cardenal. 
Aproximadamente un siglo después, dos profesores de Oxford, mantuvieron también conversaciones sobre la fe, con un grado de belleza formal, de profundidad, pero también de originalidad, que maravilla. 
C.S. Lewis (autor de las Crónicas de Narnia y de las Cartas del diablo a su sobrino) y J.R.R. Tolkien (autor de El Hobbit y El señor de los anillos), se consideraban a sí mismos “amateurs en un mundo de grandes escritores” -claro que para nosotros es difícil entender a qué tipo de amateurismo se referían. 
En todo caso, sabemos que durante años, de viva voz y por carta, o a través de escritos formales -¡e incluso de poemas!- discutieron acerca de lo que llamaban “el mito cristiano”. Tolkien era cristiano y pensaba que Lewis también debía serlo. En fin, un domingo de septiembre de 1931, acompañados también por Hugo Dyson (un profesor de Merton College que, entre paréntesis, odiaba a los elfos de Tolkien), salieron a caminar por Addison’s Walk, en los terrenos de Magdalen College. Habían arrancado antes de cenar y continuaron, paseando y hablando hasta las 3 de la mañana. Esa noche, la de la conversión de Lewis, fue una noche inolvidable en la que no sólo Dios susurró, sino también el viento y los árboles. En una carta escrita pocos días después, el mismo C.S. Lewis resume lo sucedido: “Empezamos hablando…interrumpidos por un viento tan súbito y con tal profusión de hojas, que pensamos que estaba lloviendo… Todos retuvimos el aliento… Entonces, Dyson y Tolkien me mostraron que la historia de Cristo es simplemente un mito que opera en nosotros de la misma manera que los demás, pero con esta tremenda diferencia: que realmente sucedió”. 
No sé qué opinará usted de este texto: yo creo que no está nada mal, para un escritor aficionado.


Respuesta de Magdalena Reyes a Leslie Ford

ELOGIO DE LA IMAGINACIÓN

El que tiene imaginación, 
con qué facilidad saca de la nada un mundo.
Gustavo Adolfo Bécquer

