sábado, 23 de febrero de 2019

Cartas 45 y 46 El pan de los cachorros y el manjar del Cielo

EL PAN DE LOS CACHORROS
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford

Los cachorros comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.
De una mujer cananea, siglo I.


Querida Magdalena,
Espero que hayan ustedes podido descansar un poco después del casamiento de su querida hija. María, mi mujer, le agradece especialmente las fotos y los videos que nos ha enviado en donde los jóvenes uruguayos parecen bailar con excesiva competencia.
La posibilidad de estar allí a través de esas fotos, de sumarnos a esa fiesta en la que no estuvimos, me ha llevado a repensar algunos argumentos que me han acompañado desde la juventud.
Como sabe, soy aficionado a la lectura. Lectura en sentido amplio: contemplar las obras de arte, la música, la pintura, la arquitectura o el cine… Nunca como un especialista, sino como un espectador de a pie que lee Henderson el Rey de la lluvia en el tren, o en la sala de espera del dentista y sabe alegrarse cuando, en la radio del auto, suenan Fred Astaire, Sheila Sue o Tchaikovsky.
Especialmente desde la adolescencia -es decir, desde el momento en que empecé a ser más consciente de mi propia vida interior-, me asombraba el hecho (no sólo la posibilidad, sino la realización real de esa posibilidad) de que alguien como yo -una inteligencia mediana, opacada por penosos hábitos de pereza y dispersión, que había sufrido tempranos reveses de fortuna y no tenía ninguno de los rasgos de carácter que denotan liderazgo- pudiera, sin embargo, acceder, con sólo abrir un libro, a la intimidad de los grandes hombres que han marcado la historia, la espiritualidad o la cultura del mundo. Intimidad casi escandalosa pues no era aventurado presumir que muchos de los autores que admiro, no me habrían invitado nunca al casamiento de sus hijas.
Desde luego, entendía también que esa intimidad era proporcional a mi propia (in)capacidad, y que mi cercanía a los Grandes era y sería siempre una experiencia reductora, pues como dice el adagio: todo se ajusta a la medida del recipiente. No obstante, por pequeño que fuera mi entendimiento, era innegable la experiencia de intimidad, tanto en su plenitud como en mi pequeñez. Y terminé aceptando que ese mecanismo de comunión en la desproporción debía de ser real. 
Cuando George Harrison murió en noviembre de 2001, publiqué en The Oxford Times un aviso fúnebre en el que pedía “oraciones por el alma de mi querido amigo George”. Una perspicaz redactora del diario vio allí la oportunidad de una interesante nota y me llamó por teléfono. Pero creo que se sintió decepcionada cuando le expliqué que, si bien Harrison había estado en el living de mi casa muchas veces, y durante años, sólo lo había hecho a través de su música. Quizás ese sólo está de más, y habría que preguntarse qué es más íntimo y de qué manera se conoce más a George. Creo que puedo sostener mi argumento de que, habiendo dedicado muchísimas horas a escuchar cada detalle de While My Guitar Gently Weeps, he adquirido el derecho a llamarme su amigo. 
Una de las ventajas de los pequeños recipientes es que se llenan en seguida: son agradecidos. Y yo me sentía continuamente saciado, alimentado en aquellas mesas cuyos manjares eran, para mí, tan adecuados y desproporcionados al mismo tiempo. Pero esa era la maravilla, sentarse en una mesa que me quedaba grande y ser como el cachorro que puede comer las migajas. Parecía -era muy raro, pero lo parecía- que yo no había sido hecho para mi pequeñez, sino para aquella plenitud, y para nada menos que aquella plenitud. Existía una mecánica que me incluía y que creaba vasos comunicantes hacia la perfección. Dios igualaba hacia arriba, no hacia abajo.
Algo de eso me parecía entender. Y no estaba dispuesto a perderlo. No lo dejaría escapar. Mantener ese estatus merecía muchos sacrificios. Pero, por encima de todo, una decisión concreta: asumir la lectura como una responsabilidad. Para activar los vasos comunicantes. 
La lectura, la audición musical o las películas me permitieron entender algunas cosas que antes ignoraba. Pero, sobre todo, me elevaron a un mundo de inteligencia y belleza muy por encima de mi propia capacidad. En medio de la experiencia temprana de mis limitaciones, escuchar a Harrison o leer a Saul Bellow fueron experiencias que terminaron convirtiéndose en pruebas de que Dios no se había olvidado de mí; y que el cachorro podía saciarse  sin complejos con las migajas que caían de la mesa de los genios.


