sábado, 24 de noviembre de 2018

Cartas 19 y 20, Sobre una conferencia de Jordan Peterson

CON BARBA Y TRAJE A RAYAS EN EL NEW THEATER
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford.

12 REGLAS PARA VIVIR - Un antídoto al Caos 
Jordan B. Peterson. 
Planeta, Barcelona 2018
Traducción: Juan Ruiz Herrero

Querida Magdalena:
Cuando era más joven, me gustaba recomendar libros y lecturas. Estaba en el período de la “Alegría” (en el sentido en que la definía el escritor irlandés C.S. Lewis: respuesta espontánea del alma ante el primer conocimiento de la verdad). Mi ansiedad me llevaba incluso a regalar los libros que quería que leyera el prójimo. Era un pesado. Si estaba leyendo la escena del balcón, me imaginaba que la tierra entera debía tener abierto Romeo y Julieta, en sincronía, por la misma página que yo, y preguntarse conmigo, con Romeo y -¡Dios lo tenga en su gloria!-con Shakespeare, si aquella luz en la ventana era Julieta o el sol de la mañana.
Como la edad ha moderado aquellos impulsos, me pregunto ahora si hago bien en hablarle del libro de las las 12 Reglas del Prof. Peterson que me ha tenido ocupado durante las últimas semanas. Yo mismo no sabía nada de él hasta que un amigo del Oxford Times me invitó, el pasado 26 de octubre, a una presentación que tuvo lugar en el New Theater -por supuesto, un viejo teatro de 1836.
El Prof. Peterson se presentó sobre las tablas con una barba a lo Van Gogh y un traje con chaleco a rayas -bastante vistosas para un ciudadano inglés, aunque quizás no para un canadiense-, a medio camino entre un profesor de escuela de los años 50, y un millennial. Y realizó una actuación arrolladora. 
No piense usted en un charlatán barato que negocia con un público obsecuente. Lejos de ahí. No parece que Peterson busque “hacerse querer”, o “endulzar los oídos”, sino más bien que su oyente o su lector reflexione y trate de mejorar un poco (es un psicólogo, después de todo). Recorriendo los caminos de la ciencia, o analizando los textos de los filósofos o de las religiones, argumenta bastante abruptamente, casi sacudiendo a su interlocutor, no pocas veces a contracorriente de lo políticamente correcto. Estoy tentado de decir que es un hombre antipático, pero sería una simplificación. Más bien habría que decir que es rudo. Capaz de decir lo que dice, también en circunstancias difíciles. Y de aplicar cierta dosis de firmeza cuando supone que es necesaria en una discusión. ¿Cómo se lo diría? A su modo, es un perfecto nietzscheano -un tipo fuerte al que le gusta ganar el partido- , encarnado en un canadiense. (Y esto no es una broma para usted). Se puede descubrir al personaje en https://www.youtube.com/watch?v=Mufh9oKYf5Y, aunque hay muchos otros videos disponibles, de mayor o menor extensión.
Peterson describe un mundo y una vida no-fáciles. Un mundo  y una vida en esencia jerárquicos (a lo Platón), pero desjerarquizados. Y que necesitan ser rejerarquizados. El rejerarquizador que los rejerarquice, buen rejerarquizador será… Porque ni el mundo ni la vida se reordenarán solos: al hombre le corresponde esa tarea.
Nuestra misión es ser “responsables” del mundo, de la vida y de nosotros mismos en su exacta situación actual. Negarnos a aceptar esa misión… es el mal. Un desastre que primero lleva al ocultamiento y al engaño, y luego al resentimiento y al odio. 
No todo me gusta en Jordan Peterson, pero me parece que con él vuelve, sobre todo, algo de las grandes éticas del pasado, aquellos textos que hablaban del bien y del mal -y del pequeño hombre que, en el medio, debe alcanzar el Paraíso, contra todo pronóstico. 
Si tu vida no es lo que tiene que ser, prueba a decir la verdad. Si dependes desesperadamente de una ideología o te has entregado al nihilismo, prueba a decir la verdad. Si te sientes débil o rechazado, y desesperado y confundido, prueba a decir la verdad. En el Paraíso, todo el mundo dice la verdad. Eso es lo que lo hace Paraíso”. (Cap. 8)
Con menos palabras lo dice el Evangelio de San Juan: “La verdad os hará libres”.
Resulta gracioso que una persona tan equívocamente nietzscheana como el Prof. Peterson (alguien que reparte cachetadas para despertar a quien corresponda del profundo sueño) sea, al mismo tiempo, tan dogmático en lo profundo (alguien que realmente busca descubrir qué sean el bien y el mal). 