Estimado Leslie,
Si la Filosofía nace del asombro para encarnarse en la apasionada búsqueda de la verdad, los mitos son una de las vías regias para conquistar ese propósito. “A través de los mitos los hombres expresan verdades que, de otro modo, quedarían sin ser dichas”, afirmó el mismísimo J.R.R. Tolkien, a quien usted refiere en su epístola.  De hecho, este fue el argumento que empleó para convencer de C.S. Lewis acerca de la naturaleza verídica del mito cristiano. 
Hay verdad en los mitos, especialmente en aquellos que aluden a aspectos de la condición humana más consustancial. Tolkien la encontró en la Biblia, Freud en el Edipo Rey de Sófocles,  y las hermanas Wachowski en  la Alegoría de la Caverna de Platón.
Pero también existen posturas contrarias al juicio de Tolkien. Este es el caso del filósofo argentino, Mario Bunge, para quien todo conocimiento debe fundamentarse en la ciencia, donde los hechos reemplazan al mito y la teoría se impone sobre las presunciones de la fantasía.  Para Bunge sólo es real aquello que puede ser corroborado por los datos de la experiencia objetiva, y la imaginación no sería un medio válido para acceder a la verdad de las cosas. 
Confieso que he leído con interés a Bunge, especialmente 100 ideas y Pseudociencia e Ideología. Sin embargo, pienso que es absurdo negar el inmenso aporte que han hecho la teoría del complejo de Edipo de Freud y la película Matrix de las hermanas Wachowski, a nuestra comprensión de la naturaleza humana y de la realidad en la cual nos encontramos incluidos. 
Todo esto remite al clásico dilema acerca de las fronteras que separan y distinguen a la verdad de la mentira o, más precisamente, a la ficción de la realidad. En nuestra cultura,  este dilema se traduce en la oposición entre evidencia empírica y fábula imaginativa.  A pesar de la máxima de Einstein, “La imaginación es más importante que el conocimiento”, aún persiste el afán generalizado en vincular lo real con aquello que está efectivamente comprobado y consensuado. Así, desestimamos el hecho (que Einstein quiso subrayar a través de su sentencia) de que pensar es siempre imaginar. 
En este hecho se basa el argumento de Yuval Noah Harari, autor de los best sellers  Sapiens, Homo Deus y 21 lecciones para el siglo XXI (que a mi juicio, y dicho sea de paso, justifican por sí mismos su notoria celebridad). Harari afirma que los seres humanos gobernamos a la naturaleza gracias a nuestra capacidad para cooperar flexiblemente y a gran escala. Esta capacidad es la que posibilita la coexistencia en sociedad que, a su vez, propicia la creación de cultura y conocimiento. Y la razón que explica todos estos logros es, precisamente, el poder para crear y creer en fábulas, historias ficticias forjadas por nuestra imaginación.  
Si podemos pensar a Dios, al tiempo, la regla del 3, la nada y los derechos humanos, esto es porque poseemos –y hacemos uso de- la facultad de imaginar.  Ninguna de estas nociones se encuentra en el mundo objetivo, accesible tanto a nosotros como al perro, el delfín o el chimpancé. Estas ideas y conceptos subsisten en otra esfera, exclusivamente humana por cierto. Así, concluye Harari que los seres humanos vivimos en una realidad dual: la objetiva que se nos da ya hecha, y la creada por nuestra capacidad para pensar e imaginar. 
El argumento de Harari tiene sentido, sin duda. Sin embargo, es posible que con nuestra imaginación podamos no sólo crear fábulas que eventualmente se hacen en realidad, sino también descubrir verdades que nos trascienden, y que permanecen ocultas a la percepción inmediata. ¿Es Dios una gran idea ficticia producto de nuestra imaginación, o una realidad que podemos descubrir gracias a nuestra capacidad para imaginar y pensar lo sobrenatural? 

Anthony Flew, oxoniense como usted y uno de los más célebres exponentes de la filosofía atea,  se convirtió al deísmo poco después de cumplir 80 años.  Esto le significó, como a John Henry Newman, numerosas  dificultades,  lo cual descarta la posibilidad de haber adherido, sin razón suficiente, a una creencia que refutaba toda su obra anterior, por la que había recibido vasta celebridad. Su conversión fue el resultado de su fidelidad a la exhortación socrática que le sirvió de lema en su vida intelectual: persigue la verdad, donde sea que te lleve. Y si “la lógica te lleva de A a B, la imaginación te lleva a todas partes”. 