   


Respuesta de Magdalena Reyes a Leslie Ford

EL MANJAR DEL CIELO

“Que otros se jacten de los libros que han escrito,
yo me enorgullezco de los que he leído. ”
J.L. Borges



Estimado Leslie,
Su carta me ha transportado hasta los confines de la memoria, donde perseveran algunas de las vivencias más resonantes de mi infancia.  La idea de comunión con los Grandes que usted menciona aportó un sentido más profundo y significativo no sólo a la niña que fui, sino a la mujer que soy ahora. 
Mi padre siempre cuenta que uno de los recuerdos más vívidos que tiene de mi infancia es la expresión que se dibujaba en mi rostro mientras miraba a través de la ventana del auto cuando pasábamos por un barrio carenciado de camino al colegio. Según él, en mi gesto se manifestaba un sentimiento de  participación afectiva con una realidad que era física o materialmente distante a la mía.  
Nuestra condición humana, demasiado humana, pone límites a la posibilidad de experimentar en carne propia todas las circunstancias o modos posibles de existencia.  Esta dificultad representa un obstáculo para la comprensión, cualidad tan valorada por Spinoza.  Porque cuando comprendemos las circunstancias que hacen a una realidad distinta a la nuestra, desarrollamos nuestro potencial para pensar y sentir con el otro a través de la empatía. 
Sin embargo (¡y enhorabuena!), la cigüeña se apiada cada tanto de nuestra humana insuficiencia, trayendo a este mundo seres que iluminan y enriquecen nuestra vida a través de sus obras. Porque aunque lo circunstancial es un condicionante a nuestra posibilidad de pensarlo y sentirlo todo,  siempre podemos franquear ese límite a través del encuentro con otros que plasman su sentir y pensar en las obras que nos legan. “Leer es pensar con un cerebro ajeno,” sentenció Schopenhauer, mientras Emily Dickinson escribió que “Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro”. Creo que es esto lo que usted sugiere cuando narra esa experiencia de intimidad casi escandalosa con aquellos autores que lo marcaron tan hondamente.   
En ¿Qué es el arte? Tolstoi sostiene que “Cuando los espectadores o los oyentes experimentan los sentimientos que el autor expresa, hay obra de arte”. Siempre consideré fascinante esta idea, y a través de su carta pude conectarla con mi propia experiencia. Porque ahora comprendo que aquel gesto impreso en la memoria de mi padre era el de un cachorro saciado con las migajas que caían de la mesa de Edmondo De Amicis.  Sí, yo era una cachorra que se alimentaba sin complejos de Corazón, el diario de un niño de once años llamado Enrico que narra las historias y vivencias que van forjando su crecimiento emocional.  Sus experiencias junto a compañeritos de clase que viven realidades más difíciles y sufridas que la suya, generan un despertar de la conciencia de Enrico con la cual,  gracias al genio de De Amicis,  pude comulgar a través de la lectura de su obra.  
Corazón versa sobre uno de los temas más inquietantes de nuestra condición humana: el sentido del sufrimiento.  “Hay que sufrir para aprender a vivir. Todo lo que te congoja, te enseña”, le dice su padre a Enrico.  No recuerdo lo que pensé o sentí en aquel entonces mientras lo leía, pero sí sé que en ese libro se encuentra no sólo el sentido de mi reacción infantil ante la desdicha humana, sino también de las creencias y valores con los cuales hoy me identifico. Ahora estoy pensando que es muy probable que Corazón haya sido el promotor de mi posterior comunión con Nietzsche a través de una de sus más potentes sentencias: “No hay razón para buscar el sufrimiento, pero si éste llega y trata de meterse en tu vida, no temas; míralo a la cara y con la frente bien levantada”.  
Alguien dijo que somos los libros que hemos leído, y es verdad.  No sé si los elegimos o, como afirman algunos, ellos nos eligen a nosotros.  Sea como sea, comulgo con usted en ese sentir que algunos manjares son tan adecuados que parecen creados para mí.  Y en esa experiencia de plenitud puedo gozar de mi humana pequeñez, porque en ella late la conciencia de nuestra inevitable ignorancia y el impulso que nos conduce al encuentro con esas grandes obras que enriquecen el alma.  

¡Seamos siempre cachorros, Leslie! Que la vida nos encuentre una y otra vez alimentándonos de las migajas que caen de la mesa de los genios, porque ellas son el más auténtico manjar del cielo.  

sábado, 16 de febrero de 2019

Cartas 43 y 44 Un cuento taoísta y la boda de Magdalena Jr.