Quizás sea un misterio sólo aparente, en una persona capaz de llevar, sin que parezca una contradicción, una barba a lo Van Gogh sobre un traje a rayas de tres piezas, en un teatro de Oxford.


Respuesta de Magdalena Reyes Puig a Leslie Ford

Y AÚN MÁS… 


Me ofrezco a quien me contradice, que me instruye. La causa de la verdad debería ser la causa común de uno y otro.

Michel de Montaigne
Estimado Leslie,
No imagina la sorpresa que experimenté con su última carta. Desde hace un tiempo vengo siguiendo de cerca a Jordan Peterson, y casualmente –o causalmente, alegaría Auster- había estado discutiendo sus ideas en una clase de filosofía política el  mismísimo día en que recibí su misiva. 
Me causó mucha gracia su registro del look de Peterson, que imagino debe de haber sido cuidadosamente estudiado para acompañar el estilo de su discurso inusitado, hasta excéntrico, le diría. No hay duda; Jordan Peterson es un modelo auténtico de lo políticamente incorrecto. 
En efecto, lo que catapultó a este controvertido psicólogo clínico fue su manifiesta resistencia al proyecto de ley C-16  que consigna el uso de pronombres neutros para referirse a personas trans en Canadá.  Su argumento principal es que dicha ley atenta contra la libertad de expresión: “Ya no se trata de limitar el uso de ciertas expresiones. Esta ley obliga a las personas a usar ciertas palabras, a expresarse en una forma determinada, bajo la amenaza de ser penalmente condenadas si no lo hacen”.  La libertad de expresión es una condición inexpugnable para el pensamiento crítico, y toda manipulación de la palabra implica una manipulación de la realidad. Por eso, ya en el siglo III AC,  los seguidores de Aristóteles identificaban la lógica con la gramática.  
Peterson desafía todo vestigio de indiferencia por parte de su audiencia: arremetiendo con sus prédicas, levanta intensas polvaredas tanto dentro como fuera de la academia. Aunque hay quienes lo tildan de populista, sus exposiciones revelan generalmente una clara fundamentación teórica y práctica. Y por esto mismo sospecho que lo que genera resistencia en quienes se sienten afrentados por sus declaraciones es,  precisamente, el rigor argumentativo que sus planteos demandan para ser efectivamente disentidos. Nada menos populista que eso. 
Con respecto al libro que usted recomienda, hay una regla –la segunda, para ser más exacta- que encuentro especialmente aplicable a la realidad contemporánea: “Trátate como alguien que es responsable de ayudarse a sí mismo”. Peterson alega que vivimos en una época en la que la noción de responsabilidad goza de una creciente impopularidad, y que esto tiene un impacto negativo sobre la oportunidad de proyectarnos en una existencia humana significativa.  
La lógica binaria, que concibe derechos y deberes como principios excluyentes, se radicaliza cada vez más al servicio de las concesiones, en demérito de las obligaciones.  No me malinterprete, Leslie; soy consciente de la importancia –e incluso perentoriedad- de reivindicar ciertos derechos humanos que han sido históricamente denegados. Sin embargo, ¡cuánta razón la de Aristóteles cuando señaló que la virtud se diluye tanto en el exceso como el defecto!  Hoy pensamos, debatimos, proclamamos y marchamos en función de los derechos, mientras los deberes permanecen relegados en un adusto silencio.   
En la cultura del “¡Tú puedes!” queda poco espacio –y tiempo- para reflexionar acerca del valor de la responsabilidad. No sólo para hacernos cargo de lo que nos incumbe e implica, sino también –y más importante aún- para reconocer hasta qué punto somos artífices de nuestra propia realidad. Percibimos la responsabilidad como una carga pesada y alienante, soslayando la oportunidad de concebirla como la media naranja de la auténtica libertad. 
¡Deja de ser Peter Pan! Asume alguna responsabilidad”: con estas palabras anima Peterson a su audiencia en una de sus célebres conferencias. 
En medio de la actual proliferación de mercachifles mediáticos, el Prof. Peterson aparece en escena con su barba a lo Van Gogh, su traje a rayas de tres piezas y una prédica controvertida y políticamente incorrecta. Entonces, dadas las apariencias, es probable que sea tomado como un buhonero más. Porque en un mundo donde bastan los titulares para sentirse “bien” informado, darse al beneficio de la escucha es tan improbable como darse al de la lectura. 