sábado, 20 de abril de 2019

Cartas 59 y 60 Más allá de la razón y de lo singular

RAZÓN Y VERDAD
Por Magdalena Reyes Puig

La verdad puede más que la razón
Sófocles

Estimado Leslie,
Hace unos pocos días, y a raíz de nuestro último intercambio epistolar, mantuve una interesante conversación acerca de la incidencia de los otros en el conocimiento de nosotros mismos con una colega psicóloga.  Ella se mostró particularmente interesada en la cita del Dr. José María Delgado reproducida al final de mi carta y su relación con los más recientes descubrimientos del psicoanálisis que refieren a la transmisión psíquica transgeneracional. Pero lo que más llamó la atención de mi colega fue el hecho de que sin ser psiquiatra ni psicólogo, y en el año 1945, mi bisabuelo haya accedido a una intuición tan profunda y atinada de la psyché humana.  ¿Cómo pudo él, siendo tan poeta como hombre de ciencia, afirmar algo tan intangible como que “nuestros ascendientes perviven en nosotros” con tanto convencimiento? 
Tanto la ciencia como la filosofía representan, en el imaginario colectivo y también para muchos especialistas,  el empeño de aprehensión de la verdad mediante el recurso de la razón y la percepción sensible.  Según este criterio, la verdad es siempre independiente de quien la piensa: “No es en los hombres, sino en las cosas mismas, donde es preciso buscar la verdad”, sentenció Platón, representante par  excellence  del objetivismo filosófico.  El interés, la naturaleza falible de nuestros sentidos y las creencias básicas o prejuicios, deben ser controlados y dirigidos por el intelecto en la búsqueda de un conocimiento confiable y verídico, “No te fíes sino de la razón”, agrega Descartes a esta influyente tradición.  
Sin embargo,  y también dentro de la Filosofía,  existen perspectivas alternativas que postulan los límites de la razón, argumentando que no todas las verdades son  accesibles a la pura inteligencia. Algunas cosas no basta con poder pensarlas para que resulten verdaderas: en ocasiones, la verdad debe ser confirmada en la experiencia vivida. 
En esta línea discurre el pensamiento de Martin Buber, filósofo existencialista  conocido por su filosofía del diálogo.  En su maravillosa obra Yo y Tú  Buber plantea que no existe un yo aislado y separado, sino siempre en relación con un otro que puede ser una persona, el mundo objetual o la divinidad. Por otra parte, y con respecto a la verdad encontrada en la experiencia vivida, Buber recurre al ejemplo del dolor diciendo que no se puede conocer su esencia alejando al espíritu de él para contemplarlo serena e imparcialmente, como enseña el método científico o la filosofía objetivista. Quien se valga de este medio podrá quizás, cosechar muchas ideas ingeniosas acerca de la naturaleza del dolor, pero jamás llegará a conocer su esencia. Para esto, el ser entero debe lanzarse a fondo en ese dolor real,  identificarse con él y llenarlo de espíritu, “entonces es cuando el dolor se le franquea en tal intimidad”. 
Es que usted tiene razón, Leslie: “la filosofía no es sólo una herramienta analítica, sino un camino”. El camino de la existencia vivida, por el cual tenemos que transitar con nuestro ser entero, y no sólo con la razón.  Es entonces cuando llegamos a destinos sorprendentes donde se nos revela la ser auténtico de las personas y las cosas, que adquiere un sentido universal porque deviene, precisamente, de ese encuentro con la otredad con el cual comulgamos en una experiencia vivida personalmente. 
En mi práctica como psicóloga clínica es común que las personas admitan “saber” ciertas cosas a nivel teórico, pero sin poder tomar decisiones o acciones vitales que coincidan con ellas. Siempre pienso que esto se debe a que los seres humanos no siempre experimentamos esa “adhesión total” a la verdad que creemos saber, no la hemos comprehendido, y por eso padecemos esa incongruencia interna entre el saber, el sentir y el obrar.  
Así, creo que mi bisabuelo supo que nuestros ascendientes persisten en nosotros -alineándose a la postura aristotélica de coexistencia del ser común y el ser individual- porque pudo relacionarse con esa presencia y responder a ella. No es que no haya tenido argumentos racionales o empíricos para saberlo (de hecho, hoy sabemos que los hay), pero ese reconocimiento recíproco con los otros requiere de una mirada profunda, que desborda al entendimiento al mismo tiempo que lo enaltece y alimenta.  

   
Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

SINGULAR Y PLURAL
Todos los que fueron, en la sucesión de los siglos idos, nuestros ascendientes, perviven en nosotros.
José María Delgado, bisabuelo de Magdalena Reyes