LA BUENA EDUCACIÓN
Por Magdalena Reyes Puig

Educar no es llenar un cántaro, sino encender una fogata
William Butler Yeats

Estimado Leslie,
De las distintas ocupaciones que he ejercido a lo largo de mi vida, la docencia ha sido de las más gratificantes. No sólo por la sentencia de Cicerón, “la mejor forma de aprender es enseñando”,  sino también porque es como una gran “caja de ahorros” en la cual depositamos lo que apreciamos para recibirlo después con un inmenso valor agregado.  Todo profesor o maestro sabe que el fruto de su trabajo no se reduce exclusivamente a la nota o resultado final obtenido por sus alumnos una vez concluido el curso.  Porque quien tiene la posibilidad –más aún, el privilegio- de enseñar a otros lo que le inquieta y apasiona comprende que en esa confluencia mágica que se da en el aula, se configuran perspectivas y modos de dar sentido a las diversas circunstancias de la vida, tanto las que elegimos como las que nos tocan.  
Esta tarde me crucé fortuitamente con una ex alumna a la que hacía muchos años que no veía. Tantos, que si bien su rostro me sonó familiar, no supe discernir con certeza si era aquella estudiante que creía reconocer (en mi retina –y aunque parece que fue ayer- aún vestía uniforme de colegio, y ahora venía escoltada por dos niños que le proferían obstinadamente un “Mamá, ¿me comprás un helado palito?”).  Apurada por la  insistencia de sus hijos se ocupó, sin embargo, de expiar mi incertidumbre: “Soy fulana de tal, ¿te acordás de mí? Quiero decirte que siempre recuerdo la leyenda taoísta que nos enseñaste en clase. No sabés cuán útil y beneficiosa ha sido para mi vida ¡Gracias!.” Motivados por el helado palito, sus hijos se encargaron de llevársela raudamente, mientras yo le respondía con un “¡Qué lindo lo que me decís!” que, de corazón, espero haya llegado a sus oídos.
La leyenda a la cual se refería narra la historia de un sabio taoísta que vivía en una aldea rural de la antigua China.  Un día descubrió que su caballo –que representaba su única herramienta de trabajo- había escapado.  Sus vecinos, colmados de buena voluntad, se acercaron a su casa a manifestarle sus condolencias por el infortunio, a lo cual el sabio respondió: “¿Quién sabe qué es bueno o malo?”. A los pocos días, su caballo retornó a su casa acompañado por otro caballo: ahora el viejo sabio tenía no uno, sino dos instrumentos para arar la tierra. Entonces sus vecinos se presentaron nuevamente en su casa, esta vez con la intención de celebrar la buena nueva, a lo cual el sabio respondió exactamente de la misma manera: “¿Quién sabe lo que es bueno o malo?”. Pasado un tiempo, el hijo del viejo taoísta se cayó y quebró una pierna intentando domar al novel caballo, y ante la conmiseración de sus compañeros el sabio mantuvo aquella actitud imperturbable, interpelándolos con la misma pregunta a la vez esperanzadora e inquietante. En efecto, a los pocos días la milicia se presentó en la aldea para reclutar jóvenes que sirvieran de soldados en la guerra, y el hijo del sabio taoísta fue dispensado por la fractura en su pierna. Durante los festejos motivados por la exención,  el viejo sabio perseveró en la misma postura: “¿Quién sabe qué es bueno o malo?”.  Y la historia  -dice la tradición taoísta- continúa hasta donde quiera llevarla el narrador, porque ella representa a la vida misma. La suya, la mía, la de todos los seres humanos. 
La moraleja es la misma que en occidente enseñó el estoicismo: debemos mantener la serenidad anímica ante hechos o acontecimientos que no dependen de nuestra voluntad o no podemos alterar.  Los griegos denominaban ataraxia a este estado del alma, al cual le asignaban un papel crucial en la conquista de la fortaleza espiritual y la felicidad. 
Conmovida por el encuentro de hoy y la evocación de la parábola taoísta, no me cabe duda que educar es compartir con otros las ideas y experiencias que nos ayudan a procurarnos una vida mejor.  
No recuerdo con qué nota aprobó el curso esa alumna con quien me encontré hoy, ¿acaso importa? Hay un refrán que dice que “enseñar es aprender dos veces”:  la segunda es cuando recibimos lo que invertimos (enseñamos) con creces.  Hete ahí la experiencia gozosa que viví hoy.  Y entonces ahora,  sólo me queda esperar que mi preciada ex alumna lea esta carta, a través de la cual deseo extenderle mis respectivas y muy sentidas “¡gracias!”
   


Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

PARA MAGDALENA JR. EN EL DÍA DE SU BODA
Qué alegría, vivir 
sintiéndose vivido. 
Rendirse 
a la gran certidumbre, oscuramente, 
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos, 
me está viviendo.
Pedro Salinas

Querida Magdalena:
En estos días, he pensado mucho en su hija que se casa. 
La invitación en su columna del pasado sábado vino confirmada por la llegada del tarjetón oficial que el Royal Mail dejó en el buzón de casa el viernes último. (Le hemos dado un lugar de privilegio, sobre la chimenea, junto a la colección de tinteros - algo más Parker que Mont Blanc, he de confesarle).
Casarse entraña una serie de elecciones tan profundas, de riesgos tan altos, de promesas tan extraordinarias, que su sola consideración produce vértigo. Por eso, en un mundo encallado en el individualismo, la autosuficiencia y el egoísmo, el matrimonio tiene poca demanda; muchos eligen envejecer en soledad, jugando al Fort Nite.
No soy un especialista en el matrimonio (después de todo, me he casado una sola vez), pero si desde mi experiencia limitada tuviera que definir lo que el matrimonio es, diría que es una manera eficaz de renunciar -l’air de rien- a darnos a nosotros mismos la felicidad. El Prof. Lanzetti de White Bay insistía mucho en que no es posible darse a sí mismo la felicidad. Y que el viejo chiste de Woody Allen de que lo más lindo de la soledad es el abrazo, no es ni gracioso ni verdadero.
Uno pensaría que algo tan esencial como la felicidad debería venir en un kit autoejecutable. Y es ciertamente curioso que no sea así, que no consista en un sistema cerrado, y que necesite de elementos externos para llegar a ser. Y sin embargo, las pruebas en tal sentido son abrumadoras. Sin el otro(a), no hay felicidad. Ni siquiera hay conocimiento. Ni autoconocimiento. Sí: tenemos que salir a buscar afuera aquello mismo que somos. Formamos parte de una reciprocidad (Ioseph Ratzinger).
El cuento taoísta de su carta de hoy puede leerse también en el sentido de que los acontecimientos en sí mismos no tienen un código blockchain que los autoclasifique como felices o infelices. El ser humano carece de la perspectiva necesaria para juzgar su propia existencia. Sólo un Otro que mirara desde afuera nuestra vida o el cosmos, sería capaz de emitir un juicio verdadero. Si no existiera nadie que mirara desde afuera, con una mirada comprensiva de la totalidad, entonces su cuentito taoísta implicaría una cadena infinita de acontecimientos que se corrigen unos a otros pero que, en definitiva, carecen de sentido. En su Física, Aristoteles niega la posibilidad de este tipo de cadenas infinitas, y deja, como única alternativa la necesidad de que exista ese Otro que mira y comprende. Entonces todo cobra sentido. (Discutir aquí sobre la existencia o inexistencia de ese Otro, me llevaría muy lejos de mi propósito. Me limitaré a decir que Pascal, uno de los padres del cálculo de probabilidades, pergeñó un argumento interesante según el cual, en la duda, es más racional apostar a que Dios existe. Porque si existe, habremos ganado la apuesta; y si no existe, nunca sabremos que la hemos perdido).
Pero dejemos lo cósmico por un momento y volvamos a lo personal. Entender el amor matrimonial es apostar por que sea otro(a) el autor de nuestra felicidad, y aceptar comprendernos en esa mirada que nos comprende. Es una aventura que estremece y que justifica siempre extender el crédito cuando las promesas de felicidad (la expresión es de Stendhal) demoran en cumplirse. En otras palabras, si nos parece que el otro no es muy competente en el arte de hacernos felices, siempre nos alegrará creer que lo va a hacer mejor mañana. El matrimonio, decía un buen amigo que murió hace poco, es siempre el triunfo de la esperanza sobre la experiencia.
Pero más impresionante y entretenido aún, es el hecho de que en el matrimonio uno sea también el otro para el otro. Es decir, el responsable de que la persona que nos hace felices sea feliz.
Esto puede parecer confuso y sin duda lo es, al punto de que en un buen matrimonio se termina no sabiendo bien quién es quién: si la parte de la primera parte, o la parte de la segunda parte -como bien decía el inolvidable casamentero del Hombre Quieto, Michaleen Oge Flynn. Por algo, de los esposos se dice que ya no son dos, sino una sola carne.