Estoy con usted Leslie: estimo que vale la pena escuchar y leer a Jordan Peterson. Porque tiene un discurso consistente y porque provoca al discernimiento, pero más aún, porque es en la controversia donde germinan y progresan los mejores pensamientos. 

sábado, 17 de noviembre de 2018

Cartas 17 y 18, Democracia, Relativismo, Comunión


LA AGONÍA DEL PUEBLO
Por Magdalena Reyes Puig

La democracia es el régimen de las opiniones relativas
Octavio Paz
Estimado Leslie,

El pasado fin de semana El Observador publicó un artículo sobre la caída del apoyo a la democracia en el Uruguay, donde se revela que sólo un 61%  de la población uruguaya –comparado con casi un 90% hace veinte años - considera a esta forma de gobierno como la más adecuada. Esta caída se compagina con ciertos fenómenos regionales como los triunfos electorales de Bolsonaro y Trump.  Porque pese a sus diversas proclamas anti-democráticas, ambos fueron investidos por la voluntad popular, lo cual sugiere que la afamada expresión de Churchill de que la democracia es el menos malo de todos los sistemas políticos, parece estar hoy en tela de juicio. Pienso que esta preocupante depreciación de los valores democráticos demanda una reflexión concienzuda y profunda, con el objetivo de dilucidar sus causas.  
A menudo me es útil recurrir a un ejercicio mental donde intento deducir qué respondería tal o cual pensador a una pregunta específica. En el diálogo con los grandes maestros podemos encontrar una oportunidad para examinar las creencias más naturalizadas y evaluar la compostura impuesta por los criterios -muchas veces arbitrarios y limitantes- de lo “políticamente correcto”.  Y creo que la obra de Platón brinda una ocasión desafiante para examinar las bases fundamentales de la democracia. 
Decepcionado por la condena a Sócrates, estipulada por la  mayoría de los ciudadanos atenienses, Platón concluye que el criterio popular debe ser tomado con precaución. La muerte de su maestro prueba que cuando cualquier opinión es consentida sin reparar en su razonabilidad, el riesgo a incurrir en el desacierto está a la orden del día.  Contrario al relativismo, Platón sostiene que un Estado debe ser gobernado con un conocimiento apropiado del bien y la justicia, si no  se quiere terminar “rindiendo honores a alguien con sólo que diga que es amigo del pueblo”.  El carácter anti-democrático de su filosofía política le ha costado no pocas antipatías. Sin embargo, creo que la lectura de La República debería ser una condición deseable para toda persona –gobernante o ciudadano- interesada en ejercer el arte de la política. Esto, no con el objetivo de promover una aristocracia intelectual, sino para examinar las fisuras del menos malo de los sistemas políticos. Los vicios que instigan la decadencia sólo pueden ser controlados a través de la toma de conciencia de los mismos.  Y para Platón es “el deseo insaciable de libertad” el talón de Aquiles de la democracia. Esto, porque induce al descuido de otros valores como la correcta administración del bienestar común en razón de la cual la libertad individual debe ser, a veces, acortada. 
Sabemos que la tolerancia es una virtud. Pero en el reino de la condescendencia indiscriminada el bien ya no es más preferible que el mal, simplemente porque es improbable distinguirlos cuando todas las opiniones son igualmente válidas.  Dice Platón que, debido a la tolerancia indiscriminada que amenaza a la democracia, no es raro encontrar en ella a hombres condenados públicamente paseando tranquilamente como si nada. Pero no tan como si nada…. 
Allende al grado de relativismo que prevalezca en una sociedad, los seres humanos precisamos referencias morales para dar sentido a las opciones que tenemos y las decisiones que tomamos. Porque la indeterminación en termino de valores se proyecta en inseguridad política y social. Y, urge recordarlo, la seguridad –tanto física como moral- es una necesidad humana primordial, la segunda en el orden jerárquico de la  pirámide de Maslow.  No hay duda: necesitamos esa seguridad fundamental. 
Por tanto, no hay percutor más atinado y eficaz para el surgimiento del autoritarismo que la confusión e inseguridad que prevalecen en la falta de horizontes de significado: como niños desorientados y perplejos, berreamos y pataleamos en busca de ese abrazo que es límite, sí, pero también contención. Y nuestra democracia –la mejor de todas las madres posibles- agoniza cada vez más débil y desmañada.  Los síntomas son claros como el agua, y es nuestro deber hacer algo para recuperarla.  



Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

El 61%

La peor tentación de la razón es otorgar a sus conocimientos actuales el status de absoluto.
Jordan B. Peterson

Estimada Magdalena:
Una de las definiciones de Aristóteles más repetidas durante los últimos milenios es la que afirma que el alma del hombre es, de algún modo, todas las cosas. Si eso fuera cierto, explicaría también (aunque no sólo) porqué nos rebelamos ante la naturaleza no-absoluta de casi todo, y no nos resignamos a que cada cosa que cae en nuestra inteligencia no sea, en realidad todo, el todo, ese único objeto adecuado a nuestra alma. Siempre querríamos que nuestro pequeño y limitado jardín de invierno fuera, en verdad, el universo.
En una u otra época de la historia, se han absolutizado también ciertas formas de gobierno. (Cuentan que un día Hegel, al ver pasar a Napoleón exclamó: “¡Ved aquí al Espíritu Universal a lomos de un caballo blanco!”). A los ingleses quizás nos gusta excesivamente la monarquía constitucional, pero eso tiene una explicación: el ejemplo maravilloso de integridad personal que dieron durante el Blitz de 1940 y 1941 nuestro difunto rey George VI y su querida esposa, la llorada Reina Madre. Habría que investigar por qué el absoluto de los italianos es la anarquía; o el de los rusos, la tiranía. En todo caso, debe usted suponer que algo maravilloso sucedió alguna vez en Uruguay para que, todavía hoy, y a pesar de todo lo que dice en su carta, la democracia cuente con un 61% de apoyo entre la población.
Una forma de gobierno no es una cosa menor que pueda tomarse a la ligera. Pero, mal que le pese a Hegel, tampoco es un absoluto. Los absolutos, fuera del ámbito de lo divino, suelen producir problemas, más que resolverlos. Por eso, hemos de estar muy atentos a no convertir en absoluto lo que es relativo, y viceversa, pues no sólo estaríamos cometiendo un error, sino reincidiendo en él -lo cual sería devastadoramente aburrido. 
Es verdad que Platón no es un demócrata. No lo es como filósofo, y no lo fue como ser humano inmerso en la política de su tiempo. Sin embargo, se cuidó mucho de atribuir lo absoluto a ninguna forma de gobierno -tampoco a las que a él más le gustaban. Si algo nos transmite Platón es que las formas de gobierno se degradan siempre. También la democracia. Y le creo, Magdalena, cuando me dice que la democracia en Uruguay tiene sus problemas. ¡Cómo no habría de tenerlos!
Platón se complace en describir la democracia como un puchero en el que cabe todo, pero ninguna cosa vale más que la otra. Esa diversidad (cualidad divinizada hoy en día) la hace muy divertida. La democracia tiene hijos de todo tipo: unos la sostienen para liberarse de un tirano; otros para disfrutar de los bienes de la igualdad; otros porque son racionalistas y creen que, de todas las formas de gobierno, esta es la menos mala; otros como manera de alcanzar el poder. Pero esa falta de unidad que hace a la democracia tan entretenida, la hace también muy frágil y la dirige, naturalmente diríamos, a su propia disolución. (Bien poco mérito tiene mi análisis ante el espectáculo lamentable del Brexit, el florecimiento de los nacionalismos en España y la pérdida generalizada del afecto entre los ciudadanos de la mayoría de las democracias occidentales).
  Pero decíamos que no hay que pensar la política como un absoluto. Y eso significa también que la democracia no es una idea, ni un método, ni algo estático, sino algo que tienen que construir los que están ahí en ese preciso momento -los que estamos aquí ahora. 
Yo veo la democracia, esencialmente, como una cuestión de comunión entre las personas. Y veo que funciona cuando las personas deciden que se amarán y se respetarán, por encima de las dificultades que puedan presentarse. Y que deja de funcionar cuando se desprecian y se maltratan. Es como una extensión del ideal matrimonial, o del concepto judío de Alianza.
La diversidad no basta. Ninguna sociedad tiene en la diversidad su fundamento. En cambio, dice Tomás de Aquino que el ser tiende a la unidad. Y Marc Vaillot afirma, en su Pequeño libro sobre el amor verdadero que “es justo que cada uno sea amado”. Esa es la Justicia que está en la base de la sociedad.