Querida Magdalena:
Su bisabuelo, que era poeta, conocería el soneto Desde la Torre, de Francisco de Quevedo, en el que describe cómo, a través de la lectura, contacta con los sabios de generaciones anteriores: vivo en conversación con los difuntos/ y escucho con mis ojos a los muertos. Efectivamente, el saber no se produce en nosotros por generación espontánea, sino que se origina en las generaciones anteriores y de ellas es tributaria.
En las cartas de la semana pasada, mientras yo señalaba su curiosa y notable presencia en nuestras vidas, usted iba más allá, y sugería que la tradición es un modo de conocernos, de reconocernos, a nosotros mismos en la vida común. Esta relación tendría un sentido vertical, conectándonos con los antepasados, y otro horizontal, amalgamando a todos los individuos de una misma generación. La tradición -ya sea remar en el Támesis o caminar por la rambla “con mate en mano y termo bajo el brazo”- manifiesta así lo que somos, nuestra identidad. Definiendo, por un lado, nuestro lado “único e irrepetible”, en aquello que nos constituye indiviadualmente como personas, pero también lo que nos hace iguales a los demás o -como se dice en algunas tradiciones- sus semejantes. Cada persona existe, o camina, sobre dos patas: la de su unicidad, y la de su ser ser común o compartido. Es en sí misma y es con los otros.
En una época en la que el pensamiento extendido (y a veces único) está dominado por el individualismo, puede sorprender esta referencia a la naturaleza social como fundamento de nuestra identidad. Sin embargo, la filosofía no es sólo una herramienta analítica, sino un camino, y frecuentemente al final de un razonamiento no sólo llegamos a una conclusión que no esperábamos, sino a un nuevo lugar, desconocido y sorprendente pero que estamos llamados a explorar. Si seguimos nuestras cartas, la sociedad ya no es más la coincidencia casual o arbitraria de individuos naturalmente aislados, interactúando accidentalmente para bien o para mal en un lugar y en un tiempo; sino la descripción de algo más profundo: que esos individuos comparten un mismo ser y que, por lo tanto, son parte de una reciprocidad. El ser común es siempre un ser recíproco, en el que los individuos están naturalmente (id est, por naturaleza) orientados unos a otros.
No todos estarían de acuerdo con esta descripción profundamente personalista, pero al mismo tiempo social, del ser recíproco. En una polémica que dura desde hace ya más de dos milenios, y que académicamente se conoce como la Cuestión de los Universales, algunos han negado la existencia del ser común, que aquí discutimos, mientras otros han afirmado que sólo existe el ser común.
Aristóteles que era en general un tipo muy claro, en su Metafísica dejó sin embargo abierta la cuestión, que ahora nos preocupa, de la coexistencia del ser individual y del ser común. ¿Cómo puede la especie estar presente en los individuos? ¿Cómo existe el individuo único en la especie común? 
Por su lado, para Guillermo de Ockham, las especies (lo que hemos llamado el ser común) no existen, sino sólo los individuos. La especie es únicamente una ficción verbal, un nombre vacío para denominar a individuos a los que atribuimos cierta semejanza mutua. Ahí tenemos al Nominalismo
En el otro rincón del cuadrilátero, están los que, en diverso grado, piensan que es difícil jugársela por el ser individual. Para ellos, sólo el ser común o genérico se impone con evidencia. Si los individuos existieran (quod est desmostrandum), deberían subordinarse, o incluso diluirse en la especie, o en el todo social que es la condición de su existencia. Parménides, Platón, y Marx son representantes de esta inclinación intelectual.

En cuanto a mí, pero lo que yo opine no tiene la menor importancia, el ser común significa sobre todo alegría. Porque todas las personas que han sido, son y serán -eso nos incluye también a usted y a mí, a mi mujer y traductora, a Quevedo y a su bisabuelo José María Delgado, a Guillermo de Ockham, a Parménides, a Platón, a Marx y al gran Obdulio Varela- vivimos en una comunión que nos puede hacer presentes y cercanos unos a otros. Aunque a veces nos parezca que unos u otros estamos lejos -en Oxford, en Montevideo, o en la Casa del Padre.

Cartas 69 y 70 Primavera lluviosa y Otoño soleado

PRIMAVERA LLUVIOSA EN OXFORD Por Leslie Ford, del  Trinity College , en Oxford. Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene dedos tan pequeñ...