Confusos o no, me alegraría que le hiciera llegar a su hija Magdalena estos pensamientos nupciales, como alegre presente en el día de su boda.

sábado, 9 de febrero de 2019

Cartas 41 y 42 De padres e hijos

FATHER & SON
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford

Querida Magdalena,
He sentido siempre hacia mis padres un enorme cariño. En mis cartas, he hablado poco de ellos. De mi madre, casi nada; y de mi padre, dando quizás una impresión equivocada: la de un hombre severo, un maestro tradicional que no dudó en mandar a su hijo adolescente a la Cárcel de Reading, por un error de juventud -que usted y Spinoza se apresuraron a absolver sin juicio previo.
Sin embargo, incluso a través de mi adolescencia atormentada, si es que pasé por tal cosa, nunca dejé de sentir por ellos un afecto y una admiración que han sido luego mayores mientras me hacía más viejo.
Y es curioso, porque mi hermana y yo advertíamos que aquel cariño nuestro, que sentíamos natural y diría que necesario para que el cosmos fuera el cosmos, era -más allá de los límites de nuestro cottage familiar- contracultural. No digo que todos, pero sí que una buena cantidad de nuestros amigos, tanto en Londres como en París, solían decir cosas como: “Mis padres son unos tontos”. O más general y despiadadamente: “Los padres son una mierda”. En Francia les gustaba aplicar a los progenitores este adjetivo fantástico: dégueulasse.
Hubo una ruptura generacional que se manifestó en los años 60 y que -esta es mi teoría-, en los años 70 se intelectualizó. Esto se ve claramente en las canciones de uno y otro período.
En la magnífica She’s Leaving Home (1967), The Beatles hablan de unos padres cuya hijita ha abandonado el hogar. Mientras ella siente que se ha liberado, ellos no entienden lo que ha pasado, ni qué han hecho mal: Why would she treat us so thoughtlessly? - ¿Cómo ha podido hacernos esto? Está el contraste, está la mutua incomprensión.
En Francia, pocos años antes (1964), Barbara cantaba en su espeluznante Nantes (https://youtu.be/dXqYRHOCA2Y), que siempre sospechamos autobiográfica, la visita de una hija abandonada a su padre moribundo. Se puede sentir en la letra el dolor, el daño y la lejanía, pero también la piedad y el perdón que la hija viene a ofrecer: Il voulait avant de mourir, se rechauffer à mon sourire - Quería, antes de morir, reconfortarse con mi sonrisa
Ya en los 70, el tono se hizo más intenso, acusador.
En Father and Son (1970), de Cat Stevens (con su famoso cambio de octava, según quién sea el que habla en ese momento), el padre es caracterizado como un tipo que se las sabe todas y que, bajo una primera apariencia de comprensión, en realidad trata de inocular en el hijo, el veneno de la desesperanza: take your time, think a lot, / for you will still be here tomorrow, but your dreams may not - Tómate tu tiempo y piénsalo bien, porque quizás mañana tus sueños te hayan abandonado… El hijo no puede ya soportarlo: It's always been the same old story / Now I know I have to go - Siempre ha sido igual… y ahora sé que me tengo que largar
La canción Mother (también de 1970), de Lennon, reprocha a los padres, en términos desgarradores, el abandono: Mother, you had me but I never had you…/ Father, you left me but I never left you… /Goodbye…- Madre, tú me tuviste, yo no te tuve… Padre, tú me dejaste, no yo a ti… Adiós… 
 Ya al final de la década, (1979), Pink Floyd saca otra canción con el mismo título: Mother. Pero esta vez no es contra la madre que se ha ido, sino contra la que se ha quedado y que es insoportable. Y si la otra era la gran culpable por su ausencia, ésta lo es por su presencia. ¡Ojalá se hubiera ido! Hush now baby, baby, don't you cry./ Mama's gonna make all your nightmares come true. - Vamos, niñito y no llores, mamita va hacer que tus pesadillas se hagan realidad...
Como es lógico, yo me imaginaba entonces que por una oculta maldición musical o literaria, sólo era posible escribir cosas malas sobre los padres. Pero en 1984, me puse de novio con María y ella me hizo escuchar el Soneto a Mamá (1974) de Joan Manuel Serrat -y así rompió el hechizo y la maldición:
No es que no vuelva, porque me he olvidado -dice Serrat- de tu olor a tomillo y a cocina… Es que perdí el camino de regreso.
Bien: no hace falta estar en una canción de los años 70 para irse de casa. Irse, no porque los padres hayan sido unos verdugos, ni los hijos unas víctimas. Sino porque, al final, eso es lo que los hijos hacen siempre: irse. Con un muñeco de trapo bajo el brazo, hacia el futuro.
   