El esfuerzo por la comunión debe oponerse a la tendencia actual -exportada al mundo por la izquierda de origen marxista- al enfrentamiento y a la categorización del otro como enemigo: el otro que no piensa como nosotros, el otro que usa un Rolex, y cosas por el estilo.

sábado, 10 de noviembre de 2018

Cartas 15 y 16, Sobre un concierto de Roger Waters

EL MURO DE WATERS
Por Magdalena Reyes Puig

Tenemos arte para no morir de verdad.
F. Nietzsche

Estimado Leslie,

Quisiera aprovechar este fecundo intercambio de ideas para compartir con usted una inquietud que me incordia desde hace varios días ya.  Todo comenzó con un concierto dado en nuestro país por un compatriota suyo, Roger Waters, el afamado miembro fundador de la gloriosa banda de rock Pink Floyd.  
Tengo un amigo que asegura poder identificar almas afines en aquellas personas que disfrutan de escuchar la misma música que él, y siempre encontré fascinante esa forma emblemática de fraternizar con otros.  Así, aunque nuestra simpatía se nutre de la afición que ambos profesamos por la filosofía, me gustaría que me contara algo acerca de sus preferencias musicales. Por mi parte -y como viene al caso- la música de Pink Floyd me ha conmovido siempre, desde aquel disco de vinilo de The dark side of the moon con un prisma refractando luz,  hasta Is this the life we really want? sonando en Spotify hoy. 
La extraordinaria combinación de rock sinfónico –que es literalmente música para mis oídos- con el sugestivo contenido plasmado en la poesía de sus canciones me ha convertido, irremediablemente, en una auténtica “fan” de Pink Floyd.  Tanto que en mis clases de Filosofía aliento a los alumnos a escuchar su música y a elegir una canción para analizarla filosóficamente. La razón de este ejercicio está expresada en la intuición de Beethoven, “La música supone una revelación más alta que cualquier filosofía”.  Esa altura a la que nos eleva al música, como el arte en general,  y a la cual no acceden las alas que nos da la filosofía, está atravesada por el poder alusivo de la metáfora. Porque mientras la filosofía analiza racionalmente buscando explicar, el arte presenta o sugiere,  estimulando en nosotros la disposición a interpretar.  El arte nos revela la complejidad, pero no para sucumbir en ella, sino para encontrar ahí la claridad que concilia las interpretaciones diversas. 
No quiero aburrirlo con mis reflexiones acerca de los gozos y gracias del arte, por lo que volveré al incidente que motiva mi carta: el espectáculo de imágenes, luces y sonido, junto a la belleza de la música, fue una experiencia magnífica.  Sin embargo –y para mi sorpresa- durante el concierto sentí una cierta incomodidad que fue in crescendo hasta decantar cuando se prendieron las luces al final de Comfortably numb.  Fue entonces que mi hijo de catorce años dijo: “La música fue buena, pero no entiendo el por qué de tantas imágenes y mensajes políticos”. En ese momento recordé la reacción indignada de Nietzsche durante el festival de Bayreuth, al ver que la música de su admirado Wagner había sido mutilada al barajarse con la prosa de la ideología.  Y sentí lástima. Y también rabia. Porque entendí que es muy probable que mi hijo ya no encuentre en la música y versos de The Wall un incentivo para cuestionarse y examinar los muros que encierran a los prejuicios y creencias arbitrarias que amparan a los grandes ídolos.  Porque para él, en la música de Pink Floyd, ya está casi todo dicho….
Roger Waters no entendió que su obra habla por sí sola, y que justamente por eso es potente y cautivadora. Se impuso sobre ella y se expuso en demasía.  Como los cerdos de la granja de Orwell, en su discurso ilusoriamente liberador se adivinaba la vanidad encubierta y ensañada por el efecto del poder corruptor: “Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros”. 
Nietzsche aconseja separar al artista de su obra, pero esto fue imposible el sábado pasado.  Como el dictador de In the flesh, entre eslóganes ambiciosos, arengas en un inglés cerrado (que, claro está, no todos entendieron) e imágenes rimbombantes,  Waters animó el resentimiento, la segregación y el ostracismo. El mismo que otrora cantó por la resistencia al imperio inconsciente del dogma, se exhibía ahora como un auténtico heraldo del populismo.  


Una vez más estoy con Nietzsche: en un  mundo cada día más fragmentado por “verdades” disonantes, tenemos arte para no morir confinados intramuros. Por eso los artistas, con los aplausos,  reciben el peso de una profunda responsabilidad. Pero Roger Waters, esta vez, no estuvo a la altura de su música. No, no lo estuvo. 