Respuesta de Magdalena Reyes a Leslie Ford

PARA IRSE DE CASA

“No existe la casualidad, y lo que se nos presenta como azar surge de las fuentes más profundas”
Friedrich Schiller



Estimado Leslie,
Su última carta no ha podido ser más oportuna. Tanto, que animó en mi la sensación de una coincidencia cósmica. Siempre me sentí particularmente atraída por la idea de que las cosas suceden por obra y gracia de una gran razón providencial, tan inexplicable como segura, y que solo hay que mantenerse alerta para poder advertir la sincronía, y disfrutar de su naturaleza enigmática y asombrosa. Por eso,  y sin poder dilucidar por qué, pienso que no es casualidad que me escribiera una carta sobre el siempre inacabado proyecto de ser padres, y también hijos.   
En menos de una semana, mi hija mayor pronunciará el “Sí” que la convertirá en una mujer unida en matrimonio. ¡No se imagina la dicha que corre como un torrente por mis venas mientras escribo ésta última línea! El ver a una hija tomar una decisión tan trascendente infunde la tranquilidad de saber que ha encontrado un camino por el cual transitar su vida, y la voluntad para hacerlo. Y en el reino del relativismo individualista éste es, sin duda, un motivo de festejo. Sin embargo, no puedo evitar sentir una cierta desgarradura interna que después de leer su carta, identifico con la resistencia a dejar volar a un hijo, simbolizada en el abrazo aprehensivo de la madre en la canción de Pink Floyd. Por esto, hoy le escribo desde las entrañas de un aluvión de emociones encontradas. Escribir así es mucho más trabajoso, y por eso hace rato que vanamente intento encontrar un silencio interior donde poder pensar en forma clara y distinta…  Creo que ésta será la carta más difícil de todas las que le he escrito hasta ahora, porque hoy tengo ganas de escribirle pero sin estar segura de poder llegar a una conclusión. 
Como hija de los 70, comulgué muchas veces con varias de las impresiones representadas en las canciones que cita en su carta.  Si bien nunca sentí un desprecio tan enfático por mis padres, sí puedo rememorarme cantando Mother como si esa canción fuera la revelación más patente de la realidad que me envolvía en aquellos años de adolecer jovial. En ese entonces, sólo veía a la madre que usted describe en su carta, pero con los años esa interpretación cambió. Digo esto, porque aún hoy sigo coreando a viva voz esa misma canción que es, en mi opinión, uno de los hitos de The Wall, pero ya no sólo como hija, sino también como madre. Y entonces, ya no percibo a aquel abrazo materno solamente como una prisión asfixiante, sino también como un sostén que contiene y ampara. Porque el aprendizaje de ser madre es forzosamente experiencial, y basta serlo para comprender que en la contención que da seguridad se forja la daga que amenaza con cortar las alas de nuestros hijos. 
Nietzsche dijo que no existe el amor incondicional, con la excepción de aquel que siente una madre por su hijo. Y justamente por eso, el amor de una madre puede llegar a ser tan comprensivo como asfixiante. Las condiciones representan límites –siempre tan necesarios - y como madres, nos vemos exigidas a auto-imponernos esos límites que la naturaleza de nuestro amor prescinde. ¡No se imagina cuán ardua es esta tarea, Leslie! Es esta desgarradura interna, vestigio de otro corte simbólico del primigenio cordón umbilical.  Por todo esto es que puedo empatizar (aunque no necesariamente condescender o justificar) con esa madre rechoncha y amargada, dibujada por Gerlad Anthony Scarfe para la película The Wall.  Empatizo porque entiendo que siempre es difícil encontrar y persistir en el equilibrio que hace a la virtud y, por tanto,  a lo que consideramos una “buena madre”. Pienso que la afamada expresión de Ortega y Gasset, “Yo soy yo y mi circunstancia”, aplica para la experiencia de ser padres, pero, claro está, para saber esto no son suficientes los manuales. Debemos serlo para comprenderlo. 

Ignoro la circunstancia de la madre de Waters, o el padre de Stevens, incluso la de Serrat o Lennon. Pero desde la mía -hoy tan particular- le agradezco de corazón sus palabras, porque sí, es verdad, al fin y al cabo, una madre siempre debe sentirse orgullosa de ver a sus hijos proyectar en libertad su futuro, y emprender el camino. Concluyo esta carta eligiendo quedarme con ese sentimiento, y diciéndole que está usted formal y cordialmente invitado a la celebración del casamiento. 

sábado, 2 de febrero de 2019

Cartas 39 y 40 La Estrella de la Tarde y el Relativismo

MANUAL PARA ENCENDER LA ESTRELLA DE LA TARDE
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford

¿Es esto lo mejor que puedes hacer?
Truman Burbank
Querida Magdalena,
Luego de entregar a la redacción del diario mi respuesta a su carta sobre el daimon de Sócrates, me quedé intranquilo. Desde hace muchos años he desarrollado una sensibilidad negativa hacia quienes juzgan y exigen desde la tribuna, pero se eximen de jugar el partido. (Me caen mal los Maduro con sobrepeso en medio de un pueblo famélico). Y me parece que mi carta, dando benevolentes consejos a supuestos políticos uruguayos ávidos de poder e incapaces de escuchar, al final no fue más que un inmenso prejuicio de 4200 caracteres con espacios. La verdad es que no conozco a ningún político uruguayo y habría debido ser más prudente al escribir sobre ellos.
Esto en cuanto a mí. Entiendo claramente que su posición, Magdalena, es muy otra. Y que es, no su recreo sino su obligación, exigir responsabilidades a quienes han sido nombrados administradores de la cosa pública en esa tierra al este del río Uruguay.
Volviendo a mí, a mi intranquilidad y a mi daimon, me he preguntado: ¿Qué hay de ti, Leslie, y de tu conciencia, esa que tanto reclamas a los demás? Y descubro que no hace falta ser Sócrates o Tomás Moro, para sentir continuamente el eco de la voz interior. En la vida familiar, por supuesto. Pero también y no menos -y es mi reflexión de hoy-, durante las largas horas que todos dedicamos al trabajo profesional. 
¡Qué necesario, pero qué difícil a veces, resulta trabajar bien! Inútilmente el daimon nos tira de las orejas: todo el tiempo tenemos que estar rectificando el rumbo, corrigiendo errores, regresando al buen hacer, desde el fango de la desidia y el apresuramiento, y reformulando el propósito de hacerlo mañana mejor que hoy. El trabajo mal hecho invade las corporaciones y los individuos, las instituciones de derecho divino o las modestas organizaciones humanas -como mi biblioteca. Cuesta aceptar la extensión del daño porque, como dice Abelardo en su Historia Calamitatum, es difícil creer en la infamia de los que uno ama. Pero ahí está esa verdad palpable y vergonzosa: El Mundo Como Chapuza, diría Schopenhauer.
El Mundo Como Chapuza ha sido representado muchas veces, en la literatura y en el arte: sobre todo, el momento en que el velo desaparece y el héroe cae en la cuenta de que la Ínsula de Barataria  (o Seahaven Island) no existe. Y que, en cambio, sí existen muchas personas que sólo fingen hacer lo que no hacen.
Hay una escena de una película de Orson Wells en la que el productor de un film lo exhibe en sesión privada a un posible inversor. Pero pronto se advierte que todo es una tomadura de pelo, una increíble improvisación: no hay sonido, las imágenes son pretenciosas y difíciles de interpretar. El inversor pregunta: ¿Qué lleva la chica en el bolso? El productor no se atreve a contestar axiomáticamente -más bien teoriza: Seguramente una bomba
-¿Cómo “seguramente”? ¿No es usted el productor? 
Todo se vuelve más y más difícil de entender y las explicaciones del productor se tornan más y más absurdas. Hasta que el inversor se impacienta y sugiere: Creo que va a ser mejor que lea el guión, antes de tomar una decisión. El productor palidece. Entonces el inversor entiende lo que era obvio desde el principio: ¿Es que no tienen guión?… 
Muchos de los hombres y de las mujeres a los que por costumbre se denomina trabajadores, por épocas más o menos largas -dependiendo de la historia personal de cada uno- realizamos nuestra tarea de este modo triste: no es que nos falte un poco para llegar a la perfección. Es que ni siquiera tenemos un guión. 
La tradición judeo-cristiana, en cambio, da al trabajo un lugar de enorme relevancia. En el relato del Génesis -antes de que Adán y Eva decidieran dar el mal paso-, la creación es entregada al hombre para que la trabaje. El trabajo del hombre es asumido dentro de la obra prodigiosa de la creación, como continuación del trabajo de Dios. Y el universo, creado por Uno y perfeccionado por el otro, es el lugar del Shabat, donde Dios y el hombre se encuentran en su descanso. 
Si el hombre conociera el valor de su trabajo, ya nunca lavaría los platos de la misma manera. Y perfeccionaría su acción y su intención, una vez y otra, hasta lograr que su daimon le diga en el oído: “Detente y descansa: Dios ha encendido para ti la estrella de la tarde”.   