Respuesta de Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford, a Magdalena

WATERS Y YO

No sé cual de los dos escribe esta página.
Borges

Estimada Magdalena:
Hay textos que han sido citados en exceso. Pero no se me ocurre mejor manera de acompañarla, en su comentario sobre el concierto de mi compatriota Roger Waters, que no sea reincidiendo yo mismo en aquello que critico. 
Borges fue un maestro en descubrir y describir las distintas capas que conviven en un mismo hombre. Introduciendo su poema Límites, famosamente dice: “En mi opinión, pero no hay razón alguna para que la opinión del poeta valga más que la de los lectores, este poema es el mejor -o mejor dicho, el menos malo- de los míos”. No quiere que nadie piense que el Borges artista tiene privilegios que lo sitúan sobre el Borges lector; ni que, en este plano, cualquier lector sea menos que él mismo. 
En el hipercitado texto al que me refería, y que lleva por título Borges y yo, el autor ha caído en la cuenta de que existen dos Borges: 
El primero es la persona privada que camina por Buenos Aires, que se detiene “acaso ya mecánicamente para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel” y al que le gustan “los relojes de arena, los mapas,  la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson”. 
Del otro, del segundo, del escritor conocido de todos, se tienen “noticias por el correo” o al encontrar su nombre “en un diccionario biográfico”. (Como si el autor the The Wall leyera asombrado en El Observador que un tipo llamado Roger Waters ha dado una charla en la sede de Pit-Cnt). A diferencia del primero, el segundo ejerce de Borges “de un modo vanidoso”, convirtiendo todo “en atributos de un actor”.
Pero el Borges privado sabe que el otro es el que ha de prevalecer: “sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro”. En los libros que ha escrito. Y sin embargo, se reconoce menos en esos libros “que en muchos otros, o que en el laborioso rasgueo de una guitarra”. Él mismo ha tomado distancia de su obra, la siente ajena. “Así… todo lo pierdo y todo es del olvido”.
Imagino que al Sr. Waters le ha debido de pasar algo parecido. A usted que es fanática de Pink Floyd, puede parecerle imposible; pero quizás el Sr. Waters -un ser humano con una concreta historia personal, por debajo de su música- está harto de ser Roger-Waters-el-de-Pink-Floyd. Como Borges, quizás se reconoce menos en sus propios discos “que en muchos otros”. 
Pero, quizás también, el Sr. Waters no ha encontrado el modo de separarse de Roger-Waters-el-de-Pink-Floyd. O no acierta a saber quién de los dos Waters está insultando a Trump, y quién está cantando Money, sobre el escenario. 
Para mí está claro que la inmensa mayoría de los fanáticos de Roger Waters no pagaría un penique por conocer lo que el Sr. Waters piensa sobre Trump o el conflicto palestino-israelí -cuánto menos la fortuna que saldrá hoy en día comprar una entrada para sus conciertos. Pero es una hipótesis plausible, siguiendo esta línea de razonamiento, que el Sr. Waters -un ciudadano británico nacido en Inglaterra, el 6 de septiembre de 1943- no se resigne a ser Roger-Waters-el-de-Pink-Floyd, y esté pretendiendo que la gente lo vaya a ver a él (y no a escuchar su música, que siente extraña). 
En mi caso, el problema no existe. Jamás confundiré al Sr. Waters con Roger-Waters-el-de-Pink-Floyd. Porque nunca me ha emocionado demasiado la música de Pink Floyd. Hasta hace poco, no distinguía a Waters de Gilmour, le soy franco. La culpa es mía, no de Pink Floyd: soy demasiado sentimental.
Al final, creo que le puedo decir algo sobre la música que me hace feliz. En primer lugar, que exijo que la música me haga feliz. Pero eso no es decir mucho, y quiero decirle mucho. 
Quiero poder decirle qué música me hace feliz. Y sólo puedo hacerlo pidiéndole que escuche esa música: 
El humilde íntérprete de este fabulosa obra de arte, decía sobre Billy Strayhorn, su compositor, que de él había aprendido a liberarse: “del odio; de la autocompasión; del temor de hacer algo que posiblemente ayude a otro más que a uno mismo; y del orgullo que puede hacer que un hombre piense que es mejor que su hermano o su vecino”.


Vayan estos pensamientos, para usted, Magdalena, y para el querido Sr. Waters -del que, entre nous sospechamos sea la misma persona que Roger-Waters-el-de-Pink-Floyd.

sábado, 3 de noviembre de 2018

Carta 13 y 14, Sobre el arrepentimiento

TURNING POINTS
Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford.

Nunca debemos avergonzarnos de nuestras lágrimas.
Charles Dickens

Estimada Magdalena:
Me instruye usted sobre el pobre concepto que Spinoza tiene del arrepentimiento, al que no atribuye origen en la razón, y del que dice: “el que se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable o impotente”. Casi como el leit motiv de Love Story: “Amar significa nunca tener que decir: lo siento”.
Le ruego que me permita disentir. Sé que al hacerlo, me expondré a que alguien -alguien sensato- piense para sí: “Bueno, esto es patético; ved aquí cómo un desconocido bibliotecario se cree con derecho a discutir con Spinoza”. Pero me voy a arriesgar, sobre todo si, como me gusta creer, espera usted de mí no el silencio, sino la conversación.
Reconozco que, hace unos años, mi cerebro habría entrado en ebullición ante una afirmación tan deslumbrante y desmedida como la de Spinoza. Es el tipo de afirmación deslumbrante y desmedida que yo confundía a menudo con la verdad, porque identificaba la verdad con la emoción y el ruido de la fanfarria. Luego me radicalicé y absoluticé mi posición, y llegué a convencerme de que, detrás de cada emoción -y sólo ahí-, había necesariamente una verdad. Soñé así mucho tiempo mi sueño emotivo (como Kant su sueño dogmático). Pero ahora he despertado, y no puedo darle ese crédito a Spinoza. Ni aceptar su descripción del arrepentimiento, pues no parece corresponderse con la realidad. Lo inverso parecería ser cierto, es decir, que se trata de una virtud que nace de la razón y que es como la señal misma de que la razón (antes perdida) está de regreso. Vayamos a los clásicos.
En la célebre parábola del Hijo Pródigo (un joven que llevado por la insensatez o el temperamento, ha dejado a su padre y malgastado su herencia), el turning point dramático se produce cuando el protagonista “vuelve en sí” y “considera” lo que ha hecho, pero también lo que le queda por hacer todavía. Las dos cosas son importantes. 
Mirar al pasado, para aprender una sola cosa: que si ha terminado deseando comer las bellotas de los cerdos, esto se lo debe únicamente al mal. 
Mirar al futuro para decidir que, pase lo que pase y al costo que fuera, habrá de realizar un único e imprescindible gesto: pedir perdón a su padre. 
Este segundo aspecto del arrepentimiento del hijo pródigo, nos abre los ojos sobre una realidad que no parece haber tenido en cuenta Spinoza (ni el autor de Love Story, ni los miles de personas que afirman que no se arrepienten de nada): que el mal no es una cosa abstracta, un estereotipo irreal, como esos nazis de las películas que hablan en un extraño inglés, sino la constatación de que hemos (nosotros mismos, sí) lastimado realmente a alguien (a aquellos que amamos, sí). 
Es notable que, en una narración tan clásica y perfecta sobre el tema, sea la reflexión de la razón, no la compunción del corazón, el acto primero del arrepentimiento -la Biblia, en esto, está de acuerdo con usted, Magdalena, y en ninguna parte de la historia se ve llorar al hijo pródigo, como quizás habría esperado mi romántico corazón.
Pero esta reflexión de la razón, no siempre se da, ni siquiera allí donde sería más necesaria. ¿Recuerda a Ana Karenina? Ella conoce vagamente el mal que está haciendo, pero su sentimentalismo, su concentración en sí misma, la hacen incapaz de juzgarlo con lucidez. Mientras la maldad le va cumpliendo los deseos, todo avanza sin dolor. Luego, cuando el velo de la ilusión cae y la verdad aparece en toda su horrible crudeza, el mal ha poseído en ella todo. Y ha destruido todo lo que ha poseído. Ha aniquilado a Ana (porque eso es lo que hace el mal, si se lo deja), como el tren hará con su cuerpo, al final, con una imagen perfecta -pues Tolstoi es un genial novelista.
No estoy vendiendo una falsa poción para incautos: ni el saber ni la virtud son fáciles. Pero quien se arrepiente, aunque no sea liberado mágicamente del mal que ahora lamenta, ya no está perdido “en una selva oscura”. Podemos pensar que ya Dante ha encontrado a Virgilio y ha empezado a gozar de esa conversación iluminadora que lo terminará llevando a contemplar “el amor que mueve el sol y las demás las estrellas”.