Respuesta de Magdalena Reyes a Leslie Ford

MARTILLAZO AL RELATIVISMO CHAPUCERO
“La inadaptación a lo imperfecto es lo que mejora al hombre”
Antonio Gala


Estimado Leslie,
Comparto su sentimiento de crispación “hacia quienes juzgan y exigen desde la tribuna, pero se eximen de jugar el partido”. Sin embargo, creo que en nuestro último intercambio ninguno se manifestó desde la confort desidioso de la tribuna. Porque aunque no pateamos ni atajamos goles en la arena política, procuramos jugar nuestro propio partido, valorando el sentimiento de “amor por la camiseta” y la responsabilidad que implica el llevarla puesta. Por otra parte, en ciertas ocasiones es justo y necesario juzgar desde un horizonte más retirado, por eso todo director técnico se ubica fuera de la cancha para tener una perspectiva más cabal del juego y dirigir bien a su equipo. 
En todo partido existen buenas y malas jugadas, y es de mala fe negar la obviedad de esta diferencia. Créame que soy bien consciente del tenor controvertido de mi postura: en el reino del relativismo individualista juzgar es de por sí absurdo, sino presuntuoso, porque ¿quién tiene el tupé de postularse como autoridad legítima sin criterios o modelos para valorar creencias, acciones o hechos? 
Son varios –y por demás controvertidos- los vientos que favorecen esta corriente indeterminista, fundamentada principalmente en la idea de que la Verdad no existe o, al menos, no está dentro de nuestro alcance conocerla.  Y si bien éste es un argumento plausible (aunque, ciertamente, no indiscutible) del mismo no se deduce forzosamente el exagerado laissez faire, laissez passer conceptual y moral que prevalece en nuestra cultura contemporánea. Por el contrario,  ante la eventual ausencia de certezas absolutas,  tanto más necesario resulta examinar las múltiples perspectivas propuestas.  Esto,  para evitar el terrible destino de vernos condenados a convivir con la ominosa tiranía de la chapucera opinología. Parafraseando a Nietzsche: “Cuánto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo será nuestro concepto de ella, tanto más completa será nuestra objetividad”. 
Emitir un juicio acerca de la validez, valor o verdad de una cosa, no significa necesariamente adoptar una postura dogmática y excluyente de las perspectivas diversas. Porque se puede juzgar algo como malo, sin desestimar la posibilidad de que otro pueda considerarlo bueno,  siempre y cuando pueda ofrecer razones que fundamenten su criterio. Ya lo sugirió Spinoza: juzgar no es lo mismo que moralizar, y es de suma importancia señalar esta diferencia.  Retomando su metáfora: moraliza quien emite una sentencia rotunda sin estimar el valor del partido ni las circunstancias que afectan a quienes juegan (animando en usted aquella “sensibilidad negativa”),  y juzga quien es consciente de la importancia del partido, buscando comprender cuál es la mejor forma de jugarlo. Más precisamente, moralizar es el síntoma de una ignorancia fundamental respecto a la complejidad inherente a las cosas, entretanto juzgar responde a la búsqueda del mejor guión posible para conducirnos en este juego fascinante que llamamos vida
No en vano le tira su daimon las orejas cuando de hacer bien su trabajo se trata, porque es un partido que vale el sudor de la camiseta. Y es muy probable que la invasión del trabajo mal hecho que usted denuncia en su carta, sea una secuela más del exacerbado relativismo que nos aqueja.  Es harto complicado argumentar la importancia del trabajo bien hecho mientras persistamos en la falacia relativista que reniega toda posibilidad de discernir lo malo de lo bueno. Somos imperfectos, es verdad (y esta es la razón por la cual nos es tan dificultoso acceder a un conocimiento claro y distinto), pero también es cierto que tenemos la capacidad de pensar la perfección e inferir los caminos que nos acercan y alejan de ella.  Desestimar este desafío significa renunciar a nuestra humanidad perfectamente imperfecta. 

Es realmente bella la referencia que hace en su carta a la tradición judeo-cristiana, según la cual el trabajo del hombre contribuye al perfeccionamiento del universo creado por Dios. Porque a partir de ella se alumbra la idea de que trabajar es estar en la cancha (¿podemos, acaso, sortear ese destino?), y que hacerlo bien es jugar de la forma que juzgamos más apropiada para dar a luz la mejor versión de nosotros mismos. 

Cartas 69 y 70 Primavera lluviosa y Otoño soleado

PRIMAVERA LLUVIOSA EN OXFORD Por Leslie Ford, del  Trinity College , en Oxford. Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene dedos tan pequeñ...