Respuesta de Magdalena Reyes Puig a Leslie Ford

LA RAZÓN APASIONADA


Quien vive sin pensar, no puede decir que vive.
Calderón de la Barca

Estimado Leslie,

Antes que nada, quisiera expresarle mi agradecimiento. Sus cartas generan una explosión de sinapsis neuronales que me incentivan a pensar. Por eso, no debe disculparse por disentir conmigo o con cualquiera de los autores que nos acompañan en este intercambio epistolar.  La experiencia me ha enseñado que es pobre el pensamiento allí donde predomina el consenso. 
De todas formas, sospecho que su disensión con Spinoza se debe más a razones de orden semántico –o etimológico- que propiamente filosófico. Fíjese que en el pensamiento spinoziano el sentido asignado a la noción de arrepentimiento procede de la etimología del verbo arrepentirse, del latín “repaenitere”, que significa reiteración o vuelta atrás (re) a la penumbra o insatisfacción (paenitere).  Así, el argumento de Spinoza es que no puede ser razonable concebir la recaída en la aflicción como una virtud ¿Qué ser, mínimamente racional, encontraría el bien reincidiendo en el dolor o disgusto?  Lo más sensato, por el contrario, es concebir la conciencia del mal cometido como una oportunidad para el cambio, una transformación que inaugura ese turning point hacia la consecución de lo bueno.  Pienso que éste es el caso en la parábola del hijo pródigo: al hacerse consciente de su error, el hijo pudo emprender el camino de vuelta a casa con la alegría de saberse transformado –y no con las lágrimas propias de la recaída en la insatisfacción de vivir alimentándose de “bellotas de cerdo”-.
Para Spinoza, el bien y el mal son modos de pensar  Es por esto que sólo nosotros –animales racionales- juzgamos las acciones y los hechos como buenos o malos.   Sujetos a la determinación de los impulsos instintivos, los animales sienten y reaccionan. Pero impelido a la búsqueda de sentido, el hombre interpreta lo que siente y dirige su acción conforme a su criterio. 
Claro que el placer de sentir mariposas en el estómago puede ser también , como en Anna Karenina, un poderoso conductor.  ¡Qué destino trágico el de esta mujer presa de un corazón partido! Tanto que no pudo encontrar en el abismo de su insatisfacción una ocasión para verse redimida y recuperada. Anna naufragó en el piélago de la pasión triste que la arrastró hacia la muerte.  Su tragedia reposa sobre ese sentimentalismo exacerbado que ahoga al entendimiento. Al no dejar de re-sentir su pena, Anna sucumbió en la penumbra de su pasado, tan arrepentida como huérfana de razonabilidad.  A diferencia del hijo pródigo, Anna no pudo pensar.
Espero no confundirlo demasiado con mis lucubraciones, pero me gustaría compartir con usted un hallazgo filosófico especialmente significativo. Sucedió hace muchos años mientras leía el mito de Génesis en el Antiguo Testamento. Siempre me impresionó la desobediencia de Eva, quien se vio tentada a probar el fruto prohibido del árbol de la ciencia del bien y el mal. Pero entonces comprendí que en su transgresión,   con la que nos condenó a padecer el mal y buscar su sentido, se expresa un fervoroso amor por el conocimiento.  Entiendo que mi interpretación es bien controvertida –especialmente para aquellos que conciben el proceder de Eva como una violación pertinaz del mandato divino- pero, honestamente Leslie,  yo no veo en su gesto vestigio alguno de debilidad o maldad,  sino una manifestación vivaz de la tan humana pasión por  la verdad. 
Deseamos el bien, es verdad, pero Eva nos enseña que, como humanos, no encontramos la gloria allí donde el paraíso nos fuerza a la renuncia de la libertad para pensar: no en vano su nombre significa “dadora de vida”.  En la conexión con nuestra inherente humanidad encontramos esa razón apasionada, que garantiza y ampara la autonomía para hacer el bien y rehusar el mal. 
No puedo imaginar a Eva arrepentida. No sólo porque puedo comprender la fuerza de su deseo, sino porque a través de su transgresión, ella nos concedió el don de la auto-conciencia, liberándonos de un determinismo inconsciente y sumiso. 



Ya le contaré más acera de mi vínculo con la “madre de los vivientes”, cuánto me ha inspirado como mujer, filósofa y psicóloga.  Pero permítame adelantarle que,  según mi interpretación,  la figura mítica de Eva fue creada por una persona con una intuición honda y perspicaz de la condición femenina. 


Cartas 69 y 70 Primavera lluviosa y Otoño soleado

PRIMAVERA LLUVIOSA EN OXFORD Por Leslie Ford, del  Trinity College , en Oxford. Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene dedos tan pequeñ...